lunes, 11 de enero de 2010

¿Será 2010 el año de Camus?

Nuestro mundo necesita más que nunca la disciplina de la lucidez, la abominación de lo absoluto, el cultivo de la duda y el heroísmo en el comedimiento que caracterizaron al autor de 'El primer hombre'.

- Este nuevo año es "camusiano"?
Me hago esta pregunta porque escribo en el día del quincuagésimo aniversario de la muerte del autor de El primer hombre. La respuesta es "sí". Y no porque los prodigiosos homenajes que se le están dedicando dejen atónitos a quienes saben del purgatorio, e incluso infierno, al que le relegaron durante tanto tiempo la mayoría de los intelectuales franceses. Sino porque el hombre que reflexionó sobre el suicidio, el asesinato, la revolución y la rebelión, imponiéndose como disciplina una lucidez extrema, el pensador que abominó de lo absoluto, cultivó la duda, introdujo heroísmo en el comedimiento y anticipó que en lo sucesivo tendríamos que intentar conservar el mundo en vez de intentar cambiarlo, ese hombre definió un comportamiento y una actitud en vez de un credo.
Y eso es exactamente lo que necesita nuestra época.
Hace ya mucho, además, que
- no oímos a nadie evocar un "futuro mejor",
- ni a los países que van hacia el Sol naciente, celebrar las "primeras mañanas del mundo".
- Tampoco se habla ya de las ilusiones que se originaron tras la caída del Muro de Berlín,
- ni de la muerte de las ideologías,
- ni del fin de la Historia,
- ni del reinado universal de la democracia y la economía de mercado.
Y aquí estamos, privados de sueños y carentes de futuro.

Pasemos a las realidades.
La primera es que, según las conclusiones de la cumbre de la FAO, celebrada en Roma, hay 1.000 millones de personas que sufren de malnutrición.
¡Mil millones! Una cifra extraña y desoladora. Si la cito en primer lugar es porque, desgraciadamente, para los que se hartan de comer, la tentación de considerar esta aterradora constatación de la FAO como una abstracción, producto de una invencible fatalidad, siempre es grande.
Lo mismo que la de pensar que, como el remedio no está a nuestro alcance, podemos dejar para luego la obligación de pensar en ello.
Sin embargo, yo también voy a hacerlo ahora, para evocar el enfrentamiento que domina la escena mundial en este comienzo del siglo XXI.
Antaño, luchamos contra las ideologías marxista y nazi, que se transformaron en religiones. Hoy, en ciertas zonas del mundo, es al revés.
Tenemos que enfrentarnos con unas religiones que se transforman en ideologías:
- el islamismo, sobre todo, que aún golpea en Irak, Afganistán y parte de Pakistán,
- una forma mesiánica del sionismo judeoamericano y
- una mística, la de los evangélicos estadounidenses, que empujó a Georges W. Bush a desencadenar la guerra en Irak.
Este retorno al imperialismo religioso ha cobrado una importancia mucho mayor aún desde la revolución iraní de 1979 y desde que las autoridades de Teherán consolidaron su liderazgo sobre los puestos avanzados del Hezbolá libanés, el Hamás palestino y, ahora, de los rebeldes de Yemen, que amenazan a Arabia Saudí. Varios Estados musulmanes de la región temen a Irán hasta el punto de desear una intervención militar, aunque sea israelí, contra el régimen de los mulás.
Se trata de las relaciones que Occidente mantiene con el islam y que Barack Obama se ha propuesto transformar, en particular con su discurso de junio del pasado año en El Cairo. Pero, sin embargo, hay un hecho que no debemos olvidar nunca:
- Entre el 85% y el 90% de las víctimas de los atentados islamistas son musulmanes.
Junto a la amenaza del "choque de civilizaciones", está la inmensa realidad de una verdadera guerra civil y religiosa.
Seguramente, en la observancia de los cinco mandamientos de Dios establecidos en el Corán, hay factores unitarios que pueden dar pábulo a la ilusión de un poder musulmán cuya fuerza se basa en 1.000 millones de creyentes.
Pero, aunque el islam sea uno, los musulmanes nunca han sido tan diversos ni han estado tan divididos.
De hecho, dos grandes corrientes de pensamiento separan a los partidarios de una interpretación radical, e incluso violenta, del mensaje coránico de aquellos que, por el contrario, pretenden modernizar el islam en vez de islamizar la modernidad.
Un número creciente de musulmanes estima, en efecto, que el islam no tiene nada que perder en adoptar unos valores universales que, equivocadamente, suelen denominarse "occidentales", cuando, a menudo, fueron los orientales quienes contribuyeron a establecerlos.
Esta última constatación nos incita a volver sobre el increíble desbarajuste que ha provocado el Estado sarkozysta al plantear el debate sobre la identidad nacional francesa como lo ha hecho. Peor imposible. Me explico.
Personalmente, yo deseaba que Francia definiera y propusiera la forma republicana de nuestra nación como un ejemplo de éxito, como un recurso positivo a ojos de los millones de musulmanes que luchan contra la regresión islamista.
Desde mi óptica, no se trataba en absoluto de una forma de exclusión, sino de una incitación a transformar a los ciudadanos musulmanes en copartícipes de la fidelidad a una tradición y a un proyecto.
Esos ciudadanos musulmanes comprenden cada vez mejor que, para ofrecer la imagen más moderna posible del islam, la más abierta y fraternal, conviene evitar todos los signos de aislamiento, de separación y repliegue sobre sí mismos.
En otras palabras:
- Todo lo que puede justificar las reacciones más aberrantes, que han ido desde la denuncia de un nuevo fascismo (Emmanuel Todd),
- hasta la investigación de las disfunciones de las leyes para la concesión de la nacionalidad francesa.
Es hora de volver a lo más básico y fundamental. Francia no es un país racista. Si no, todos esos millones de jóvenes magrebíes no soñarían en venir aquí.
No es un país fascista. Si no, nadie tendría la libertad de proferir tal acusación. Como todos pudimos ver en las pantallas televisivas durante las pasadas fiestas navideñas, los best of del año que acaba de terminar demuestran que raramente un jefe de Estado y un Gobierno han sido tan estigmatizados y ridiculizados en Francia como los actuales.
Una vez dicho todo esto, no se comprende por qué iba nadie a prohibirnos plantearnos en Francia las mismas preguntas sobre el islam que se hacen millones de musulmanes en todo el mundo. Por mi parte, yo observo que si bien, por miedo a pasar por islamófobos, muchos franceses no musulmanes se indignan ante la sola idea de que se abra un debate sobre este asunto, por su parte, muchos musulmanes lo aceptan bajo la forma que yo he pretendido preconizar.
En mi vida, he tenido tres buenos amigos entre los grandes escritores francófonos y musulmanes: Kateb Yacine, Mohammed Dib y Rachid Mimouni.
Una de las cuestiones prioritarias para los tres era atajar la ola de regresión islamista, que un día podría alcanzar al islam europeo. (Sobre este último punto, hay que leer o releer el último libro de Kateb Yacine, El poeta como boxeador, publicado a título póstumo en 1994 por Ediciones Seuil).

JEAN DANIEL - Le Nouvel Observateur - Premio Príncipe de Asturias - Madrid - 11-Ene-2010

Camus, el primer hombre
A Albert Camus, cuyo patriotismo no fue más allá de una manera de amar a Francia que consistía en no quererla injusta, y en decírselo, le ha ocurrido con Sarkozy lo que a Borges con los Kirchner.
Ambos han compartido recientemente el destino de los pensadores que la posteridad recupera para el chauvinismo y el orgullo popular. Si, a comienzos del pasado 2009, Borges sufría el propósito del gobierno argentino de repatriar sus restos mortales del cementerio de Plainpalais, en Ginebra, donde reposan, y llevarlos a Buenos Aires para enterrarlos en La Recoleta, a finales del mismo año le tocaba el turno a Camus, a quien el presidente de la República francesa ha querido entronizar como gloria nacional trasladando su sepultura al Panteón de París, donde descansan Voltaire o Zola.
Ambas operaciones, frustradas por la viuda del primero y los hijos del segundo, nos recuerdan que nunca cesa la farsa elogiosa de que suelen ser víctimas, después de muertos, los grandes escritores de la literatura universal, convertidos en motivos de exaltación por gobiernos que, a menudo, encarnan, precisamente, todo lo que su obra y su vida rechazan y escarnecen.
Hoy, cuando apenas han pasado unos días del cincuentenario de su muerte, Albert Camus es la cara amable de una época siniestra, la conciencia desgarrada del período de escritura antifascista y la literatura del compromiso de la que fue un símbolo, el equivalente para la Resistencia de lo que había sido Malraux para los militantes de los años treinta.
Hoy, cuando el tiempo le ha dado la razón en casi todo, es difícil imaginar que el escritor francés de origen argelino nunca fue el pensador sagrado y unánimemente celebrado que Sarkozy ha querido elevar a los altares de La Marsellesa. La resonancia que ahora tienen el nombre y los libros de Camus no debe hacernos pensar que la tarea emprendida por él, recién acabada la Segunda Guerra Mundial, fue una actividad fácil.
El gran narrador,ensayista y autor dramático -por este orden, pienso- se arriesgó
- a mirar a la Historia , cara a cara,
- a encender la luz y
- a desmantelar la penumbra expandida por las coartadas ideológicas de su época.
La Segunda Gran Guerra no produjo, como la Primera, unos Estados totalitarios. Por el contrario, los encontró en su cuna, pero al destruir uno reforzó al otro: al liquidar a Hitler y Mussolini, la Segunda Guerra Mundial llevó al pináculo a Stalin.
En 1945, la Unión Soviética era una de las potencias vencedoras del conflicto, y cualquier duda que el sistema estalinista pudiera despertar parecía irrelevante comparada con el heroísmo del ejército rojo o con los veinte millones de muertos que la invasión alemana le había costado al país.
El hecho de que la patria del comunismo hubiera pagado el precio más alto por esta victoria, en alianza con Inglaterra y los Estados Unidos, naciones madres de las libertades, hizo olvidar
- los procesos de Moscú,
- los campos de concentración o
- los brindis de Molotov y Hitler en 1940.
Los sofistas y los simples pudieron incluso iluminar retrospectivamente esos episodios tenebrosos con la luz del triunfo final. Como Simone de Beauvoir que, comentando el anticomunismo de Koestler en febrero de 1948, escribía: «Se arrepiente de haber dejado de ser comunista, porque ahora van a ganar y quiere estar en el lado de los vencedores.»
Por aquellas fechas, en Europa occidental, el comunismo ya no tenía enemigos declarados. Estos se ocultaban, o callaban, ya que
- la jerga «antifascista» había invadido todo el escenario político,
- instaurando sus mentiras,
- sus eufemismos y sus omisiones.
En Francia, el partido comunista, legitimado por su participación en la Resistencia,
- dictaba la línea política de la izquierda,
- llevaba la iniciativa en el campo cultural, y
- su hegemonía era tan poderosa, tan indiscutida, que cualquier disidencia estaba condenada a la invisibilidad.
O peor, aún, a la etiqueta de complicidad con el creador de la serpiente nazi, el enemigo capitalista.
Nadie podía ser buen demócrata y verdadero antifascista si miraba con hostilidad a la Unión Soviética.
No hay un testigo más fidedigno de este estado provisional de embrutecimiento de la opinión pública en Francia que Albert Camus, quien pagó muy cara su heterodoxia.
Porque el autor de El hombre rebelde se atrevió a romper la malla de la propaganda y de la complacencia, y denunció ese atentado gigantesco, impune y, por ominoso que parezca, cantado y aplaudido, que se llamó Unión Soviética.
Libertario irrecuperable, que aprendió la libertad en la miseria de su infancia argelina y en la resistencia francesa contra la ocupación nazi,Camus batalló para buscar una justicia social concreta, no un paraíso abstracto. Como Orwell, desconfiaba de las ideologías totales, porque tienden a disolver a los seres humanos reales y concretos -los únicos que existen- en bloques sólidos, en categorías absolutas o en meros esclavos del ideal. «Sólo siento aversión», dijo después de publicar El hombre rebelde, «hacia esos servidores de la justicia que piensan que únicamente podemos prestarle un buen servicio a la historia entregando varias generaciones a la injusticia.»
A diferencia de otros intelectuales de su tiempo que acabaron devorados por la política, convertidos en un sello de aprobación en manos marxistas, Camus supo decir no al espíritu de una época marcada a fuego por el miedo: la época del colonialismo, del totalitarismo, del terrorismo.
Y así, gracias a la probidad de su carácter y a la independencia de su pensamiento, acabó por parecerse a los grandes escritores franceses del siglo XIX, un intelectual de la familia de Víctor Hugo o Zola,
- más ejemplar que doctrinario,
- más testigo que juez,
- más contagioso que persuasivo,
- un pensador autónomo, inclasificable y siempre ajeno a la servil elasticidad con el bando propio de gran parte de sus contemporáneos.
De ahí su pelea con Sartre, quien, en una ocasión, le dijo a Camus que, al igual que él, consideraba que los campos de concentración eran intolerables, pero que igualmente intolerable era el uso que de ellos hacía cada día la prensa burguesa.
De ahí su crítica a los compañeros de viaje de la Unión Soviética, que aplicaban su inteligencia a justificar los crímenes de Stalin en nombre de una justicia futura. «Las ideas equivocadas siempre acaban en un baño de sangre», escribió ante la despreocupada propensión del intelectual marxista a fomentar la violencia a una distancia segura de sí mismo, «pero en todos los casos es la sangre de los demás. Por esta razón algunos de nuestros pensadores se sienten libres para decir cualquier cosa.»
Durante el famoso debate que acabó con aquella famosa amistad, Sartre advirtió cruelmente que Camus llevaba consigo un «pedestal portátil». Después llegó el honor del premio Nobel.
Y poco antes de su muerte, un crítico predijo a Camus un destino idéntico al del político ateniense Arístides: que nos cansaríamos de oírle llamar «el Justo». El tiempo no les ha dado la razón.

Y la voz que empezó a hablar con apasionada inteligencia en medio de una Europa destruida por la Segunda Guerra Mundial no se ha callado con la muerte, sigue actuando sobre nosotros como rememoración y advertencia de que la verdadera desesperación no nace frente a una terca adversidad, ni en el agotamiento de una lucha desigual:
-
«proviene de que ya no conocemos las razones para luchar
- ni si, cabalmente, es preciso luchar.»

FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR - "ABC" - Madrid - 12-Ene-2010

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