miércoles, 11 de febrero de 2009

La corrupción o el terror

DESARBOLADOS ya nación y Estado por la tempestad del año 1794, Maximilien Robespierre lanza, en una elipsis que hará fortuna, el envite político de la nueva era:
- o corrupción
- o terror.

La disyuntiva se llevará por delante a lo mejor de una generación en la cual Chateaubriand veía la más alta concentración de inteligencia de la historia humana.
Cuando Benjamin Constant hace balance de esos meses glaciales, la perennidad del tópico lo sobrecoge. Como si, al contraponer a la corrupción el terror, algo hubiera quebrado la integridad moral del hombre moderno.
Apunta entonces Constant cómo esa disyuntiva miente: al cabo,

- la corrupción es la forma sosegada del terror, su curso normalizado e invisible, ese que apenas habla en un susurro.
Corrupción y terror son, desde ese final del siglo XVIII, potencias constituyentes. Cada una de ellas se ofrece al ciudadano para salvarlo de la otra. Y cada una se asigna a sí misma la función de mal menor frente a su opuesta. Y las dos se apuntalan una en otra, y son, al fin, perspectivas de lo mismo.
Imágenes, ayer, en la primera de todos los periódicos. Una furgoneta que vuela en pedazos. Toneladas de muerte que, por eficacia y fortuna, no dieron esta vez con su objetivo: el óptimo que, para un terrorista, es esta nadería frágil, el cuerpo de un hombre, su vida, el irreversible desanudarse la maraña de deseos, sueños y temores a la cual llamamos un hombre. Asesinos.
Otras imágenes de ayer: rostros de gentes complacidas tras la coraza de sus trajes caros; pléyade de los parásitos que tejen redes de protección externa a los partidos. Corruptos. Miran con la arrogancia de aquellos que se saben en el secreto. Que ni siquiera es un secreto, aunque tan pocas veces nos sintamos con ánimo para decirlo: ingresos y gastos no casan jamás en las cuentas de los partidos. No sólo en España.
Recuerdo las palabras del antaño omnipotente Director General de la petrolera francesa "Elf", ante los jueces: "Empezamos teniendo a sueldo al ala derecha del Parlamento. Luego el presidente Mitterrand me llamó: ¿por qué sólo a ellos? Yo entendí; hice cuentas; no era tan caro. Adquirimos todo el Parlamento. Y las cosas rodaron por sí solas".
Pasados entusiasmos e ingenuidades primerizas, la transición española supo eso. Lo puso en práctica. Nada volvería a ser igual en este país después del GAL y de Filesa. Porque GAL y Filesa no eran cosas distintas. Sólo pasajes de una misma partitura, que a los jóvenes gobernantes españoles les venía de dos altos magisterios: el de aquel gran patrón de la corrupción en Italia que fuera Bettino Craxi y el del venezolano CAP del «plata o bala».
La lógica era difícil de desarmar: mejor pagar en metálico que en cuerpo presente; la corrupción sería la opción menos horrible en un mundo tan sin cura horrible como el nuestro. Pero los corruptos mataban. Pero los matarifes ingresaban en recónditas cuentas su dinero negro. Y era dulce decir que nada sucedía. Y hacer caer sobre los aguafiestas el difuso terror -que es monopolio de todo Estado- a ser cívicamente aniquilados.
Todo en España está codificado para que la corrupción funcione con el automatismo de un bello reloj suizo
.
- ¿Qué fracción del dinero que los Bancos prestan a los partidos es devuelta y bajo qué condiciones?
- ¿Qué porcentaje de los beneficios derivados para las constructoras de esas recalificaciones de suelo que la Constitución pone en manos municipales acaba en las cuentas de quienes las deciden?
- ¿Cuál garantía de transparencia permite al ciudadano saber dónde y cómo gastan quienes se dicen representantes suyos su dinero?
Todos sabemos bien que no hay respuesta.

GABRIEL ALBIAC - "ABC" - Madrid - 11-Feb-2009

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