Uno de mis primeros empleos de niño incluía palear estiércol en la granja de mi tío, a las afueras de Nueva York.
Las cosas iban bien hasta que me explicó que
- independientemente de mi desempeño, nunca sería ascendido a granjero.
Ni siquiera a vaca. Había tocado el techo del estiércol.
Considero esta experiencia como mi primer paquete de estímulo:
- el inoportuno descubrimiento de que mi trabajo actual era un callejón sin salida.
Mientras mis compañeros de clase armaban muñecos de nieve, yo empecé a diseñar un complejo plan profesional para pasar del sector del transporte fecal al cálido ambiente de una afectuosa empresa.
Estudié con ahínco, ahorré dinero para ir a la universidad y con la ayuda de mis padres, que asumieron un segundo empleo, y unas cuantas becas, me abrí camino hasta conseguir un título profesional.
Años después, mi sueño se hizo realidad. Me dieron un trabajo eun gran n banco y nunca más tuve que volver a palear estiércol.
En su lugar, las empresas utilizan algo llamado PowerPoint. Gracias a mi preparación granjera, era tan bueno diseñando presentaciones de PowerPoint que mis colegas me apodaron "El natural".
En aquellos tiempos, era un amasijo frenético de ambición y determinación. Pero no me llevó mucho recibir mi segundo paquete de estímulo:
- la mala gestión.
Pese a que la mayoría de mis supervisores inmediatos eran personas razonables y competentes, la corporación como un todo estaba plagada de
- sociópatas con cerebros de mosquito en los puestos de liderazgo.
Un día, se abrió una posición superior a la mía y todo indicaba que yo era el candidato ideal para llenarla.
Mi jefa me llamó a su oficina y me dijo que tenía malas noticias. Me explicó que los medios de comunicación habían puesto a la empresa en una posición delicada por críticas a que la mayoría de sus gerentes y ejecutivos eran hombres de raza blanca.
Ascenderme a mí, señaló, sólo empeoraría las cosas. Le pregunté cuánto tiempo pensaba ella que sería necesario para que la situación se calmara. Mi jefa fue vaga en palabras pero dijo que el plan implicaba tratar de suavizar los efectos de dos siglos de discriminación corporativa.
Por eso renuncié y busqué otro lugar donde mi talento y trabajo duro fueran más valorados.
Acepté un empleo en una compañía telefónica y ahí descubrí al poco tiempo, con horror, que la banca no era la única industria administrada por sociópatas con cerebros de mosquito.
Una vez más, mis jefes inmediatos estaban bastante bien capacitados, pero interactuar con otros departamentos era como ser el último humano en Zombielandia que intenta ir a hacer mercado al anochecer. Aun así, seguía siendo marginalmente mejor que palear estiércol.
Terminé mi MBA por las noches y me forjé una reputación como promesa joven.
Un día mi jefe me llamó a su oficina y me explicó que los medios de comunicación habían puesto a la empresa en una posición delicada por críticas a que la mayoría de sus gerentes y ejecutivos eran hombres de raza blanca. Por eso, señaló, ascenderme sólo empeoraría las cosas.
Uno podría decir que
- ese fue el día en que nació la tira cómica de Dilbert,
aunque aún no había dibujado ninguna. Pero llamémoslo el punto de inflexión.
Sin embargo, no sufría solo. Muchos de mis colegas ya tenían negocios propios al margen de la empresa y ambiciosos planes de expansión.
El tipo en el cubículo detrás del mío alquilaba equipos para conciertos. Delante de mí había uno que tenía una empresa de servicios informáticos. Creo que todos comprendíamos que
- trabajar en un cubículo bajo el mando del hermano tonto de Satán no era una receta
para la felicidad.
La forma en que describo esas experiencias puede parecer pesimista, pero consideremos la alternativa. Imaginemos un universo paralelo en el que
- a los empleados les gusta trabajar.
- Se sienten poderosos y completos, tanto así que no les importa el tamaño de sus sueldos ni piensan renunciar jamás.
- Esa es precisamente la clase de escenario de pesadilla que destruiría la economía.
- Lo último que este mundo necesita es un rebaño de trabajadores felices y contentos que
no paran de cantar y sonreír.
Nuestro sistema requiere
- un flujo constante de trabajadores altamente capacitados pero tan disgustados
con sus empleos
- que están dispuestos a cortarse un brazo con tal de deshacerse de sus jefes.
En otras palabras,
- el principal propósito de la gestión es aniquilar cualquier esperanza de
- que permanecer en su trabajo actual es bueno para usted.
Esa clase de fe es como la gravilla en el motor del progreso.
La economía necesita a
- trabajadores hartos sus países de origen.
No soy genetista, pero sospecho que la actitud de
- "al carajo, yo me largo de aquí" es hereditaria.
Es muy posible que seamos las personas
- más insatisfe, desesperados y dispuestos a dejar sus empleos en busca de uno mejor.
Uno ve la misma dinámica en los países. Estados Unidos es una nación fundada por personas que no podían soportar a sus líderes enchas, amargadas y difíciles de complacer que existan en la Tierra.
- No es un milagro que nuestro PBI sea fantastico
Siempre imaginé que
- existe una correlación entre la imaginación y toma de riesgos.
Uno no abandona una situación desagradable pero relativamente segura a menos que pueda imaginarse un resultado mejor.
La mala gestión es lo que le da alas a la imaginación.
Scott Adams - "The Wall Street Journal" - NYC - 19-Dic
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