domingo, 2 de agosto de 2009

Cuando la democracia claudicó ante el totalitarismo

Y los nazis cautivaron el mundo que iban a devorar.
Adolf Hitler no quería organizar los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936. Pero Goebbels le convenció del gran valor propagandístico del acontecimiento.

Hitler no quería organizar los Juegos que Berlín le había ganado a Barcelona en 1931. Consideraba que eran poco útiles y demasiado internacionales.
Goebbels, sin embargo, le convenció del gran valor propagandístico que tenían y el Tercer Reich puso su mejor cara para seducir al mundo que estaba a punto de conquistar y someter.
Las voces a favor de un boicot fueron acalladas en Estados Unidos y Gran Bretaña.

- Las leyes raciales,
- el antisemitismo del régimen nazi,
- la quema de libros,
- el rearme y
- la ocupación de Renania, apenas cinco meses antes de la inauguración de los Juegos,
no fueron motivos suficientes y, el 1 de agosto de 1936,
- Adolf Hitler entró a pie en el estadio olímpico de Berlín, el más grande del mundo.
Ciento diez mil espectadores le saludaron, Richard Strauss dirigió la orquesta y un coro de 3.000 voces cantó "Deutschland über Alles".
La intensa y conflictiva relación entre la política y el deporte quedó así establecida
.
Los principios apolíticos del movimiento olímpico fueron definitivamente superados por la dinámica de una Alemania que entendió antes que nadie la fuerza del deporte para cohesionar al pueblo, "el volk", esa realidad histórica y biológica de la raza aria que los nazis, desde su acceso al poder en 1933, habían estado preparando para una guerra noble y liberadora.
Goebbels tuvo muy claro que los Juegos servirían para predisponer al pueblo alemán a los sacrificios del conflicto que estaba al caer:
- "El deporte alemán sólo tiene una misión: fortalecer el carácter del pueblo, dotándolo con el espíritu de lucha y la sólida camaradería necesaria en la pugna por su existencia".
El nacionalismo extremo
, surgido de
- la miseria y el hambre,
- la humillación sufrida tras la derrota en la Primera Guerra Mundial,
había encontrado en el estadio olímpico un espacio natural para seguir creciendo.
El gobierno español decidió no participar en estos juegos y organizó en Barcelona unos juegos alternativos. Seis mil atletas de 22 países, casi todos sindicalistas, estaban citados el 19 de julio de 1936 en el estadio de Montjuïcpara una ceremonia inaugural que fue abortada por el golpe de Franco y el inicio de la guerra civil. Que Franco contara con la complicidad alemana tampoco abrió los ojos a Washington, París y Londres.
La aversión a una nueva guerra mundial era demasiado fuerte. Querían creer que Hitler, al fin y al cabo, no iría más allá de Renania, tal vez los sudetes, falto como estaba de una maquinaria bélica capaz de un enfrentamiento serio.
No entendían que los nazis preparaban en el estadio olímpico de Berlín la apoteosis pagana de un nuevo orden totalitario. El estado dominaba todos los aspectos de la vida, y el individuo, despojado de su independencia, había sido reducido a una célula más del organismo vivo en el que se había convertido el Tercer Reich.
Avery Brundage, jefe del comité olímpico estadounidense, no lo veía así y logró imponer la participación en los Juegos con el argumento de que "la política no tiene cabida en el deporte".
El presidente Roosevelt le dio la razón. El lobby judío de "la preshoah" no tenía tanta fuerza como la tuvo después.
El antisemitismo y el racismo estaban tan extendidos en EE. UU. y Europa que la persecución nazi de judíos y gitanos, así como la eutanasia de los enfermos mentales, se relativizaban
.
Los afroamericanos denunciaron desde el primer momento la hipocresía del debate en torno al boicot. No entendían que el antisemitismo de Alemania pudiera ser un justificante para un país, Estados Unidos, que negaba a los descendientes de la esclavitud los derechos más fundamentales.
Jesse Owens, el gran triunfador de los Juegos, encontró en Berlín mucha más libertad que en el Cleveland de su infancia. Nadie le impidió la entrada a un local público y en los tranvías no encontró "asientos reservados a los negros".

Berlín se había convertido en una capital amable que recibía a los turistas con los brazos abiertos.
- Los mendigos y los gitanos habían sido detenidos y encerrados en campos de concentración.
- El de Dachau, por ejemplo, funcionaba desde 1933.
- Los letreros que atacaban a los judíos habían sido retirados.

Los visitantes incautos, y la mayoría lo eran, pensaban que las críticas a Hitler eran infundadas. Hasta el propio Owens habló bien del Führer. Es verdad que no lo saludó después de haber ganado una de sus medallas, pero no saludaba a nadie porque el Comité Olímpico Internacional le había pedido imparcialidad. O saludaba a todos los deportistas o no saludaba a ninguno.
Aún así, Owens recuerda que, al pasar frente al palco de autoridades, Hitler le envió un saludo y él se lo devolvió. "Hitler no me desairó - manifestó después-.Quien sí lo hizo fue el presidente Roosevelt, que ni siquiera me envió un telegrama".
El público, que el día de la inauguración había recibido a los equipos de Estados Unidos y Gran Bretaña con mucha frialdad, acabó adorando a Owens, sobre todo a partir de la amistad que, sobre el mismo tartán, forjó con el atleta alemán Luz Long, medalla de plata en salto de longitud.
Owens, con dos saltos nulos a cuestas, se arriesgaba a quedar eliminado si fallaba el tercero. Long le propuso, entonces, que acortara la carrera, Owens le hizo caso y acabó ganando el oro.
Long fue el primero en felicitarle y las fotografías de ese abrazo demuestran que el deporte, aún en los escenarios más rígidos de la propaganda política, conserva la fuerza suficiente para imponer su mesianismo. "Demostró una gran valentía al aconsejarme delante de Hitler - reconoció luego Owens-.Podría fundir todas las copas y medallas que he ganado y no igualarían la amistad de 24 quilates que en ese momento sentí por él".
Luz Long murió diez años después en el frente de Sicilia, mientras Owens se ganaba la vida en casa como un bufón que corría contra los caballos.
Hitler, sin duda, habría encontrado en este giro de la fortuna una prueba de que "la pérdida de la pureza de la sangre destruye la felicidad interior, rebaja al hombre para siempre y sus consecuencias corporales y morales son imborrables". Fue sobre esta confianza delirante en su cita con la historia que Hitler, una vez apagada la llama olímpica, bombardeó España, anexionó Austria y Checoslovaquia, y el 1 de septiembre de 1939 invadió Polonia en lo que fue el inicio de la II Guerra Mundial.
Setenta años después permanece el recuerdo de los equipos de Francia y Canadá entrando en el estadio olímpico de Berlín con el brazo en alto, un saludo calcado al nazi que les valió una gran ovación.
Fue un ejemplo más de la democracia claudicando ante el totalitarismo.
Xavier Mas de Xaxás - "La Vanguardia" - Barcelona - 2-Ago-2009

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