lunes, 8 de febrero de 2010

¿Por qué cobran los políticos?

ESCUCHO, súbitamente, lo impensado. En la voz de un alcalde de pueblo que se enfrenta a su partido.
La cosa iba de residuos nucleares, pero eso es lo de menos. Lo importante es la verdad elemental que dice:
- "¿Por qué habría de preocuparme que el partido me sancione? Yo no vivo de esto".
Por las mismas fechas, Regina Otaola decidía abandonar su cargo. Tampoco a ella la tentaba el sueldo. Ni los privilegios.
Pocos son tan decentes. Casi ninguno. Así es de triste.
Seamos justos. La corrupción política no es una particularidad española.

Es una determinación interna de las democracias.
Y como tal la afrontaron los primeros constructores del Estado constitucional moderno.
No era un exabrupto la fórmula célebre de Robespierre que fijaba dos únicos caminos para el tránsito del Viejo al Nuevo Régimen:
- "La corrupción o el terror";
- modelo inglés o bien modelo jacobino.
Se destruye un régimen periclitado,
- o aniquilando sus supervivencias, y a sus supervivientes, a eso se llamó en 1794 "terror",
- o bien comprándoselos, que es lo que hace la burguesía inglesa.
- No hay opción intermedia.
Y, una vez asentada, la democracia debe acotar sus propias tentaciones:
- La corrupción, la primera. Para eso se inventa la división y autonomía de los poderes. Para que nadie de quienes regulan los engranajes políticos quede a salvo de la amenaza punitiva de la ley.
Claro que «el hombre es un lobo para el hombre», conforme a la fórmula de la Asinaria de Plauto sobre la cual fundamenta Hobbes la teoría política moderna.
Pero "el lobo del lobo político" se llama juez. Sólo hay sociedad libre
- cuando el político se sabe tan amenazado por los jueces
- cuanto se sabe el ciudadano amenazado por el político.
- E igual de vulnerable.
Eso aquí no existe. Desde que los políticos son, por ley orgánica, jueces de los jueces
.
El abuso es la norma. Y el abuso es absoluto cuando logra hacerse invisible. Entonces, aun plantear lo más elemental suena estrafalario.
Vale la pena romper ese diabólico «sentido común» que impone como evidencias las más duras arbitrariedades.
El sueldo de los políticos -de los representantes políticos, para ser exactos- es el ejemplo extremo.
- No hablo ya del abuso monstruoso de ciertos complementos de ese sueldo.
- No hablo ya del insulto al precario pensionista que supone que un parlamentario adquiera derecho a jubilación máxima con siete años -siete- de ejercicio.
- Hablo de algo más elemental y, por ello, más silenciado.
- ¿Por qué debe cobrar un parlamentario sueldo alguno?
Representar

- no es un oficio;
- es un deber moral entre hombres libres.
- Al que cualquier sujeto digno debiera aspirar.
Del cual ningún sujeto libre debiera extraer un céntimo. Tampoco perderlo. Sea.
De otro modo, cortaríamos en seco la aspiración de los perjudicados. Pero eso no plantea problema técnico:
El Estado debiera
- garantizar a los representantes electos la continuidad de la media de ingresos percibidos en su privado oficio, conforme a su declaración de la renta de los últimos años; y
- cargar, además, con las dietas y gastos extraordinarios -religiosamente justificados- que el ejercicio del cargo genere.
- Y ni un céntimo más. Ni uno menos.
Todo el beneficio
que el representante debe obtener de su cargo es el honor de haber portado la voz de sus conciudadanos.

Cualquier mejora patrimonial de un electo durante sus años públicos debería ser tratada como el delito más vergonzoso en una democracia.
Vengo de una generación que ha visto naufragar todos sus sueños.

Las más de las veces, trocados en ásperas pesadillas.
El político profesional es la peor de todas ellas.

GABRIEL ALBIAC - "ABC" - Madrid - 8-2-2010

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