PARIS.- Es imposible escuchar desde la tribuna del Parc des Princes el discurso de Agustín Pichot a sus lugartenientes -compañeros- en esa ronda que se armó segundos después de consumada la consagratoria victoria ante los franceses. Igualmente, se puede imaginar algunas de esas palabras del gran capitán, porque cualquier referencia que se haga sobre este equipo ideal, tiene que estar orientada hacia el orgullo que dan y contagian, el modelo de solidaridad, compañerismo y sacrificio. La grandeza de los Pumas, de estos Pumas, quedará por siempre instalada en los corazones y la memoria de todos los que los vieron bramar alguna vez en una cancha; en este Mundial o en cualquiera de las actuaciones de esta trayectoria, la más gloriosa de la historia del seleccionado. Se apropiaron de un tercer puesto de un ranking de poderosos, al cual la selección argentina accedió con enorme autoridad, esa misma que a otros que se creían los reyes del universo les faltó. Ellos, en cambio, desde la más sincera humildad alcanzaron el reconocimiento que para la mayoría le correspondía a los que dominan este deporte desde la opulencia. Ha sido un error desde hace tiempo menospreciar o no darle la jerarquía que se merece al equipo argentino; durante este torneo lo debe haber aprendido más de uno definitivamente. Los de afuera y los críticos que están en casa. Hubo despedidas, aún no se saben cuántas en realidad, pero esos detalles pueden quedar de lado momentáneamente porque jamás se olvidará lo que sucedió en esta maravillosa aventura. Y más allá de los rostros que queden o puedan aparecer, lo que tiene que perdurar es la herencia que dejan estos gladiadores de mares de complicaciones. Son un ejemplo de cómo se pueden hacer realidad los sueños más osados o hasta dónde se puede llegar si la pasión es la fuerza movilizadora. Esa conducta no es un aporte exclusivo para el deporte, es aplicable en la vida. La majestuosa obra de los Pumas escapa a los límites que el rugby llega a establecer. Todos rugieron como ellos, todos pusieron su hombro para ayudarlos a tacklear. En verdad, de los que no llevan sobre el cuerpo la camiseta celeste y blanca, ¿quién no se siente un poco Puma en estos días? Ayer más que nunca, y en la dolorosa caída ante Sudáfrica, al ver las lágrimas de frustración, también. Sólo hay retribuciones honoríficas para estos discípulos de la modestia, cuyo único acto de soberbia -bien entendida- lo tienen cuando pisan el césped. Y para llegar a ese comportamiento Loffreda hizo su contribución; él es uno de los responsables intelectuales de esta identidad admirable del plantel. Los jugadores son los que se destacan en el escenario más difícil, pero detrás de ellos existe un apoyo valiosísimo. No es el impulso de uno, sino el de todos los que se comprometieron por esta ilusión. El seleccionado argentino conquistó un espacio codiciado por muchos en el ámbito ovalado, pero también llegó a donde jamás lo imaginó en otros terrenos. Los jugadores lucen sobre el pecho una medalla de bronce, pero brillaron de la manera más esplendorosa. Tuvieron un acto de despedida exuberante, desde el juego y el fervor, justa recompensa para años de lucha y dedicación. Siempre tuvieron que dar explicaciones sobre sus pedidos, pero ahora ya no habrá más argumentos para no prestarles atención. Desde la International Board para abrirles las puertas, y desde la UAR para no mezquinar en el acompañamiento. La posición final en el campeonato es sumamente relevante, una epopeya, pero fuera de la estadística hay otro logro que los eleva aún más todavía, y es el de ser el alma de una nación ávida de referentes de este tipo, de un grupo que se une por una causa noble y no traiciona sus valores, ni en los peores momentos de confusión, ni cuando las dificultades agobian. ¡Gracias Pumas por habernos dado tanto!
Santiago Roccetti - "La Nación" - 20-Oct-2007
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