viernes, 1 de mayo de 2009

Guerra en Afganistán: "Odio mi vida, quiero morir"


“Hay que mantener la moral alta, venimos para doce meses y para muchos es la segunda o tercera misión aquí o en Irak. No es fácil”.

El Capitán Wilson tiene una doble vida en Afganistán. Una en la base de Mehtarlam, capital de la provincia de Laghman, y otra, “la que realmente me hace sentirme sobre el terreno”, en la pequeña base avanzada de operaciones de Nayil, en lo alto de una montaña.
Los 50.000 militares estadounidenses se reparten en decenas de bases a lo largo del país que van desde las auténticas ciudades que se han levantado en Kabul, Bagram o Kandahar, con todo tipo de facilidades y una buena calidad de vida, hasta los pequeños puestos de control en zonas remotas con unas condiciones de vida y seguridad complicadas.
Infantería, Marines, Guardia Nacional y Aviación trabajan juntos y poco a poco van incorporando a las fuerzas afganas a unas bases en las que las banderas de los dos países se izan en los principales accesos. “Tenemos demasiada gente en la administración y poca sobre el terreno”, es una de las principales quejas de los enviados a la primera línea que se pasan las semanas a base de perritos calientes, mazorcas de maíz cocidas y sopas de sobre, alejados de los comedores abiertos las veinticuatro horas, atendidos y bien surtidos por la omnipresente compañía KBR (Kellogg Brown & Root), filial de Hallyburton, que se encarga además de la limpieza, ampliación de bases y, habitualmente, del transporte de tropas. Sus trabajadores, con gorra negra y cinta roja al cuello, son otro auténtico ejército multinacional desplegado en Afganistán.
Los más jóvenes matan el mono por la falta de acción en el gimnasio, jugando partidos de voleibol, en la sala de ordenadores o corriendo entre los muros y sacos terreros que convierten cada campamento en una especie de búnker. “¡No fun, man!” (¡Nada de divertimento!), es la frase más repetida cada vez que definen la falta de acción en algunas provincias del país.
En una guerra asimétrica como esta, en la que la mayor parte de bajas se producen a causa de los artefactos caseros improvisados, “muchos militares vuelven a sus casas sin haberse enfrentado a un enemigo visible y esto es motivo de ansiedad”, destaca un veterano reservista con varias misiones a sus espaldas.

Una estrella más
Cada base es una especie de pequeña estrella que se podría sumar a la bandera nacional. Las televisiones emiten en directo los canales americanos –estos días el desayuno está marcado por los play-off de la NBA-, hay repartidos buzones de US Postal, banderas nacionales en cada oficina y en los restaurantes no faltan las salsas, cremas, bebidas y productos que se consumen en Estados Unidos. De donde también se ha importado la cultura de ‘take-away’ que hace que muchos soldados cojan sus menús en bandejas y se vayan a sus cuartos a disfrutarlos pegados a sus Ipods.
En las bases más grandes, cuentan con la presencia de cadenas como Pizza Hut o Burger King. “Mucha gente la única sensación que tiene de que esto es Afganistan es cuando se encuentran con los trabajadores locales subcontratados para tareas de limpieza o construcción”, comenta en tono jocoso un miembro de la fuerza de reacción rápida en Mehtarlam.
Mientras los DVD portátiles son los reyes en los barracones y tiendas de campaña, el canal de televisión del Pentágono preside comedores, gimnasios, salas de espera y demás espacios comunes.
El Departamento de Defensa usa los espacios publicitarios para prevenir agresiones sexuales (“¡Soy fuerte!”) o suicidios (“¿Tienes problemas? Somos tu familia”) y para seguir pidiendo que los jóvenes se alisten o se reenganchen en las misiones abiertas, o para ofrecer la posibilidad de trabajar en las bases europeas de Estados Unidos.
Los carteles sobre el "acoso sexual" en las puertas de los comedores y servicios muestran la envergadura de un problema contra el que el Pentágono ha lanzado una nueva campaña para intentar reducir unos casos que en 2008 superaron en un 4% a los del ejercicio anterior, según los datos oficiales.
La respuesta a estos mensajes oficiales se puede leer en las paredes de los servicios, la madera de las literas o en las cubiertas de los libretos de autoayuda contra el estrés postraumático. “¡Odio mi vida, quiero morir!” es el lema que abre el que ha caído en manos de este enviado especial. Paso sus páginas mientras el zumbido permanente del aire acondicionado se confunde con el sonido inconfundible de la aproximación de un helicóptero. Es la hora de volver a la vida civil después de una semana empotrado.
MIKEL AYESTARAN - MEHTARLAM - "ABC" - Madrid - 1-May-2009

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