martes, 19 de febrero de 2013

España: No es país para viejos


A veces imagino lo que me espera si llego a viejo, a los 70 o quizá 75 años, más o menos hacia 2020 o un poco más tarde.


Pienso en una paga de jubilación de unos 300 euros, no muchos más, que algunos meses tardaré en cobrar por problemas de "tesorería", que será el eufemismo con que se me intentará ocultar la triste realidad de que el Estado -o lo que sea que ocupe su lugar- se ha quedado sin fondos.
Mis hijos, si tienen suerte, trabajarán en Canadá o en Brasil, y si tengo más suerte aún, podré verlos una vez al año, pero sólo una vez, así que tendré que acostumbrarme a vivir solo y casi sin ayudas, en una sociedad cada vez más envejecida y en la que los servicios sociales y los hospitales públicos estarán desbordados o habrán sido suprimidos.
Pero las cosas serán mucho peores si mis hijos no han tenido la suerte de emigrar.
Como tendrán que hacer trabajos mal pagados o humillantes que apenas les darán para sobrevivir, no podrán pagarse una casa propia y todos tendremos que compartir una misma vivienda.
Y todos tendremos que subsistir con unos 600 euros al mes, o mil a lo sumo, pero eso sólo si somos realmente afortunados.
Y en estas circunstancias, está claro cómo será nuestro modo de vida.
Viviremos en edificios ruinosos o semi-ruinosos que nos costará mucho mantener en pie, en los que el aire acondicionado funcionará sólo de vez en cuando, a pesar del calor, porque hará mucho calor, muchísimo más que ahora.
Y tendremos que subir a pie hasta nuestro piso, porque el ascensor estará casi siempre estropeado, hasta que un día nos encontremos a un inmigrante ilegal que se habrá instalado a vivir allí, y ese día no sabremos si darle las gracias por la compañía o si maldecirlo por haber ocupado un espacio que creíamos nuestro (aunque ya casi no nos sirviera de nada).
Y mientras esto sucede, tendremos que acostumbrarnos a las grietas en las paredes y a los cortes de agua y de electricidad, que a veces se deberán a las averías en el suministro, pero que otras veces serán ocasionados por las conexiones ilegales de la gente que vivirá mucho peor que nosotros y que tendrá que sobrevivir robando a los que vivimos un poco mejor.
Y como es natural, en esa sociedad nadie estará tranquilo ni podrá disfrutar de la vida.
Viviremos a merced del miedo y la incertidumbre, porque temeremos la aparición de ladrones o de nuevos inmigrantes ilegales -como ése del ascensor- que acecharán las urbanizaciones y los barrios donde hemos tenido que atrincherarnos, medio escondidos y mal protegidos por unos vigilantes de seguridad que no sabremos si nos vigilan o nos espían o si incluso están conchabados con quienes quieren asaltarnos y quedarse con nuestros lugares de residencia.
Y tendremos largas guerras en el norte de África o en Oriente Medio, en las que Europa intervendrá de forma más o menos directa, y de las que nos llegarán noticias confusas o engañosas que nunca sabremos si son ciertas o si no lo son.
Y en nuestras ciudades habrá cada vez menos jóvenes, y formaremos una sociedad de gente muy mayor y muy asustada que dependerá de extraños con los que mantendremos relaciones distantes y desconfiadas, pero sin los cuales no seremos capaces de sobrevivir.
Porque si no contamos con esas personas que nos ayuden cuando ya casi no podamos hacer nada,
- ¿quién nos hará la comida?
- ¿Quién nos llevará al hospital?
- ¿Y quién nos hará la compra en el mercado?
Puede que esté exagerando -ojalá sea así-, pero ese escenario no es descabellado en el periodo histórico que vivimos.
De hecho, muchos ancianos viven ya así, ahora mismo, en nuestro propio vecindario.
Y aunque se produzca en los próximos años una recuperación económica, esta mejoría será lenta y es casi imposible que consiga recuperar los niveles de bienestar que hemos conocido a comienzos del siglo. Lo más lógico es pensar que esa prosperidad no volverá.
Y los viejos, en esas condiciones, serán cada día más incómodos y costosos y tendrán que depender de sus propias fuerzas.
Es posible que incluso despierten el odio furibundo de los jóvenes, hartos de tener que sacrificarse para sostenerlos, porque lo previsible es que muy pocos ancianos tengan el dinero o la autonomía suficientes para sobrevivir por sí mismos.
Y ante una perspectiva así, es normal que cundan la desesperanza y el desánimo entre las personas mayores.
Y suicidarse, para muchos, se está convirtiendo en una trágica forma de sentirse útiles.
Eduardo Jordá - Faro de Vigo - Vigo - 18-Feb-2013

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