Lo alarmante, frente a situaciones como las generadas por la huelga salvaje del Metro, es la debilidad del Estado.
LOS nacionalismos, los centrífugos y los centrípetos, son un camino hacia el despotismo. En nuestro caso, un despotismo nada ilustrado —cuasi ágrafo—, electorero y sin más afán que el de la conservación del poder partitocrático.
No es raro en ese ambiente que se produzcan fenómenos excéntricos, como la huelga del Metro que padecen los ciudadanos de Madrid y que tiene visos de un ensayo sindical con vistas a mayores movilizaciones en el marco de un pretendido Estado Social que, en burla representativa, protagonizan los sindicatos faltones e irresponsables que nos han tocado en suerte.
En estas circunstancias, la capacidad movilizadora de unos líderes sindicales ignorantes de una realidad nacional que presiden cuatro millones y medio de parados son un factor de desequilibrio en nuestro mapa político y (escasamente) representativo.
Lo grave, con todo, no reside en la existencia de unos sindicatos sin bases, cuotas y representación, teóricos de un obrerismo caduco y defensores de un proletariado que ya no existe.
Lo alarmante, frente a situaciones de conflicto y desorden como los generados por la huelga salvaje del Metro, es
- la comprobación de la debilidad del Estado y
- su incapacidad para garantizar a los ciudadanos el ejercicio de derechos
tan fundamentales como
- los del libre desplazamiento y
- el trabajo.
Son tantos nuestros planos de poder político y administrativo que no queda muy claro a quién corresponde el eficaz y rotundo mantenimiento del orden público en situaciones tan complejas como esta, en las que
- la responsabilidad es del Estado,
- la función corresponde a la Autonomía y
- el daño lo padecen los Ayuntamientos y sus vecinos;
pero, aunque no asome su faz en las informaciones relativas al caso, se esconde tras los acontecimientos
- el ministro de Interior, de quien dependen las fuerzas de orden, a quien correspondería impedir la intervención de piquetes y, con más diligencia de la que se observa, conducir ante el juez a quienes recurren a la violencia, física o moral, para coaccionar a los muchos trabajadores que no asumen, aunque se vean obligados a compartir, este doloso e innecesario alboroto.
- Si el Estado y sus Administraciones no son capaces de hacer cumplir la ley y
- castigar con rigor a quienes promueven el desorden y el perjuicio colectivo,
- estamos ante el peor de los supuestos posibles en una democracia que, pomposamente,
se autodefine como
- Estado de Derecho y Estado de Bienestar y es, en los hechos,
- un Estado Sindical deficientemente organizado y con brotes de despotismo periférico
de difícil pronóstico y
- que, dado su alcance, reclaman ya una solución constituyente.
M. MARTÍN FERRAND - "ABC" - Madrid - 1-Jul-2010
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