martes, 25 de junio de 2013

¿Quién me mandó a meterme en esto?


Pero yo sobre todo lo que quisiera saber ahora es quién carajo me mandó a meterme en esto.
 
Lo más cómodo sería decir que fue él, pero yo sé que no es tan fácil. En general, nada es tan fácil, aunque los demás crean que a mí todo me resulta fácil. Siempre creyeron eso de mí: que yo era linda, que yo era inteligente, que yo sabía acomodarme, que todo me resultó muy fácil.
Y no saben el esfuerzo que le pongo, lo que laburo yo las cosas. Pero también por eso no le puedo echar la culpa a él: yo me lo busqué con toda conciencia, con todas mis fuerzas, la culpa es toda mía. Él me ayudó, claro, no sé qué hubiera sido de mí sin él, pero es cierto que a mí siempre me gustó mandar: desde chiquita me gustó mandar.
El problema es que cuando una manda necesita rodearse de gente que esté a la altura, que no la decepcione. Y eso en este país de mierda es tan difícil.
Cuando él estaba era distinto, claro. Pero el muy turro se tenía que ir dejándome acá sola. Toda una vida diciéndole que se cuide, que no haga boludeces, que largue el alcohol el cigarrillo la comida, que tome sus remedios pero no, el señor se creía que era inmortal, que lo que nos pasa a todos a él no le iba a pasar, se creía que era distinto a todos.
Por eso me gustaba, claro, a mí cómo me iba a gustar un tipo que se creyera uno más, uno del montón, pero hay cosas donde es necesario ver los límites y el pobre al final me dejó acá sola en medio de la horda, sola, diciendo cosas tan ridículas como que hay momentos en que es necesario respetar los límites, yo diciendo respetar los límites.
Si yo me hubiera pasado la vida respetando los límites ahora estaría atendiendo el teléfono en alguna oficina, haciendo trámites, quién sabe, lavando los platos; si algo bueno hice en mi vida es no darle bola a los límites, a esas barreras que la gente se inventa para justificar sus incapacidades; todos esos que ahora me dicen que me calme no entienden que si soy como soy, si soy lo que soy es porque nunca me calmé, así que no voy a empezar ahora.
No es que me equivoque, no es que me descontrole: es que eso es lo que soy, a ver si lo van a descubrir recién. Pero lo cierto es que no es lo mismo hacerlo cuando hay alguien que te puede decir nena pará, que te puede señalar cuando quién sabe estás por patinar, estás por confundirte –no voy a decir equivocarte, para qué, eso ya lo dicen los demás–, que hacerlo cuando no lo tenés, cuando te rodea una manga de salames que no podés confiar en ninguno porque son unos brutos que se creen muy vivos, acá, en la oficina, en todos lados, una manga de salames que no se dan cuenta de que no me llegan ni al ruedo de la pollera media pierna y encima se agrandan porque tienen un poquito de poder.
Pero un poquito y encima se los dí yo, pobres borregos. No saben lo que es el poder de verdad y se creen que lo tienen. Como esos que te dicen sí la información es poder el discurso es poder las relaciones son poder; no entienden cuatro pepas: el poder es poder, y todos los que dicen otra cosa es porque no lo conocen, se la creen.
Se creen que tienen poder porque les dicen sí señor, porque pueden entrar gratis a una cancha, les piden favorcitos, atajan algún diego. Eso no es poder: poder es que una noche se te ocurra una idea, que le estés dando vueltas a un asunto y se te ocurra una idea y a la mañana siguiente podés ir a la oficina, o ni siquiera ir, llamar a alguien y decirle vamos a hacer tal cosa. No decirle mire señor, mire señora, qué le parece si hacemos tal cosa. No; decirle che vamos a hacer tal cosa, organícela y trate de no equivocarse demasiado.
Eso es poder; el resto son pelotudeces para tenerlos medio entretenidos.
Lo que pasa es que eso, el poder de verdad, crea mucho resentimiento, mucho resentido. Les gusta que los mandes; por supuesto que les gusta que los mandes y que les prestes la sensación de que pueden mandar ellos también ese poquito, pero en cuanto ven que dudás un poco o que algo no te sale como debería –porque a veces ellos hacen tan mal lo que les digo que las cosas no salen exactamente como deberían–, cuando algo no sale como debería primero se asustan, se preocupan porque saben que es culpa suya pero enseguida empiezan a murmurar, a tirarte el cadáver, viste la doctora otra vez, uy qué le estará pasando que la pifió de nuevo, y se asustan pero también les gusta porque les vuelve ese gustito de yo puedo un poco más, si esto se desacomoda yo algo voy a ganar acá en el revoleo; no se dan cuenta de que no son nada, una mierda no son, si yo me caigo ellos están ahí abajo en el suelo antes de que yo termine de llegar y los aplaste. Y entonces encima, aplastados, van a arrastrarse a pedirme perdón, los muy mediocres.
Pero claro, me encantaría poder confiar en alguien. Poder hablar con alguien que yo supiera que ni me va a traicionar ni es un tarado o un canalla. Pero no hay, no puedo. A veces pienso que si hubiera tenido un hermano todo habría sido muy distinto. No tuve, me las tengo que arreglar yo sola.
Es fácil, es lindo cuando las cosas te salen bien, cuando ganás, cuando la gente te dice muy bueno lo suyo doctora dele para adelante: ahí cualquiera es un titán.
El problema son los momentos como ahora, cuando las cosas no te salen, cuando tenés una idea genial y resulta que se complica, no resulta, te la joden; entonces es cuando hay que tener temple, bancar, poner los ovarios en la mesa y seguir adelante.
De mí podrán decir muchas cosas, pero nadie va a decir que no los tengo muy bien puestos.
Pueden decir que soy antipática, soberbia, que me creo la reina de Saba, que desprecio a todo el mundo, que me junté con dios y con el diablo para avanzar en mi carrera, podrán decir lo que quieran pero no pueden decir dos cosas: que no soy inteligente y que no los tengo muy bien puestos.
El problema es que estas cosas no se pueden hacer sola, y el mundo está lleno de tarados.
El país está lleno de tarados, la oficina está llena de tarados. Gente que no se da cuenta de que hacemos estas cosas por su bien, gente que se cree que si no fuera por eso yo estaría perdiendo el tiempo en estas cosas; yo me dedicaría a cualquier otra, para qué tanto esfuerzo si no es por mejorarles la vida a esos tarados que últimamente parece que no se dieran cuenta, me critican, me putean. A mí me critican. A mí me putean. A mí, carajo, a mí.
No puedo creer que me critique esta manga de mediocres. Últimamente me pasa cada vez más que me pregunto qué estoy haciendo acá, otra vez la pifié, cómo hago para salir de ésta.
Hago algo que creo que va a salir de una manera y me sale de otra, cada vez más a menudo las cosas me salen de otra y entonces a veces no lo entiendo, ya no entiendo qué pasa, no entiendo qué se puede hacer para que deje de pasar y entonces por ahi me doy cuenta de que preferiría no estar más acá, que estoy llegando al borde, que quisiera saber cuánto más va a durar todo esto, que cómo hago para tomármelas. Yo, que cómo hago para tomármelas. Yo, que lo único que quería en la vida era estar donde estoy, y ahora a veces me da que quiero irme. Es triste: es triste de verdad, y para colmo es peligroso: tengo que hacer todo lo posible para que nadie se dé cuenta, porque si se enteran de que estoy pensando en irme se me van a tirar encima como perros.
Y encima el problema es que no tengo salida. Yo acá me jugué toda, y yo no soy de ésas que dicen ay perdón no quería ir por acá disculpen ya mismo me retiro. Sí, es cierto que cambié más de una vez de idea; más de una vez, muchas veces cambié porque es de necios no cambiar, hay que saber jugar con el aire de los tiempos, adaptarse a los tiempos, y más si una quiere tener algún peso, no se puede remar siempre contra la corriente. Pero ahora ya estoy jugada y sin fichas, sin más espacio para la maniobra, y hay días en que no sé cómo seguir. Otros que sí, claro: otros días en que de nuevo me parece que los voy a pasar por encima.
Vamos a ver: no está muerta quien pelea. Por suerte hay algunos que todavía me entienden. Muchos se creen que yo soy insensible, que esas cosas no me importan. No la ven: a mí no me importa lo que me critique un tarado, un vendido, un mogólico, y menos todavía me importa que me elogie uno de esos truchos que les pagamos para eso, yo sé distinguir, yo sé que esos son perros baratos, que hoy están acá y mañana allá según les convenga en cada caso, según los huesos o las caricias que les tiren –que de todo hay, gente para hueso, gente para caricia, todos con la etiqueta de su precio, barato, casi regalado–, pero hay gente que sí me importa y cuando dicen que pese a todo hice un par de cosas buenas me da el orgullo, me llena de alegría. Lástima que sean tan pocos. Cada vez menos, tan tan pocos.
Me pegan mucho, últimamente. Unos me pegan porque no me entienden; otros me pegan porque me entienden demasiado bien y se dan cuenta de que les estoy jodiendo el estofado, pero eso me gusta: si no tuviera enemigos no sabría que lo que estoy haciendo está bien, no sabría para dónde ir, sabría que no estoy haciendo nada.
Y además esto de los enemigos es muy buen negocio. Con tanta pelea, con enemigos tan brutos y tan berretas, es más fácil decir que todos los que están contra mí son unos fachos, que el que se va con ellos es poco menos que un nazi o un traidor y entonces las ratas que tengo alrededor tienen menos tentaciones de abandonar el barco y pasarse al otro bando.
Cuando estás en esas situaciones que todos se tratan tipo caballero inglés sí mi estimado por supuesto mi querida faltaba más pase usted no después de usted, todos estos hijos de puta van y vienen, se cambian de lealtad como se cambian de camisa; en cambio así, con este clima de guerra, es mucho más difícil darse vuelta y pasarse a los otros.
No digo que no lo hagan, porque acá hay cada uno; pero les cuesta más, lo tienen que pagar más caro y entonces se lo piensan. Y encima la pelea nos da ese espíritu de equipo, sí, tenemos que pelear contra el juez tal, ése es un reaccionario conservador cobarde que viene por nosotros, hay que hacer lo que sea necesario para demostrarle donde está la justicia, dónde está la verdad, vamos por todo.

Así que me paso la vida en la pelea, me dejo la piel en la pelea y me salen granitos y me tengo que poner más maquillaje y entonces siempre hay un idiota que dice que me maquillo cada vez más porque no quiero aceptar que estoy más vieja. Qué aceptar ni aceptar. Tengo granitos, siempre tuve granitos, y además una cosa es lo que acepte o no acepte y otra es lo que muestre: acá donde yo estoy, acá arriba, no podés mostrar ningún signo de debilidad porque te comen los caranchos. A menos que sea un signo de debilidad bien controlado, calculado para hacerte más fuerte, por supuesto, más querida: eso paga, eso sí que pagó, pobrecito. Pero igual no tienen paz: después siempre hay algún tonto que me critica porque me pongo un vestido elegante, una cartera cara. ¿No se dan cuenta de que a los de abajo, a cualquier empleado, les gusta verme así? ¿Qué quieren, que me miren como a una cualquiera? Yo no soy una cualquiera, yo soy su jefa, para que todos se den cuenta yo tengo que mostrarme siempre bien puesta, siempre bien arreglada. A mí, de última, me importa tres carajos: yo puedo estar tan bien –bueno, podía estar tan bien– con un bluyín y una camisa, y además a esta altura qué me importa, pero esto es parte del laburo: hay que mostrarle a todo el mundo que una es capaz de codearse con los mejores como si fuera una de las mejores –no como una pordiosera. Si querés que te traten como a una reina tenés que ser una reina, decía mi vieja, y tenía más razón que una santa, pobre.
Pero yo sé también que tendría que disimular más, tendría que cuidar algunas cosas. Yo me doy cuenta de que ahora a veces se me escapan cosas, y antes se me escapaban menos. Cuando hablo con gente, por ejemplo, cuando me escuchan tipos que no conozco, porque a veces me dejo ir demasiado y digo cosas que no querría decir y que en ese momento me parece que me dan más fuerza y después me doy cuenta de que son regalos para mis enemigos. Sé que tendría que cuidarme pero a veces no puedo, no logro contenerme. Es difícil, cuando una está hablando, cuando sentís el placer de que te escuchen sabiendo que lo que vas a decirles les importa, los condiciona: en esas situaciones es difícil callarse. Si no me creen, preguntenle al Diego.
Entonces ahora vienen y dicen que estoy loca: locos están ellos, que no se dan cuenta de todo lo que estoy haciendo para ayudarlos, para que vivan un poco mejor. Loca, yo, mi dios; pobres idiotas. Si por lo menos fueran capaces de apreciar, de entender de verdad los sacrificios que yo hago por ellos. Me estoy dejando la salud por ellos, la vida por ellos. Se creen que lo hago por mí, porque me gusta, porque me da placer estar acá. Me da, seguro que me da, pero yo podría estar acá de otra manera, más tranquila, con menos conflicto, si no fuera porque tengo que darles todo a ellos. Yo por ellos doy todo, y los muy hijos de puta no entienden, no lo aprecian, lo único que hacen es buscar siempre el pelo en la sopa: que si me equivoqué en tal cosa, que si esto no fue suficiente, que si gané mucha plata. Claro que gané mucha plata: soy inteligente, soy necesaria, tengo poder, gané mucha plata. ¿Qué querían, que la donara a los desamparados? Él me lo decía siempre: nosotros necesitamos plata para hacer el bien, y nos la merecemos porque hacemos el bien, y vos dejá que los mediocres chillen. Ya van a ver cuando venga cualquiera de estos doctorcitos, ya me van a extrañar. Pero ahí va a ser tarde: a llorar a la iglesia. Y que van a llorar, van a llorar, y yo espero que mis carcajadas no se escuchen. O capaz que ya ni ganas de reírme me van a quedar, después de tantas injusticias.
No sé, ya no me quedan ganas. Hay días en que no me quedan ganas, que no sé adónde ir a rascarlas. Si él estuviera me diría dale piba no te hagás la boluda, dale para adelante. Pero él no está, nadie está, y yo no sé qué más hacer. La verdad, por primera vez no sé qué hacer. Pero tengo que hacer algo, porque lo cierto es que el estudio está lleno de deudas, perdemos cada vez más casos, hay clientes que se van, los socios junior conspiran para reventarme, lo extraño mucho a él, no tengo en quién confiar, voy a tener que despedir a un tercio de los empleados, la cosa no funciona. 
Si los abogados de la Barrick volvieran con la oferta del año pasado, les vendo todo y me encierro en la estancia. 
Pero ahora me parece que ya ni ellos quieren. 
La verdad, hay días que me da miedo pensar cómo va a terminar todo este baile.
Martín Caparrós - El País - Madrid - 24-Jun-2013

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