Cuento marinero para navegar con la imaginación.
Yo me río, no me abandone la suerte, y al 
mismo 
que me condena colgaré de alguna entena 
Quizá en su propio 
navío.
José de Espronceda - La canción del 
pirata
Este es mi último viaje como Capitán de la 
goleta escuela de grumetes Cabo de Hornos, y es mi destino que al llegar al 
puerto de la Boca deba retirarme de la actividad del mar.
Al igual que los viejos navíos, deberé amarrar 
a muelle en forma permanente en el Puerto de Buenos Aires, viendo transcurrir el 
tiempo hasta que Dios me llame. Desde ese lugar veré zarpar barcos, pero 
tripularlos, ya nunca jamás. Por eso quiero contarle a la infinidad de jóvenes 
marinos con los cuales he navegado en estos últimos tiempos a bordo del buque 
Escuela, lo que viví cuando yo era como ellos y soñaba con llegar a Capitán o 
Comodoro de una flota mercante. Esta historia fue hace veinticinco años y 
ocurrió en Estados Unidos de Norteamérica. 
El velero Samuel Martín con matrícula de Buenos 
Aires y bandera argentina arribó a la boca de la Bahía de Chesapeake, costa este 
de los Estados Unidos, el 2 de enero de 1855. 
Era una bricbarca que en lenguaje marinero 
define a un velero de tres palos (trinquete, mayor y mesana), los dos primeros 
aparejados con velas cuadras al estilo de un bergantín, y el resto de velas 
cuchillas como una goleta que le permiten navegar con viento de proa. 
Transportaba trescientas toneladas de 
guano, parte de la carga de la barca noruega Britannia, que procedente de Perú 
se encontraba confinada en Montevideo por las autoridades 
uruguayas.
Dicha carga había sido originalmente comprada por la firma 
Felipe Barreda & Hermano, importadores exclusivos de guano peruano en los 
Estados Unidos y luego recuperada de las actuaciones aduaneras uruguayas. 
Nuestro barco, lo defino así porque me desempeñaba como 
primer oficial de la bricbarca, transportaba además del guano una encomienda de 
carácter confidencial cuyo somero conocimiento de contenido estaba restringido 
al capitán y a mí. Habíamos zarpado 10 de octubre de 1854 del Puerto de 
Montevideo con destino Baltimore.
Llegado a este punto y para mejor comprensión 
de los hechos por parte de quienes se interesen por este relato quiero 
describirles la nave.
Había sido construida en un astillero noruego 
con una cubierta superior corrida, es decir una cubierta que va a todo lo largo, 
de proa a popa y cercada por una regala segura que coronaba la borda, típica 
construcción nórdica .
A la altura del palo trinquete, el primer palo 
empezando de proa, se encontraba el acceso al sollado donde dormía la marinería. 
Estaba mal ventilado por un cataviento que luchaba con los olores de ese 
dormitorio, y más a proa, en el castillete se afirmaba el cabrestante de ancla, 
el pañol de velas y pañol del contramaestre. A la altura del palo mayor, el 
segundo palo y el más alto, emergía de la cubierta la cocina con su típica 
chimenea negra de baja altura para no estorbar la maniobra de velas. La cocina 
estaba defendida de las olas que barrían la cubierta en navegación, por una 
brazola alta que la hacía casi estanca. Contiguo se encontraba el pañol de 
víveres y la fiambrera, lugar de acopio de la verdura
Éste era el territorio exclusivo del cocinero, 
un oriental que nos había tenido a maltratar con la repetición de sus platos en 
navegación, pero que sustituía su poca capacidad profesional con un gran 
espíritu de barco y sacrificio.
En popa a la altura del mesana (tercer palo) 
estaba la carroza de acceso a la cámara de oficiales y un segundo pañol de 
velas. 
Bajo cubierta estaba el corazón del barco, el 
cuarto de derrota.
Aquí era donde se estudiaban las cartas de 
navegación, los derroteros los libros de faros y señales y donde se hacían los 
cálculos astronómicos. Este cuarto contaba con doble acceso, uno desde la 
cubierta y el otro desde la cámara de oficiales.
Además del instrumental, en el mismo cuarto de 
derrota había una cama cucheta para exclusivo uso del capitán, que le permitía 
estar cerca del gobierno del barco en los momentos 
críticos.
También se encontraba la caja fuerte con la 
documentación de la nave y el dinero para afrontar los gastos en caso de tener 
necesidad de recalar en algún puerto intermedio donde no hubiera una agencia 
marítima que nos asistiera
En nuestro caso en particular también se 
guardaba el encargo que el armador Samuel Toledano nos había encomendado 
entregar al llegar a Nueva York , ésta era la causa principal de la expedición 
marítima .
Una vez arribados a Baltimore debíamos viajar a 
Nueva York con el fin de entregar el cofre que había sido puesto a nuestro 
cuidado
Sabíamos que el mismo guardaba un importante 
valor en libras esterlinas y documentación para un estudio de abogados, la cual 
era absolutamente secreta, que el armador nos pidió preservar con nuestra vida 
de ser necesario. La caja tenía una inscripción latina que decía 
OMNIA.
El capitán o el viejo como lo llamábamos a 
bordo, era John Schmid, un hombre duro como todos los capitanes de esa época, 
que eran omnipotentes.
En el caso particular de Schmid sin lugar a 
duda era un excelente profesional y gran ser humano. Había alcanzado el grado de 
Master en la marina mercante estadounidense lo cual en español se traduciría 
como Comodoro, grado con el que se premia a los capitanes que se 
destacan.
Muchas veces sus actitudes podían pasar por 
arbitrarias, pero era el estilo de la vida a bordo de los barcos a vela, el 
Capitán de un velero era la autoridad máxima, el capitán era el barco, y como 
tal debía ser respetado y obedecido.
Yo comencé como grumete a sus órdenes y fui 
ascendiendo en primer lugar a marinero, luego a timonel, finalmente fui nombrado 
por el viejo como segundo oficial y esta última designación que me honraba de 
primer oficial de la Samuel Martín .
Pero este tipo de ascensos y carrera 
vertiginosa únicamente podía ocurrir bajo bandera argentina, dado que la 
marinería mercante norteamericana se gobernaba por reglas muy estrictas en 
cuanto a la capacitación de la gente de mar y el régimen de 
ascenso.
Por esa razón yo viajaba a completar mis 
estudios náuticos, trabajar en un astillero de Nueva York para conocer el arte 
de la carpintería de ribera e ir rindiendo los exámenes que estaban pendientes 
para habilitar mi título en cualquier barco de bandera estadounidense o 
americana. 
También entre mis objetivos estaba el conocer 
la técnica de los elementos mecánicos, desde los más pequeños que mueven los 
relojes de bitácora, hasta los que impulsan los artefactos navales a través de 
la generación de vapor, por los ríos. 
Otro de los personajes que nos acompañaba a 
bordo era un aborigen patagónico de nombre Sam que se desempeñaba de ayudante 
permanente mío y camarero de oficiales. 
Pertenecía a la tribu Aoniken y había adoptado 
la actitud de seguirnos fielmente desde que salvamos a su tribu de un ataque de 
los indios mapuches cerca de nuestra base en la desembocadura del Río Santa 
Cruz.
Su verdadero nombre era Chochieg, medía un 
metro ochenta, fuerte y robusto, hijo de Casimiro Osuna y de la india Yas ksheh. 
Adoptó el nombre de Sam para su convivencia con nosotros, ya que nos dificultaba 
llamarlo por su nombre nativo. Su padre Casimiro lo dejó a nuestro cuidado con 
el interés de que se hiciera marino, los Aoniken no eran navegantes como los 
yamanas y otras tribus canoeras, y quería que aprendiera el duro oficio de 
marino.
Pero el responsable de este viaje era Samuel 
Toledano armador de la bricbarca Samuel Martín, destacado agente marítimo del 
Puerto de Montevideo, con contactos internacionales muy 
fuertes.
Hay que tener que en cuenta que en Montevideo 
principal puerto uruguayo y del Rio de la Plata, proliferaban las agencias 
marítimas atendiendo líneas navieras de diversas banderas: españolas, francesas, 
alemanas, italianas, suecas, noruegas, danesas y 
holandesas…
Las agencias marítimas además de prestar un 
servicio al barco de aprovisionamiento, gestión de puerto, rol de tripulación, 
eran también bróker de cargas, transporte de pasajeros y 
correo.
Este armador, importante hombre de negocios, 
era un argentino descendiente de argelinos. Su familia se radicó en ese 
importante puerto del Mediterráneo con la llegada de numerosos 
moriscos granadinos, expulsados por los Reyes 
Católicos de España, y posteriormente con la llegada de los 
franceses a la ahora Alger la familia fortaleció sus vínculos comerciales y 
apoyó la evolución de los Toledano en el Río de la Plata.
Samuel fundó una sociedad acopiadora de 
productos ganaderos e importadora de insumos para el agro y la incipiente 
industria rioplatense.
Pionero textil, gozaba del orgullo de haber 
vestido a varios de los ejércitos libertadores de Sudamérica, proveyéndoles 
uniformes y material de campaña.
Hombre de gran fe y religiosidad, profesaba el 
culto protestante. En Montevideo en 1845, construyó el Templo anglicano dedicado 
a la Santísima Trinidad, donde se realizaban los ritos 
religiosos.
Afortunado comerciante, su más productiva e 
importante inversión había sido la compra de tierras públicas en la península de 
Punta del Este, a pocos kilómetros del pueblo de Maldonado y un derecho otorgado 
por la corona británica para la exclusiva explotación de la Isla Soledad en el 
archipiélago de las Malvinas.
Nuestro destino (el de John Schmid, el de Sam y 
el mío), se había cruzado con el de Samuel Toledano en Montevideo, mientras 
buscábamos barco para navegar a Norteamérica. 
Nos ofertó tripular la Samuel Martin, -que 
acababa de comprar a un irlandés- con el fin de trasladar guano a Baltimore. Una 
vez en Baltimore, allí entregaríamos la carga y buscaríamos una tripulación que 
llevara el barco de regreso a Montevideo.
Esa era la historia por la cual estábamos 
navegando por la Bahía de Chesapeake con destino al segundo puerto de 
importancia norteamericano, aprovechando viento fresco del Sudoeste. 
Pero regresando a nuestra navegación de ese dos 
de enero, les cuento que durante el día continuamos navegando por la Bahía que 
estaba protegida de todo tipo de inclemencias, hasta que al atardecer pasábamos 
al través del puerto de Annapolis estado de Maryland sede de la Academia Naval 
de Estados Unidos, siempre con rumbo norte en busca de la bahía de 
Baltimore.
Esta ciudad era conocida como la ciudad 
monumental por el gran desarrollo que había tenido desde la guerra anglo 
norteamericana de 1812. La población había crecido rápidamente desde esa fecha y 
era el segundo puerto en importancia en la costa Este. La construcción de la 
Carretera Nacional con fondos federales y el Ferrocarril de Baltimore & Ohio 
(B&O) hizo de esta ciudad un centro importante industrial y de transporte 
mediante la conexión de la ciudad con los principales mercados en el Medio 
Oeste.
Mientras tanto nuestro barco pasaba el Cabo 
Santa Clara, cruzamos la isla de Gibson y fondeamos ya entrada la noche en la 
rada de acceso a la espera de práctico para la entrada a 
Puerto.
Con las primeras horas del día arribó el 
práctico, con una vestimenta muy particular que le hacía parecer más un 
caballero de salón de tertulias que un marino.
Junto al práctico embarcaron el médico de 
fronteras y personal de aduanas.
El médico mandó a formar la tripulación en la 
cubierta principal y nos inspeccionó rápida y negligentemente, utilizando el rol 
de zarpada del barco para listarnos Mientras tanto el personal de la aduana 
cotejaba la carga con el manifiesto de carga, aunque esta maniobra no duró mucho 
tiempo. 
Al abrir la escotilla y correr los cuarteles de 
bodega para verificar lo que transportábamos, el intenso olor del guano finalizó 
cualquier otra maniobra de control y dieron por buena la declaración del puerto 
de zarpada.
Habiendo cumplido con el ritual portuario, no 
habiendo enfermos a bordo, polizones ni aparente contrabando nos autorizaron a 
tomar puerto asignándonos el muelle 7 cerca de la Boston y St. Clinton 
Street.
Esa madrugada del tres de enero amanece con 
nuestro barco fondeado a la espera de condiciones favorables de viento y marea, 
las cuales se estaban dando en ese temprano horario favorecido por la brisa del 
sudoeste que nos permitía usar todo el velamen y la incidencia de la corriente 
de marea que era nula.
Luego de algunos silbatos a puro pulmón de 
llamado del contramaestre en la puerta del sollado y aledaño a la cocina, toda 
la tripulación se preparó para la zarpada, Los más lentos se encontraban en 
ayunas dado que no había tiempo para aprovechar el café caliente y los bollos 
del cocinero y trataban de sacar fuerza del aire corriendo hacia el al 
cabrestante a virar el ancla, con el esfuerzo de la tracción a sangre para 
removerla del fondo.
Cuando el contramaestre gritó “ancla a la 
pendura” largamos todo el velamen aferrado y el velero empezó a navegar 
gallardo. 
Para evitar tomar mucha arrancada que pusiera 
en peligro la maniobra , el práctico nos había hecho pasar un largo de remolque 
por proa hacia una ballenera con propulsión a vapor y otro hacia popa , para 
aguantar la arrancada lógica de la inercia provocada por el movimiento y la 
acción de las velas, a otro remolcador similar al primero.
Al llegar a este punto quiero comentar cómo me 
asombró el uso del vapor que hacían estos marinos, servía para propulsarse, para 
mover los cabrestantes y para las maniobras de velas, todo pronosticaba la 
revolución que sería la navegación a vapor cuando se pudiera economizar el 
consumo de carbón. Navegábamos muy cerca de la costa y por nuestra banda era un 
continuo pasar de veleros y vapores, los cuales nos saludaban con pitadas 
sonoras, algo casi desconocido para nosotros hombres de vela. 
John Schmidt se había vestido con su uniforme 
de capitán mercante y saludaba con la gorra a quien se cruzara. Vivíamos un 
ambiente festivo después de tanta navegación.
Pero no todo era apacible, agradable y 
perfecto, tuvimos la primera sorpresa cuando empezaron a acercarse a nosotros 
lanchas pequeñas que con tripulantes de aspecto temible abordaron el barco y se 
paseaban por la cubierta como si fueran dueños del mismo. El práctico nos 
advirtió del peligro que representaban los que habían embarcado sin pedir 
permiso alguno, pero con la vista gorda de los patrones de 
remolcadores.
De golpe era como si hubiéramos embestido un 
banco de cangrejos y estos reaccionaran inundando el 
barco.
Cumpliendo el mandato del Capitán ordené cerrar 
todo con llave y vigilar la puerta de sollados y camarotes, pero los intrusos 
divididos en dos grupos ya se zambullían en el sollado de la tripulación 
llevando bebidas alcohólicas mientras otro grupo se acercaba a popa a 
parlamentar con nosotros presuntas ventas de objetos 
inexistentes.
La verdadera intención era robarnos lo que 
pudieran, pero lo más grave era su intención de robarnos los tripulantes, el 
bien más preciado en un velero.
Nos habían abordado las dos peores calañas que 
merodean mares y puertos, los crimps y los piratas de 
muelle.
Los crimps repartían bebidas entre los 
tripulantes y soliviantaban a los marineros para que abandonaran el barco con 
rumbo a sus pensiones como la Swain’s Castle donde después de drogados 
terminaban a bordo de algún despótico barco de diversas banderas. En cambio para 
los piratas de muelle, o como los denominan en Nueva York los piratas de río, su 
único objetivo era el robo.
Con la ayuda de Sam y del contramaestre 
William, pudimos hacerlos desalojar el barco, no sin gran esfuerzo físico y unos 
buenos golpes de cabilla como para ir ablandando sus mentes enfermas. 
.
Ante la seña que me hizo el viejo, corrí 
escaleras abajo al cuarto de derrota, a ver si habían violentado la caja fuerte, 
pero afortunadamente esto no había ocurrido. 
De todos modos el mal ya estaba hecho. 
Desconocíamos todo lo qué habían podido robar. 
Y en cuanto a la actitud de nuestros marineros nos enteraríamos de cuántos iban 
a desertar cuando tomáramos muelle.
El práctico nos comentó que con la inmigración 
y el crecimiento de los puertos marítimos del país la situación se había ido 
agravando y que casi todos los barcos sufrían el acoso de estas ratas de 
puerto.
Esta era la recepción que nos deparaba la 
civilización. Nunca me había ocurrido algo igual en los puertos y bahías que 
había visitado en América del Sur.
Tan peligrosos como los crimps eran los piratas 
de muelle, que en algunos casos como sucedía en el puerto de Nueva York, 
constituían verdaderas bandas organizadas, como la de “daybreak boys” que se 
habían tornado en un terrible problema para el puerto principal de 
América.
La existencia de estas bandas descansaba en 
gran medida en la corrupción de las fuerzas de seguridad y en la protección que 
recibían de los políticos. Como la policía marítima, que hacía la vista gorda la 
mayoría de veces a cambio de parte del botín
En Baltimore se replicaba el caso de Nueva 
York, así que debíamos estar muy atentos y dormir con un solo ojo sin descuidar 
las guardias.
Afortunadamente la maniobra de atraque a muelle 
y virada del barco fue sencilla, salvo que al cargar las velas para parar la 
arrancada, corrimos grave riesgo de que se nos cayera algún gaviero de los palos 
por efecto del alcohol que les habían suministrado los 
crimps.
Es característico de los marineros del norte 
emborracharse al llegar a puerto e iniciar peleas, pero lo nuestro había sido 
prematuro y temíamos que la tripulación abandonara el barco ni bien atracáramos, 
dejándonos solos en su el cuidado del mismo.
Lo único favorable era que la paga recién se 
realizaría cuando llegara el agente marítimo a bordo con los fondos necesarios, 
eso tranquilizó a la tripulación, y evitó el inmediato 
abandono.
Al atracarnos al muelle, una cuadrilla de 
estibadores y capataces apareció en cubierta corriendo a los pañoles a buscar 
los elementos para armar sus maniobras de descarga. Digo corriendo porque la 
productividad para ellos era moneda de oro y cobraban en relación de las 
descargas por día.
También habíamos sido prevenidos del peligro de 
robo con estas cuadrillas a bordo, pero evidentemente mas allá de su catadura 
moral, el trabajo lo conocían a la perfección. 
Mientras tanto nuestra tripulación que estaba a 
un paso de la sublevación a medida que el nivel etílico subía, no colaboraba, 
aunque afortunadamente la estiba nada necesitaba para realizar su trabajo. 
Algunos peones corrían los encerrados de lona, apartaban las maderas de los 
cuarteles que cubrían la tapa de bodega, mientras otros subían a la arboladura 
con los aparejos para armar la maniobra de descarga usando nuestros propios 
palos para sus improvisados guinches. 
Así se inició la descarga del guano en bolsas, 
ni bien llegamos.
Nuestros marineros, mientras tanto, seguían de 
brazos cruzados haciendo cumplir el contrato que es de “la zarpada, hasta el 
amarre de cabos”. Nada los haría cambiar y para nosotros que ya teníamos sereno 
a bordo, poco nos importaba la suerte de estos pobres desgraciados, que esa 
noche en la taberna, con el dinero del viaje serian desplumados por las 
prostitutas y las ratas de puerto, amén de los que cayeran presos de los crimps 
y amanecieran en un clíper con nombre cambiado y tres o cuatro meses de mar por 
delante. Si el destino era un ballenero pasarían más de dos años en el agua. Así 
de dura era la vida de los marinos y quienes no fueran cuidadosos de su 
libertad, recién abandonarían la cubierta de los barcos cuando dejaran este 
mundo. 
La gente de mar en el sur no tenía tanta 
complicación porque las tentaciones eran menores, pero de vez en cuando tanto en 
Montevideo, Buenos Aires, Valparaíso o Lima, sufrían la leva de estos seres 
abominables.
Mientras la descarga se iba acelerando y los 
tripulantes en la puerta del sollado esperaban la llegada del dinero, fuimos 
preparando nuestro plan con el Capitán y Sam. 
Permaneceríamos a bordo hasta la finalización 
de la descarga, conseguiríamos nueva tripulación, enviaríamos el barco de 
regreso a Montevideo y luego viajaríamos a Nueva York a entregar la encomienda 
que Samuel T. nos había encargado. 
Decidimos que mientras estuviéramos en el barco 
en el muelle de Baltimore por seguridad el viejo dormiría en el cuarto de 
derrota en su cucheta, vigilante de la caja fuerte, mientras el contramaestre, 
Sam y yo lo haríamos en la timonera, atentos a lo que pudiera 
ocurrir.
Debo reconocer que el cocinero se mantuvo fiel 
al comando del barco y no intervino en ningún desmán, protegió la cocina y los 
víveres y ahora dormía en ella actuando como guardián.
La primera noche no ocurrió nada, al otro día 
temprano se volvió a armar la mano de descarga y seguía viajando el guano de la 
bodega a los carretones en el costado del muelle. Aprovechamos después de 
desayunar para ir a tierra, presentarnos a la agencia marítima y procurarnos 
para un par de semanas adelante un medio de transporte para los tres a Nueva 
York. Ese medio de transporte resultó ser el ferrocarril B&O, primer 
ferrocarril en los Estados Unidos.
Para nosotros todo esto era una aventura, que 
unida a los secreto de la entrega nos provocaba una importante ansiedad por 
finalizar el viaje.
Esa noche regresamos a nuestros puestos de 
guardia. Tal como lo temíamos, poco después de la medianoche se desató el ataque 
preanunciado. Siete piratas de muelle que salieron de un embarcadero cubierto 
del muelle 8 remando sigilosamente, se atracaron a nuestra proa, amarrándose a 
un cable que había quedado enganchado en la cruz de nuestra ancla, y que además 
les permitía trepar hasta la misma y de ahí saltar a bordo
Su bote quedó tomado con una codera a ese 
cable. Una vez a bordo los piratas empezaron sus labores delictivas desde proa, 
irrumpiendo en el sollado y los pañoles, pero al no encontrar nada de interés se 
desplazaron hacia popa por cubierta, hasta que providencialmente uno de ellos se 
tropezó con un cabo de manila arrollado y se desmoronó sobre el lateral de la 
cocina. Eso fue milagroso, porque el chino que dormía con un solo ojo, se puso a 
tocar una campana con la que avisaba cuando el rancho estaba listo y con ese 
sonido logró despertarnos, porque dormíamos un sueño liviano ante el riesgo que 
ocurriera lo que estábamos viviendo.
El pobre cocinero pagó cara su valentía dado 
que los maleantes al advertir que se estaba alertando a la tripulación voltearon 
la puerta de acceso a la cocina y lo demolieron de un 
garrotazo.
Pero ya nuestro contramaestre corría hacia 
ellos con un hierro en una mano y una maza en la otra, cuando recibió un 
hondazo, arma que usaban los piratas con suma habilidad, pero la fortuna fue que 
la piedra lanzada golpeó en la maza de madera que blandía William, la cual se 
partió sin lastimar seriamente a nuestro hombre de mar.
Sam que se había abalanzado sobre ellos con 
unas improvisadas boleadoras formadas por una par de grilletes unidos con un 
cabo, a los cuales revoleaba como satélites enloquecidos provocando el pánico de 
los atacantes, que en la penumbra advirtieron el tamaño del indio, y sintieron 
sobre sus cuerpos la potencia del arma .
El capitán y yo nos habíamos armado con 
pistolas y disparamos contra dos de ellos, cortándoles la iniciativa y 
dejándolos sangrantes en cubierta. 
La balanza de la pelea se inclinó a nuestro 
favor y los tres restantes huyeron, lanzándose desde la borda al agua para 
embarcar en el bote que seguía por el cable enganchado al ancla, justo cuando 
con el Capitán llegamos a proa y viendo que el bote de los piratas se encontraba 
en la vertical del ancla, la cual estaba lista a fondear, disparamos el gancho 
disparador de la misma y el pesado artefacto de hierro cayó sobre el bote 
hundiéndolo y llevándose a uno de ellos al fondo.
Los otros dos que habían saltado al agua y aun 
no estaban en el bote, ganaban el espacio bajo el muelle para escapar robando un 
chichorro que estaba amarrado al espigón siete. Los disparos de pistola avisaron 
a los guardias marítimos de la ciudad de Baltimore, los cuales corrieron a 
nuestro costado soplando pitadas de alerta y abordando el chichorro redujeron a 
los delincuentes. 
Los cuatro que quedaron groggi a bordo y mal 
heridos por los tiros de pistola fueron arrestados por la misma policía 
marítima. 
Lo que realmente nos impresionó fue que uno de 
los piratas era una mujer, que peleaba con la misma fuerza y saña que los 
hombres.
Esa noche salvamos el pellejo y cumplimos con 
el encargo que nos hiciera Toledano, de defender la encomienda con nuestra 
vida.
A partir de ahí los días transcurrieron con 
tranquilidad, finalizando la descarga y no sin dificultad pudimos conseguir 
tripulación para la Samuel Martin para que pudiera emprender la navegación de 
regreso a Sudamérica.
De conseguirle carga se ocuparía el agente 
marítimo de Baltimore.
Habiendo cumplido con la tarea marítima de 
nuestro encargo, nos quedaba aun viajar a entrevistarnos con los abogados. Así 
fue que el día de nuestro viaje en tren, con John Schimd y Sam aparecimos en el 
andén ferroviario con la caja conferida a nuestra custodia, rumbo a Nueva 
York.
El viaje en tren fue muy interesante en 
especial para los que nunca habíamos subido a uno, arribando a la estación que 
se encontraba al sur de Manhattan, el corazón de esa América que asombraba por 
su pujanza y modernismo.
Me emocionó pensar que esta ciudad sería 
nuestro hogar durante los próximos años.
John como oriundo de la ciudad se orientó 
rápidamente y nos condujo caminando al estudio de abogados ubicado en el mismo 
edificio donde funcionaban las congregaciones presbiterianas de la calle Spring 
y Central. Evidentemente los lazos de Toledano eran de carácter comercial, pero 
también religioso.
Arribamos a un edificio de cinco pisos de 
frente de ladrillos muy bien mantenidos que impresionaba por su puerta principal 
de buena madera y bronce. Por una escalinata de mármol subimos al segundo piso 
donde fuimos recibidos por el reverendo Lewis Morris Pease, quien junto con su 
esposa eran los grandes trabajadores humanitarios que buscaban la regeneración 
de los Five Points , las cinco esquinas más peligrosas del mundo, y la 
desaparición de sus antros de vicio y miseria.
Lewis y Jane, tal el nombre de su esposa, nos 
atendieron con deferencia y nos preguntaron con interés por las novedades de 
Montevideo y Buenos Aires. Además querían saber cómo le iba a Samuel en su 
actividad pastoral y de hombre de negocios. Sentían un gran afecto por él. 
Después de ponerlos al día con las noticias le 
entregamos correspondencia de la parroquia uruguaya dirigida a la conducción 
presbiteriana de Nueva York. Nos agradecieron y Lewis nos acompañó al tercer 
piso donde funcionaban las oficinas del bufete de abogados. 
Ahí nos presentó a Clarence Darrow quien era el 
principal profesional y titular de la firma, a quien debíamos entregar la 
misteriosa caja.
Clarence la destapó y verificó su contenido. 
Eran libras esterlinas para pagar los servicios de ellos y documentación 
absolutamente secreta que comprometía el futuro de las Islas Malvinas reclamadas 
por los argentinos desde la ocupación ilegal de las mismas por parte de los 
ingleses.
Lo que había ocurrido es que en enero de 1846 
se había celebrado un contrato entre el gobierno de Su Majestad Victoria de 
Inglaterra y Samuel Toledano, en el que se le asignaban al segundo derechos 
exclusivos de caza sobre el ganado de las islas y explotación de los campos de 
la Isla Soledad. Este contrato había significado un duro golpe para la población 
británica de las islas, que en ese momento vivían en el villorrio de 
Stanley.
Se le habían otorgado a Samuel unas extensiones 
de tierra en la isla Soledad, donde se encontraba la mayor parte del ganado 
salvaje, dichos terrenos eran para construir corrales y áreas de embarque. 
Según el convenio nuestro armador debía 
introducir colonos de ascendencia británica, pero en cambio envió contingentes 
de gauchos e indios, que se establecieron en 1846 en Hope 
Place.
En 1853, se iniciaron los conflictos entre 
británicos y norteamericanos por la caza de lobos y ballenas en las aguas de las 
Islas y Samuel que veía tambalear su posición por la presión de los británicos 
que habitaban Stanley, pensó defender sus posesiones con el apoyo de Estados 
Unidos.
Jugaba una carta muy fuerte contra el Imperio 
Británico. El argumento que presentaba para convencer a los norteamericanos era 
el derecho argentino a las Islas de donde habían sido desalojados a la fuerza y 
les prometía permisos de pesca y caza, si lo apoyaban en esta 
empresa.
Quien debía gestionar esto era el abogado con 
quien estábamos reunidos.
Lo que ocurrió después es otra 
historia.
Cumplida nuestra misión, John Schmid fue a 
reunirse con su joven esposa e hija y nosotros con Sam a conocer este mundo 
fascinante de Nueva York.
Luis P. - Fundación Nuestromar - Buenos Aires - 17-Ene-2014
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