viernes, 17 de enero de 2014

Piratas del muelle


Cuento marinero para navegar con la imaginación.
 ¡Sentenciado estoy a muerte!
Yo me río, no me abandone la suerte, y al mismo
que me condena colgaré de alguna entena
Quizá en su propio navío.

José de Espronceda - La canción del pirata

Este es mi último viaje como Capitán de la goleta escuela de grumetes Cabo de Hornos, y es mi destino que al llegar al puerto de la Boca deba retirarme de la actividad del mar.
Al igual que los viejos navíos, deberé amarrar a muelle en forma permanente en el Puerto de Buenos Aires, viendo transcurrir el tiempo hasta que Dios me llame. Desde ese lugar veré zarpar barcos, pero tripularlos, ya nunca jamás. Por eso quiero contarle a la infinidad de jóvenes marinos con los cuales he navegado en estos últimos tiempos a bordo del buque Escuela, lo que viví cuando yo era como ellos y soñaba con llegar a Capitán o Comodoro de una flota mercante. Esta historia fue hace veinticinco años y ocurrió en Estados Unidos de Norteamérica.
El velero Samuel Martín con matrícula de Buenos Aires y bandera argentina arribó a la boca de la Bahía de Chesapeake, costa este de los Estados Unidos, el 2 de enero de 1855.
Era una bricbarca que en lenguaje marinero define a un velero de tres palos (trinquete, mayor y mesana), los dos primeros aparejados con velas cuadras al estilo de un bergantín, y el resto de velas cuchillas como una goleta que le permiten navegar con viento de proa.
Transportaba trescientas toneladas de guano, parte de la carga de la barca noruega Britannia, que procedente de Perú se encontraba confinada en Montevideo por las autoridades uruguayas.
Dicha carga había sido originalmente comprada por la firma Felipe Barreda & Hermano, importadores exclusivos de guano peruano en los Estados Unidos y luego recuperada de las actuaciones aduaneras uruguayas.
Nuestro barco, lo defino así porque me desempeñaba como primer oficial de la bricbarca, transportaba además del guano una encomienda de carácter confidencial cuyo somero conocimiento de contenido estaba restringido al capitán y a mí. Habíamos zarpado 10 de octubre de 1854 del Puerto de Montevideo con destino Baltimore.
Llegado a este punto y para mejor comprensión de los hechos por parte de quienes se interesen por este relato quiero describirles la nave.
Había sido construida en un astillero noruego con una cubierta superior corrida, es decir una cubierta que va a todo lo largo, de proa a popa y cercada por una regala segura que coronaba la borda, típica construcción nórdica .
A la altura del palo trinquete, el primer palo empezando de proa, se encontraba el acceso al sollado donde dormía la marinería. Estaba mal ventilado por un cataviento que luchaba con los olores de ese dormitorio, y más a proa, en el castillete se afirmaba el cabrestante de ancla, el pañol de velas y pañol del contramaestre. A la altura del palo mayor, el segundo palo y el más alto, emergía de la cubierta la cocina con su típica chimenea negra de baja altura para no estorbar la maniobra de velas. La cocina estaba defendida de las olas que barrían la cubierta en navegación, por una brazola alta que la hacía casi estanca. Contiguo se encontraba el pañol de víveres y la fiambrera, lugar de acopio de la verdura
Éste era el territorio exclusivo del cocinero, un oriental que nos había tenido a maltratar con la repetición de sus platos en navegación, pero que sustituía su poca capacidad profesional con un gran espíritu de barco y sacrificio.
En popa a la altura del mesana (tercer palo) estaba la carroza de acceso a la cámara de oficiales y un segundo pañol de velas.
Bajo cubierta estaba el corazón del barco, el cuarto de derrota.
Aquí era donde se estudiaban las cartas de navegación, los derroteros los libros de faros y señales y donde se hacían los cálculos astronómicos. Este cuarto contaba con doble acceso, uno desde la cubierta y el otro desde la cámara de oficiales.
Además del instrumental, en el mismo cuarto de derrota había una cama cucheta para exclusivo uso del capitán, que le permitía estar cerca del gobierno del barco en los momentos críticos.
También se encontraba la caja fuerte con la documentación de la nave y el dinero para afrontar los gastos en caso de tener necesidad de recalar en algún puerto intermedio donde no hubiera una agencia marítima que nos asistiera
En nuestro caso en particular también se guardaba el encargo que el armador Samuel Toledano nos había encomendado entregar al llegar a Nueva York , ésta era la causa principal de la expedición marítima .
Una vez arribados a Baltimore debíamos viajar a Nueva York con el fin de entregar el cofre que había sido puesto a nuestro cuidado
Sabíamos que el mismo guardaba un importante valor en libras esterlinas y documentación para un estudio de abogados, la cual era absolutamente secreta, que el armador nos pidió preservar con nuestra vida de ser necesario. La caja tenía una inscripción latina que decía OMNIA.
El capitán o el viejo como lo llamábamos a bordo, era John Schmid, un hombre duro como todos los capitanes de esa época, que eran omnipotentes.
En el caso particular de Schmid sin lugar a duda era un excelente profesional y gran ser humano. Había alcanzado el grado de Master en la marina mercante estadounidense lo cual en español se traduciría como Comodoro, grado con el que se premia a los capitanes que se destacan.
Muchas veces sus actitudes podían pasar por arbitrarias, pero era el estilo de la vida a bordo de los barcos a vela, el Capitán de un velero era la autoridad máxima, el capitán era el barco, y como tal debía ser respetado y obedecido.
Yo comencé como grumete a sus órdenes y fui ascendiendo en primer lugar a marinero, luego a timonel, finalmente fui nombrado por el viejo como segundo oficial y esta última designación que me honraba de primer oficial de la Samuel Martín .
Pero este tipo de ascensos y carrera vertiginosa únicamente podía ocurrir bajo bandera argentina, dado que la marinería mercante norteamericana se gobernaba por reglas muy estrictas en cuanto a la capacitación de la gente de mar y el régimen de ascenso.
Por esa razón yo viajaba a completar mis estudios náuticos, trabajar en un astillero de Nueva York para conocer el arte de la carpintería de ribera e ir rindiendo los exámenes que estaban pendientes para habilitar mi título en cualquier barco de bandera estadounidense o americana.
También entre mis objetivos estaba el conocer la técnica de los elementos mecánicos, desde los más pequeños que mueven los relojes de bitácora, hasta los que impulsan los artefactos navales a través de la generación de vapor, por los ríos.
Otro de los personajes que nos acompañaba a bordo era un aborigen patagónico de nombre Sam que se desempeñaba de ayudante permanente mío y camarero de oficiales.
Pertenecía a la tribu Aoniken y había adoptado la actitud de seguirnos fielmente desde que salvamos a su tribu de un ataque de los indios mapuches cerca de nuestra base en la desembocadura del Río Santa Cruz.
Su verdadero nombre era Chochieg, medía un metro ochenta, fuerte y robusto, hijo de Casimiro Osuna y de la india Yas ksheh. Adoptó el nombre de Sam para su convivencia con nosotros, ya que nos dificultaba llamarlo por su nombre nativo. Su padre Casimiro lo dejó a nuestro cuidado con el interés de que se hiciera marino, los Aoniken no eran navegantes como los yamanas y otras tribus canoeras, y quería que aprendiera el duro oficio de marino.
Pero el responsable de este viaje era Samuel Toledano armador de la bricbarca Samuel Martín, destacado agente marítimo del Puerto de Montevideo, con contactos internacionales muy fuertes.
Hay que tener que en cuenta que en Montevideo principal puerto uruguayo y del Rio de la Plata, proliferaban las agencias marítimas atendiendo líneas navieras de diversas banderas: españolas, francesas, alemanas, italianas, suecas, noruegas, danesas y holandesas…
Las agencias marítimas además de prestar un servicio al barco de aprovisionamiento, gestión de puerto, rol de tripulación, eran también bróker de cargas, transporte de pasajeros y correo.
Este armador, importante hombre de negocios, era un argentino descendiente de argelinos. Su familia se radicó en ese importante puerto del Mediterráneo con la llegada de numerosos moriscos granadinos, expulsados por los Reyes Católicos de España, y posteriormente con la llegada de los franceses a la ahora Alger la familia fortaleció sus vínculos comerciales y apoyó la evolución de los Toledano en el Río de la Plata.
Samuel fundó una sociedad acopiadora de productos ganaderos e importadora de insumos para el agro y la incipiente industria rioplatense.
Pionero textil, gozaba del orgullo de haber vestido a varios de los ejércitos libertadores de Sudamérica, proveyéndoles uniformes y material de campaña.
Hombre de gran fe y religiosidad, profesaba el culto protestante. En Montevideo en 1845, construyó el Templo anglicano dedicado a la Santísima Trinidad, donde se realizaban los ritos religiosos.
Afortunado comerciante, su más productiva e importante inversión había sido la compra de tierras públicas en la península de Punta del Este, a pocos kilómetros del pueblo de Maldonado y un derecho otorgado por la corona británica para la exclusiva explotación de la Isla Soledad en el archipiélago de las Malvinas.
Nuestro destino (el de John Schmid, el de Sam y el mío), se había cruzado con el de Samuel Toledano en Montevideo, mientras buscábamos barco para navegar a Norteamérica.
Nos ofertó tripular la Samuel Martin, -que acababa de comprar a un irlandés- con el fin de trasladar guano a Baltimore. Una vez en Baltimore, allí entregaríamos la carga y buscaríamos una tripulación que llevara el barco de regreso a Montevideo.
Esa era la historia por la cual estábamos navegando por la Bahía de Chesapeake con destino al segundo puerto de importancia norteamericano, aprovechando viento fresco del Sudoeste.
Pero regresando a nuestra navegación de ese dos de enero, les cuento que durante el día continuamos navegando por la Bahía que estaba protegida de todo tipo de inclemencias, hasta que al atardecer pasábamos al través del puerto de Annapolis estado de Maryland sede de la Academia Naval de Estados Unidos, siempre con rumbo norte en busca de la bahía de Baltimore.
Esta ciudad era conocida como la ciudad monumental por el gran desarrollo que había tenido desde la guerra anglo norteamericana de 1812. La población había crecido rápidamente desde esa fecha y era el segundo puerto en importancia en la costa Este. La construcción de la Carretera Nacional con fondos federales y el Ferrocarril de Baltimore & Ohio (B&O) hizo de esta ciudad un centro importante industrial y de transporte mediante la conexión de la ciudad con los principales mercados en el Medio Oeste.
Mientras tanto nuestro barco pasaba el Cabo Santa Clara, cruzamos la isla de Gibson y fondeamos ya entrada la noche en la rada de acceso a la espera de práctico para la entrada a Puerto.
Con las primeras horas del día arribó el práctico, con una vestimenta muy particular que le hacía parecer más un caballero de salón de tertulias que un marino.
Junto al práctico embarcaron el médico de fronteras y personal de aduanas.
El médico mandó a formar la tripulación en la cubierta principal y nos inspeccionó rápida y negligentemente, utilizando el rol de zarpada del barco para listarnos Mientras tanto el personal de la aduana cotejaba la carga con el manifiesto de carga, aunque esta maniobra no duró mucho tiempo.
Al abrir la escotilla y correr los cuarteles de bodega para verificar lo que transportábamos, el intenso olor del guano finalizó cualquier otra maniobra de control y dieron por buena la declaración del puerto de zarpada.
Habiendo cumplido con el ritual portuario, no habiendo enfermos a bordo, polizones ni aparente contrabando nos autorizaron a tomar puerto asignándonos el muelle 7 cerca de la Boston y St. Clinton Street.
Esa madrugada del tres de enero amanece con nuestro barco fondeado a la espera de condiciones favorables de viento y marea, las cuales se estaban dando en ese temprano horario favorecido por la brisa del sudoeste que nos permitía usar todo el velamen y la incidencia de la corriente de marea que era nula.
Luego de algunos silbatos a puro pulmón de llamado del contramaestre en la puerta del sollado y aledaño a la cocina, toda la tripulación se preparó para la zarpada, Los más lentos se encontraban en ayunas dado que no había tiempo para aprovechar el café caliente y los bollos del cocinero y trataban de sacar fuerza del aire corriendo hacia el al cabrestante a virar el ancla, con el esfuerzo de la tracción a sangre para removerla del fondo.
Cuando el contramaestre gritó “ancla a la pendura” largamos todo el velamen aferrado y el velero empezó a navegar gallardo.
Para evitar tomar mucha arrancada que pusiera en peligro la maniobra , el práctico nos había hecho pasar un largo de remolque por proa hacia una ballenera con propulsión a vapor y otro hacia popa , para aguantar la arrancada lógica de la inercia provocada por el movimiento y la acción de las velas, a otro remolcador similar al primero.
Al llegar a este punto quiero comentar cómo me asombró el uso del vapor que hacían estos marinos, servía para propulsarse, para mover los cabrestantes y para las maniobras de velas, todo pronosticaba la revolución que sería la navegación a vapor cuando se pudiera economizar el consumo de carbón. Navegábamos muy cerca de la costa y por nuestra banda era un continuo pasar de veleros y vapores, los cuales nos saludaban con pitadas sonoras, algo casi desconocido para nosotros hombres de vela.
John Schmidt se había vestido con su uniforme de capitán mercante y saludaba con la gorra a quien se cruzara. Vivíamos un ambiente festivo después de tanta navegación.
Pero no todo era apacible, agradable y perfecto, tuvimos la primera sorpresa cuando empezaron a acercarse a nosotros lanchas pequeñas que con tripulantes de aspecto temible abordaron el barco y se paseaban por la cubierta como si fueran dueños del mismo. El práctico nos advirtió del peligro que representaban los que habían embarcado sin pedir permiso alguno, pero con la vista gorda de los patrones de remolcadores.
De golpe era como si hubiéramos embestido un banco de cangrejos y estos reaccionaran inundando el barco.
Cumpliendo el mandato del Capitán ordené cerrar todo con llave y vigilar la puerta de sollados y camarotes, pero los intrusos divididos en dos grupos ya se zambullían en el sollado de la tripulación llevando bebidas alcohólicas mientras otro grupo se acercaba a popa a parlamentar con nosotros presuntas ventas de objetos inexistentes.
La verdadera intención era robarnos lo que pudieran, pero lo más grave era su intención de robarnos los tripulantes, el bien más preciado en un velero.
Nos habían abordado las dos peores calañas que merodean mares y puertos, los crimps y los piratas de muelle.
Los crimps repartían bebidas entre los tripulantes y soliviantaban a los marineros para que abandonaran el barco con rumbo a sus pensiones como la Swain’s Castle donde después de drogados terminaban a bordo de algún despótico barco de diversas banderas. En cambio para los piratas de muelle, o como los denominan en Nueva York los piratas de río, su único objetivo era el robo.
Con la ayuda de Sam y del contramaestre William, pudimos hacerlos desalojar el barco, no sin gran esfuerzo físico y unos buenos golpes de cabilla como para ir ablandando sus mentes enfermas. .
Ante la seña que me hizo el viejo, corrí escaleras abajo al cuarto de derrota, a ver si habían violentado la caja fuerte, pero afortunadamente esto no había ocurrido.
De todos modos el mal ya estaba hecho.
Desconocíamos todo lo qué habían podido robar. Y en cuanto a la actitud de nuestros marineros nos enteraríamos de cuántos iban a desertar cuando tomáramos muelle.
El práctico nos comentó que con la inmigración y el crecimiento de los puertos marítimos del país la situación se había ido agravando y que casi todos los barcos sufrían el acoso de estas ratas de puerto.
Esta era la recepción que nos deparaba la civilización. Nunca me había ocurrido algo igual en los puertos y bahías que había visitado en América del Sur.
Tan peligrosos como los crimps eran los piratas de muelle, que en algunos casos como sucedía en el puerto de Nueva York, constituían verdaderas bandas organizadas, como la de “daybreak boys” que se habían tornado en un terrible problema para el puerto principal de América.
La existencia de estas bandas descansaba en gran medida en la corrupción de las fuerzas de seguridad y en la protección que recibían de los políticos. Como la policía marítima, que hacía la vista gorda la mayoría de veces a cambio de parte del botín
En Baltimore se replicaba el caso de Nueva York, así que debíamos estar muy atentos y dormir con un solo ojo sin descuidar las guardias.
Afortunadamente la maniobra de atraque a muelle y virada del barco fue sencilla, salvo que al cargar las velas para parar la arrancada, corrimos grave riesgo de que se nos cayera algún gaviero de los palos por efecto del alcohol que les habían suministrado los crimps.
Es característico de los marineros del norte emborracharse al llegar a puerto e iniciar peleas, pero lo nuestro había sido prematuro y temíamos que la tripulación abandonara el barco ni bien atracáramos, dejándonos solos en su el cuidado del mismo.
Lo único favorable era que la paga recién se realizaría cuando llegara el agente marítimo a bordo con los fondos necesarios, eso tranquilizó a la tripulación, y evitó el inmediato abandono.
Al atracarnos al muelle, una cuadrilla de estibadores y capataces apareció en cubierta corriendo a los pañoles a buscar los elementos para armar sus maniobras de descarga. Digo corriendo porque la productividad para ellos era moneda de oro y cobraban en relación de las descargas por día.
También habíamos sido prevenidos del peligro de robo con estas cuadrillas a bordo, pero evidentemente mas allá de su catadura moral, el trabajo lo conocían a la perfección.
Mientras tanto nuestra tripulación que estaba a un paso de la sublevación a medida que el nivel etílico subía, no colaboraba, aunque afortunadamente la estiba nada necesitaba para realizar su trabajo. Algunos peones corrían los encerrados de lona, apartaban las maderas de los cuarteles que cubrían la tapa de bodega, mientras otros subían a la arboladura con los aparejos para armar la maniobra de descarga usando nuestros propios palos para sus improvisados guinches.
Así se inició la descarga del guano en bolsas, ni bien llegamos.
Nuestros marineros, mientras tanto, seguían de brazos cruzados haciendo cumplir el contrato que es de “la zarpada, hasta el amarre de cabos”. Nada los haría cambiar y para nosotros que ya teníamos sereno a bordo, poco nos importaba la suerte de estos pobres desgraciados, que esa noche en la taberna, con el dinero del viaje serian desplumados por las prostitutas y las ratas de puerto, amén de los que cayeran presos de los crimps y amanecieran en un clíper con nombre cambiado y tres o cuatro meses de mar por delante. Si el destino era un ballenero pasarían más de dos años en el agua. Así de dura era la vida de los marinos y quienes no fueran cuidadosos de su libertad, recién abandonarían la cubierta de los barcos cuando dejaran este mundo.
La gente de mar en el sur no tenía tanta complicación porque las tentaciones eran menores, pero de vez en cuando tanto en Montevideo, Buenos Aires, Valparaíso o Lima, sufrían la leva de estos seres abominables.
Mientras la descarga se iba acelerando y los tripulantes en la puerta del sollado esperaban la llegada del dinero, fuimos preparando nuestro plan con el Capitán y Sam.
Permaneceríamos a bordo hasta la finalización de la descarga, conseguiríamos nueva tripulación, enviaríamos el barco de regreso a Montevideo y luego viajaríamos a Nueva York a entregar la encomienda que Samuel T. nos había encargado.
Decidimos que mientras estuviéramos en el barco en el muelle de Baltimore por seguridad el viejo dormiría en el cuarto de derrota en su cucheta, vigilante de la caja fuerte, mientras el contramaestre, Sam y yo lo haríamos en la timonera, atentos a lo que pudiera ocurrir.
Debo reconocer que el cocinero se mantuvo fiel al comando del barco y no intervino en ningún desmán, protegió la cocina y los víveres y ahora dormía en ella actuando como guardián.
La primera noche no ocurrió nada, al otro día temprano se volvió a armar la mano de descarga y seguía viajando el guano de la bodega a los carretones en el costado del muelle. Aprovechamos después de desayunar para ir a tierra, presentarnos a la agencia marítima y procurarnos para un par de semanas adelante un medio de transporte para los tres a Nueva York. Ese medio de transporte resultó ser el ferrocarril B&O, primer ferrocarril en los Estados Unidos.
Para nosotros todo esto era una aventura, que unida a los secreto de la entrega nos provocaba una importante ansiedad por finalizar el viaje.
Esa noche regresamos a nuestros puestos de guardia. Tal como lo temíamos, poco después de la medianoche se desató el ataque preanunciado. Siete piratas de muelle que salieron de un embarcadero cubierto del muelle 8 remando sigilosamente, se atracaron a nuestra proa, amarrándose a un cable que había quedado enganchado en la cruz de nuestra ancla, y que además les permitía trepar hasta la misma y de ahí saltar a bordo
Su bote quedó tomado con una codera a ese cable. Una vez a bordo los piratas empezaron sus labores delictivas desde proa, irrumpiendo en el sollado y los pañoles, pero al no encontrar nada de interés se desplazaron hacia popa por cubierta, hasta que providencialmente uno de ellos se tropezó con un cabo de manila arrollado y se desmoronó sobre el lateral de la cocina. Eso fue milagroso, porque el chino que dormía con un solo ojo, se puso a tocar una campana con la que avisaba cuando el rancho estaba listo y con ese sonido logró despertarnos, porque dormíamos un sueño liviano ante el riesgo que ocurriera lo que estábamos viviendo.
El pobre cocinero pagó cara su valentía dado que los maleantes al advertir que se estaba alertando a la tripulación voltearon la puerta de acceso a la cocina y lo demolieron de un garrotazo.
Pero ya nuestro contramaestre corría hacia ellos con un hierro en una mano y una maza en la otra, cuando recibió un hondazo, arma que usaban los piratas con suma habilidad, pero la fortuna fue que la piedra lanzada golpeó en la maza de madera que blandía William, la cual se partió sin lastimar seriamente a nuestro hombre de mar.
Sam que se había abalanzado sobre ellos con unas improvisadas boleadoras formadas por una par de grilletes unidos con un cabo, a los cuales revoleaba como satélites enloquecidos provocando el pánico de los atacantes, que en la penumbra advirtieron el tamaño del indio, y sintieron sobre sus cuerpos la potencia del arma .
El capitán y yo nos habíamos armado con pistolas y disparamos contra dos de ellos, cortándoles la iniciativa y dejándolos sangrantes en cubierta.
La balanza de la pelea se inclinó a nuestro favor y los tres restantes huyeron, lanzándose desde la borda al agua para embarcar en el bote que seguía por el cable enganchado al ancla, justo cuando con el Capitán llegamos a proa y viendo que el bote de los piratas se encontraba en la vertical del ancla, la cual estaba lista a fondear, disparamos el gancho disparador de la misma y el pesado artefacto de hierro cayó sobre el bote hundiéndolo y llevándose a uno de ellos al fondo.
Los otros dos que habían saltado al agua y aun no estaban en el bote, ganaban el espacio bajo el muelle para escapar robando un chichorro que estaba amarrado al espigón siete. Los disparos de pistola avisaron a los guardias marítimos de la ciudad de Baltimore, los cuales corrieron a nuestro costado soplando pitadas de alerta y abordando el chichorro redujeron a los delincuentes.
Los cuatro que quedaron groggi a bordo y mal heridos por los tiros de pistola fueron arrestados por la misma policía marítima.
Lo que realmente nos impresionó fue que uno de los piratas era una mujer, que peleaba con la misma fuerza y saña que los hombres.

Esa noche salvamos el pellejo y cumplimos con el encargo que nos hiciera Toledano, de defender la encomienda con nuestra vida.
A partir de ahí los días transcurrieron con tranquilidad, finalizando la descarga y no sin dificultad pudimos conseguir tripulación para la Samuel Martin para que pudiera emprender la navegación de regreso a Sudamérica.
De conseguirle carga se ocuparía el agente marítimo de Baltimore.
Habiendo cumplido con la tarea marítima de nuestro encargo, nos quedaba aun viajar a entrevistarnos con los abogados. Así fue que el día de nuestro viaje en tren, con John Schimd y Sam aparecimos en el andén ferroviario con la caja conferida a nuestra custodia, rumbo a Nueva York.
El viaje en tren fue muy interesante en especial para los que nunca habíamos subido a uno, arribando a la estación que se encontraba al sur de Manhattan, el corazón de esa América que asombraba por su pujanza y modernismo.
Me emocionó pensar que esta ciudad sería nuestro hogar durante los próximos años.
John como oriundo de la ciudad se orientó rápidamente y nos condujo caminando al estudio de abogados ubicado en el mismo edificio donde funcionaban las congregaciones presbiterianas de la calle Spring y Central. Evidentemente los lazos de Toledano eran de carácter comercial, pero también religioso.
Arribamos a un edificio de cinco pisos de frente de ladrillos muy bien mantenidos que impresionaba por su puerta principal de buena madera y bronce. Por una escalinata de mármol subimos al segundo piso donde fuimos recibidos por el reverendo Lewis Morris Pease, quien junto con su esposa eran los grandes trabajadores humanitarios que buscaban la regeneración de los Five Points , las cinco esquinas más peligrosas del mundo, y la desaparición de sus antros de vicio y miseria.
Lewis y Jane, tal el nombre de su esposa, nos atendieron con deferencia y nos preguntaron con interés por las novedades de Montevideo y Buenos Aires. Además querían saber cómo le iba a Samuel en su actividad pastoral y de hombre de negocios. Sentían un gran afecto por él.
Después de ponerlos al día con las noticias le entregamos correspondencia de la parroquia uruguaya dirigida a la conducción presbiteriana de Nueva York. Nos agradecieron y Lewis nos acompañó al tercer piso donde funcionaban las oficinas del bufete de abogados.
Ahí nos presentó a Clarence Darrow quien era el principal profesional y titular de la firma, a quien debíamos entregar la misteriosa caja.
Clarence la destapó y verificó su contenido. Eran libras esterlinas para pagar los servicios de ellos y documentación absolutamente secreta que comprometía el futuro de las Islas Malvinas reclamadas por los argentinos desde la ocupación ilegal de las mismas por parte de los ingleses.
Lo que había ocurrido es que en enero de 1846 se había celebrado un contrato entre el gobierno de Su Majestad Victoria de Inglaterra y Samuel Toledano, en el que se le asignaban al segundo derechos exclusivos de caza sobre el ganado de las islas y explotación de los campos de la Isla Soledad. Este contrato había significado un duro golpe para la población británica de las islas, que en ese momento vivían en el villorrio de Stanley.
Se le habían otorgado a Samuel unas extensiones de tierra en la isla Soledad, donde se encontraba la mayor parte del ganado salvaje, dichos terrenos eran para construir corrales y áreas de embarque.
Según el convenio nuestro armador debía introducir colonos de ascendencia británica, pero en cambio envió contingentes de gauchos e indios, que se establecieron en 1846 en Hope Place.
En 1853, se iniciaron los conflictos entre británicos y norteamericanos por la caza de lobos y ballenas en las aguas de las Islas y Samuel que veía tambalear su posición por la presión de los británicos que habitaban Stanley, pensó defender sus posesiones con el apoyo de Estados Unidos.
Jugaba una carta muy fuerte contra el Imperio Británico. El argumento que presentaba para convencer a los norteamericanos era el derecho argentino a las Islas de donde habían sido desalojados a la fuerza y les prometía permisos de pesca y caza, si lo apoyaban en esta empresa.
Quien debía gestionar esto era el abogado con quien estábamos reunidos.
Lo que ocurrió después es otra historia.
Cumplida nuestra misión, John Schmid fue a reunirse con su joven esposa e hija y nosotros con Sam a conocer este mundo fascinante de Nueva York.
Luis P. - Fundación Nuestromar - Buenos Aires - 17-Ene-2014

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