Los caminos de la vida son insondables. Y los que recorrió Ingo Potrykus, desde su nacimiento en una región de Alemania Oriental y las penurias de la guerra, hasta la celebridad por haber logrado incorporar a la planta de arroz los genes que producen provitamina A (de los que ésta normalmente carece en las semillas) no escapan a esta regla.
"Mi historia es inusual -cuenta, durante una brevísima visita a Buenos Aires para participar durante este fin de semana en una reunión sobre «Las nuevas biotecnologías para combatir el hambre en el mundo», organizada por el Programa Hambre Cero del Obispado de Campana-.
No pensaba ser científico. Me enamoré de una chica. Yo tenía 18 años, y ella, 15.
Quería casarme y necesitaba un trabajo. Entonces, decidí estudiar biología para ser profesor.
Enseñé durante diez años, hasta que conocí a un científico impresionante del Instituto Max Planck y me sugirió que hiciera un doctorado.
Fue así como me convertí en investigador del Instituto de Investigación Vegetal."
Eran los primeros tiempos de la biotecnología. "Usábamos métodos muy primitivos, pero me fascinó desde el comienzo el potencial de esta técnica. Y como había sido un refugiado y había sufrido el hambre, sentí la motivación de hacer algo para paliar este flagelo", recuerda.
Dado que el arroz es el alimento básico de 3.000 millones de personas, Potrykus, que luego se trasladó a Suiza, donde llegó a dirigir un equipo de 60 investigadores en el Instituto Federal de Tecnología de Zurich, muy pronto se ilusionó con
- emplearlo para superar la deficiencia de vitamina A, que
- se encuentra en el hígado y la yema de huevo, las hojas verdes, y en alimentos como
el mango o la zanahoria.
"Es muy accesible... para las personas que pueden permitirse comprarlos -dice Potrykus-.
Su falta moderada puede causar ceguera nocturna, susceptibilidad a las infecciones o problemas para regenerar la sangre. Si la deficiencia es grave, provoca ceguera irreversible, algo que les sucede a alrededor de 500.000 chicos cada año. Además, dado que estimula la absorción de hierro, podría jugar un papel en el desarrollo neurológico."
-Doctor Potrykus, cuando usted comenzó a trabajar, en los años setenta, ¿se sabía cómo aislar un gen e insertarlo en otro genoma?
-Aprender a transferir genes me llevó como 20 años. Mientras lo hacía, me di cuenta de que la deficiencia de vitamina A era un problema muy serio y que introducir los genes capaces de producirla en plantas de arroz era un objetivo fundamental.
¿Qué técnica usaron?
-Bueno, el arroz tenía genes para producir provitamina A, porque la contenía en las hojas. Así que, en teoría, debía ser fácil encontrar un switch para activarlos.
Un proyecto de la Universidad de Nueva York intentó hacer precisamente eso. Y aunque todos creyeron que era el camino que había que tomar, todavía no pudieron.
Nosotros propusimos utilizar la ingeniería genética, algo que fue considerado totalmente loco e impracticable. Pero soy cabeza dura, y dije: voy a tratar.
Nadie me creyó, pero tuvimos suerte y después de nueve años, ante la sorpresa de todo el mundo, logramos desarrollar el arroz dorado [ golden rice ].
Ensayamos diferentes posibilidades tecnológicas para introducir los genes [por ejemplo, depositando ADN en pequeñas partículas de metal y "a bordo" de un vector biológico], hasta que finalmente decidimos usar un experimento de fuerza bruta: insertar siete genes al mismo tiempo. Y funcionó. Hoy podemos hacerlo con un gen bacteriano y dos genes del narciso. Estos tres genes producen las enzimas necesarias para producir la provitamina A [que luego se convierte en vitamina A en el organismo]. Los genes insertados son controlados por promotores específicos, de tal modo que las enzimas y la provitamina A sólo son producidas en el endosperma [la semilla] del arroz.
-¿Tienen que dirigirlos a un sitio específico del genoma?
-Es irrelevante dónde se insertan, mientras no sea un segmento silenciado o inactivado. En la práctica, uno produce muchos eventos transgénicos y después elige el más efectivo. Lo que se hace es regenerar la planta a partir de una célula transgénica. En cuanto tiene una planta que produce semillas, todo lo demás es agricultura tradicional.
-¿Cómo piensan introducirlo en las áreas en que es más necesario?
-Estamos colaborando con instituciones de la India, China, Vietnam, Bangladesh, Indonesia y Filipinas, que toman el arroz transgénico y lo cruzan con variedades locales. Porque uno no puede esperar que un agricultor siembre un arroz exótico. Quiere el mismo que conoce, que tenga el mismo gusto.
-¿Cuándo estará en el mercado?
-El primer país en el que estará disponible será en Filipinas, en 2013. Por una simple razón: toma por lo menos 10 años llevar un producto transgénico desde el laboratorio al mercado. Si hubiera sido una mutación o una variación espontánea, estaría usándose desde 2002, pero como es transgénico, hay que cumplir con las regulaciones.
-¿A qué atribuye que los europeos sean tan hostiles hacia los cultivos transgénicos? ¿Qué contestaría a quienes sostienen que atentan contra la biodiversidad o que pueden ser dañinos?
-Que son fantasías. Existe consenso científico de que las plantas transgénicas son seguras, tanto para el consumidor como para el medio ambiente.
La experiencia mundial desde hace doce años en más de 160 millones de hectáreas y de millones de agricultores no arroja un solo caso documentado de daño para el consumidor ni para el medio ambiente. Acaba de publicarse una declaración producida durante una reciente reunión en la Academia Pontificia de Ciencias, sobre el estado actual del conocimiento científico en este tema y sobre qué debería hacerse con esta tecnología. Dice que
- su uso para mejorar la alimentación de los pobres es un imperativo moral.
-Sin embargo, muchos temen que perdamos el control...
-Eso es ciencia ficción. No es que la gente esté asustada, sino que la asusta un lobby muy efectivo que tiene una enorme cantidad de dinero para influir en el público. Se invierten miles de millones de dólares anuales para respaldar esas acciones.
Y la mayoría proviene de gobiernos europeos y van a manos de ONG.
-¿Ustedes patentaron esta variedad de arroz?
-Lo hicimos por una razón: porque era la única manera de controlarlo. No queríamos que la industria se apoderara de esta invención, sino que estuviera libre para usos humanitarios.
Aunque al final necesitamos la ayuda de la industria para poder ofrecerlo gratuitamente a los agricultores de subsistencia, a los más pobres. Les ofrecimos el arroz para su explotación comercial, si ellos apoyaban nuestro proyecto humanitario. Y todo terminó en una sociedad público-privada muy interesante. No recibimos dinero, sino know-how y respaldo legal, porque el arroz dorado está protegido por 72 patentes de compañías y universidades, y obtener licencias libres de tantas compañías e instituciones es imposible.
-¿Cuánto arroz hay que comer para tener la dosis diaria necesaria de vitamina A?
-Basta con media taza. El arroz dorado es el comienzo de una nueva visión. Hasta ahora, el mejoramiento genético vegetal se concentraba en mejorar el rendimiento, en producir más calorías. Pero pasaba por alto que no sólo necesitamos calorías, sino también micronutrientes, minerales y vitaminas. Esto llevó al concepto de biofortificación: mejorar el contenido de micronutrientes de las plantas de cultivo. También produjimos arroz con mayor contenido de hierro, de otras proteínas. Y ahora hay un gran programa internacional financiado por la Fundación Gates para la fortificación de plantas de cultivo.
-¿Cree que podremos producir alimentos para una población creciente?
-Si hacemos agricultura de forma respetuosa y sostenible,
- el planeta puede alimentar a 20.000 millones de personas.
Pero no podemos soñar con hacerlo con los métodos tradicionales. Es imposible.
-¿Y qué pasó con la jovencita?
Potrykus no contesta. Se limita a sonreír y mostrar la contratapa de su pasaporte. Allí tiene una foto pegada. En el centro está la entonces jovencita, tres hijos, ocho nietos y el resto de la familia. Una imagen dorada. Como el arroz...
Una experiencia que no se olvida
Ingo Potrykus nació en Hirschberg, Silesia, una región dominada por los rusos y luego cedida a Polonia, y perdió a su padre en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial.
"Era médico y dirigía un hospital que fue atacado por bombarderos norteamericanos -recuerda-. Mi madre tenía cuatro hijos. El último nació un día después de la muerte de mi padre. Perdimos nuestro hogar, nuestras propiedades, nuestras finanzas eran un desastre.
Los refugiados no son muy populares, de modo que no teníamos nada. En ese tiempo, a los once años, junto con mis hermanos de 12 y nueve, nos pasábamos gran parte del día dando vueltas por el campo, tratando de encontrar algo para comer.
Estábamos hambrientos todo el tiempo. Es una experiencia que nunca olvidé.".
Nora Bar - La Nación - Buenos Aires - 28-Nov-2011
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