lunes, 9 de febrero de 2009

Crítica: "Días Mejores" - Alex Rígola y Tommy Pozzi

Rigola ha tenido días mejores
Una devastadora crisis económica impulsa a varios jóvenes en paro a cometer actos de rebelión y vandalismo. Àlex Rigola dirige una comedia negra sobre los modelos caducos de una sociedad y la búsqueda de nuevas metas.

Discúlpenme el chiste del título: es para estar a tono, porque los de Días mejores tampoco son la monda. Días mejores (Better Days), de Richard Dresser, es el nuevo espectáculo de Àlex Rigola. Coproducción a cuatro bandas: Lliure, Teatro de la Abadía, Temporada Alta y CAER de Reus.
Se estrenó en Girona, se está dando en el Lliure, hasta el 18, y a partir del 22 recala en Madrid.
En 1991 se presentó en Primary Stages, el equivalente neoyorquino del Royal Court. Críticas discretitas tirando a malas.
En la Schaubühne de Berlín la repescaron en 2002. Desconozco el original.
No sé si el texto del Lliure (en traducción de Ignacio García May) ha sido aligerado, pero lo visto me parece muy poca comedia, con tramas escuálidas, pantanosas, y un cierto aroma a sopa recalentada: un poco de Kopit, un poco de Orton, un poco de Shepard, un poco de John Guare, y una mano torpona a la hora de revolver el guiso.
Si esos autores les suenan lejanos, hay tropecientas series inglesas de humor cafre que dejan a Días mejores al nivel del balbuceo: Young Ones, Bottom, Spaced, This is England. Y entre nosotros, Muchachada Nui.
Ése es, para mi gusto, el tono que debería tener la función: entre el primer Ben Elton y Joaquín Reyes. Hará ocho años, Rigola dirigió otra pieza de Dresser, Un golpe bajo (Below the belt), infinitamente mejor resuelta. Quizá porque era una comedia paranoica pero naturalista, en la línea de American Buffalo, y Días mejores es un intento de comedia negra preapocalíptica, que requiere otro tipo de modulación y de talento. A Rigola también le va, pienso yo, un estilo de comedia más anclado en lo real, en el dibujo psicológico: da fe de ello su extraordinaria segunda parte de Rock'n'roll, por ejemplo.
La acción de Días mejores transcurre en Lowell, Massachusetts, durante una crisis salvaje. Fábricas cerradas, jaurías de perros por las calles, saqueos de supermercados, coches ardiendo, ni un dólar en los bolsillos. Ray (Marc Rodríguez) y su colega Arnie (Lino Ferreira), obreros en paro, tienen la capacidad mental de Beavis y Butthead.
Phil (Ernesto Arias), un falso abogado, vende artículos de limpieza a punta de pistola.
Crystal (Irene Escolar), su amante, es una adolescente colgadísima, obsesionada por el sexo.
Faye (Cristina Otero), esposa de Ray, es una boba seráfica, pero, con todo, la más pragmática del quinteto, empecinada en salir adelante de tan catastrófica situación. Casi nada de lo que hacen o dicen tiene, para mí, un excesivo interés. Ray cree escuchar voces a través de un casco con antena y quiere fundar una secta como podría dedicarse a herrar mosquitos. Cuando un autor sitúa a sus personajes en la idiocia o en la frontera del disparate, sólo puede atraparnos con una gran dosis de convicción: sus locuras, que jamás perciben como tales, han de ser de vital importancia para ellos. (Departamento de Comparaciones Odiosas: La omisión de la familia Coleman, de Claudio Tolcachir).
Los actores han de arrastrarnos, en una palabra, al epicentro de su lógica, y esto no sucede en el equipo de Días mejores. Sirven trabajos dignos, esforzados, con ocasionales buenos momentos, pero la dirección de Rigola es cansina, previsible, y confunde el ritmo con el barullo. Falta chispa, falta sorpresa, faltan vueltas de tuerca a la mayoría de las réplicas.
Te dices: "Debería estar riéndome. ¿Por qué no me río? Peor: ¿por qué no me lo creo?". Casi todo suena a imitación, a impostación, como los chavales que dicen ese "puto" cada dos frases que sólo suena bien en inglés.
Con una excepción descomunal: el actor argentino Tomás Pozzi interpretando a Bill, un mafioso pirado que parece la versión suburbial de Paul Williams en "El fantasma del paraíso".
Obsesionado en quemar media ciudad para sacar tajada de las indemnizaciones, Bill es la mejor creación de Dresser: un personaje de tebeo, desmesurado, explosivo, pero con un motor muy poderoso.
Pozzi, rebosante de energía malévola y estupendamente guiado por Rigola, escupe su furia línea a línea, gesto a gesto, creando una constante sensación de peligro.

Sólo pasan cosas cuando Bill / Pozzi está en escena. Naturalmente, se lleva la función.

En la última parte, Dresser intenta ponerse trascendente. La búsqueda de la espiritualidad cuando las estructuras capitalistas han caído, blablablá. Las masas buscan a un mesías, blablablá. Tampoco hay quien se crea a un sosísimo Marc Rodríguez, presunto elegido para comandar la Iglesia de la Divina Garantía, que recita sus soliloquios visionarios como quien lee el prospecto de un antitusígeno.
Aparte del aburrimiento, hay dos cosicas que me molestan de este espectáculo. Cosas de las que nunca se habla, porque todos vamos con prisa y somos muy modernos. Los disparos en escena, por ejemplo. En Inglaterra advierten: "Esta obra contiene luces estroboscópicas", por los epilépticos. "Y disparos", porque son un verdadero coñazo.
Única ventaja: te despiertan. Es que crean tensión, dicen. Hombre, y descuartizar a un caniche en directo. Yo conté unos quince disparos. Son muchos. Buñuel se quedó sordo por uno solo, en el comedor de su casa. Ahí dejo el dato.
Segunda cosa: la paja en el ojo ajeno. Irene Escolar, nieta de Irene Gutiérrez Caba, se masturba, perniabierta, en un sofá. En primerísimo término. También ignoro si eso estaba en la obra original. Me parece tan ajeno a la función, tan añadido, como lo de pegar tiros: una forma espuria de llamar la atención del público.
No sólo me parece machista: me parece denigrante. Por una razón muy sencilla. Si lo hace un tío, casi siempre es paródico. Y rapidito. Si lo hace una mujer, curiosamente, suele haber demora, recochineo: imposible no pensar que están intentando excitar al personal.
A las pruebas me remito: Arnie se la casca al fondo, de espaldas al público. No es que me muera de ganas de ver a Lino Ferreira dándole al manubrio, pero todavía me gusta menos ver a una joven actriz haciéndose una paja a dos metros del público. No sé lo que opinará Irene Escolar. Igual no tiene ningún problema y son puñeterías de mi avanzada edad. -
Marcos Ordónez - "El País" - Madrid - 17-Ene-2009

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