Pero yo sobre todo lo que quisiera saber
ahora es quién carajo me mandó a meterme en esto.
Lo más cómodo sería decir que fue
él, pero yo sé que no es tan fácil. En general, nada es tan fácil,
aunque los demás crean que a mí todo me resulta fácil. Siempre creyeron eso de
mí: que yo era linda, que yo era inteligente, que yo sabía acomodarme, que todo
me resultó muy fácil.
Y no saben el esfuerzo que le pongo, lo que laburo
yo las cosas. Pero también por eso no le puedo echar la culpa a él: yo
me lo busqué con toda conciencia, con todas mis fuerzas, la culpa es toda
mía. Él me ayudó, claro, no sé qué hubiera sido de mí sin él, pero
es cierto que a mí siempre me gustó mandar: desde chiquita me gustó
mandar.
El problema es que cuando una manda necesita
rodearse de gente que esté a la altura, que no la
decepcione. Y eso en este país de mierda es tan
difícil.
Cuando él estaba era distinto, claro.
Pero el muy turro se tenía que ir dejándome acá sola.
Toda una vida diciéndole que se cuide, que no haga boludeces, que largue el
alcohol el cigarrillo la comida, que tome sus remedios pero no, el señor se
creía que era inmortal, que lo que nos pasa a todos a él no le iba a pasar, se
creía que era distinto a todos.
Por eso me gustaba, claro, a mí cómo me iba
a gustar un tipo que se creyera uno más, uno del montón, pero hay cosas
donde es necesario ver los límites y el pobre al final me dejó acá sola
en medio de la horda, sola, diciendo cosas tan ridículas como que hay
momentos en que es necesario respetar los límites, yo diciendo respetar los
límites.
Si yo me hubiera pasado la vida respetando los
límites ahora estaría atendiendo el teléfono en alguna oficina, haciendo
trámites, quién sabe, lavando los platos; si algo bueno hice en mi vida
es no darle bola a los límites, a esas barreras que la gente se inventa
para justificar sus incapacidades; todos esos que ahora me dicen que me calme no
entienden que si soy como soy, si soy lo que soy es porque nunca me calmé, así
que no voy a empezar ahora.
No es que me equivoque, no es que me
descontrole: es que eso es lo que soy, a ver si lo van a
descubrir recién. Pero lo cierto es que no es lo mismo hacerlo cuando hay
alguien que te puede decir nena pará, que te puede señalar cuando quién sabe
estás por patinar, estás por confundirte –no voy a decir equivocarte, para qué,
eso ya lo dicen los demás–, que hacerlo cuando no lo tenés, cuando te
rodea una manga de salames que no podés confiar en ninguno porque son
unos brutos que se creen muy vivos, acá, en la oficina, en todos lados,
una manga de salames que no se dan cuenta de que no me llegan ni al ruedo de la
pollera media pierna y encima se agrandan porque tienen un poquito de
poder.
Pero un poquito y encima se los dí yo,
pobres borregos. No saben lo que es el poder de verdad
y se creen que lo tienen. Como esos que te dicen sí la información es poder el
discurso es poder las relaciones son poder; no entienden cuatro pepas:
el poder es poder, y todos los que dicen
otra cosa es porque no lo conocen, se la creen.
Se creen que tienen poder porque les dicen sí señor,
porque pueden entrar gratis a una cancha, les piden favorcitos, atajan algún
diego. Eso no es poder: poder es que una noche
se te ocurra una idea, que le estés dando vueltas a un asunto y se te ocurra una
idea y a la mañana siguiente podés ir a la oficina, o ni siquiera ir, llamar a
alguien y decirle vamos a hacer tal cosa. No
decirle mire señor, mire señora, qué le parece si hacemos tal cosa.
No; decirle che vamos a hacer tal cosa, organícela y trate de no
equivocarse demasiado.
Eso es poder; el resto son pelotudeces para tenerlos
medio
entretenidos.
Lo que pasa es que eso, el poder de verdad,
crea mucho resentimiento, mucho resentido. Les gusta que los mandes;
por supuesto que les gusta que los mandes y que les prestes la sensación de que
pueden mandar ellos también ese poquito, pero en cuanto ven que dudás un poco o
que algo no te sale como debería –porque a veces ellos hacen tan
mal lo que les digo que las cosas no salen exactamente como
deberían–, cuando algo no sale como debería primero se
asustan, se preocupan porque saben que es culpa suya pero enseguida
empiezan a murmurar, a tirarte el cadáver, viste la
doctora otra vez, uy qué le estará pasando que la pifió de nuevo, y se asustan
pero también les gusta porque les vuelve ese gustito de yo puedo un poco más, si
esto se desacomoda yo algo voy a ganar acá en el revoleo; no se dan
cuenta de que no son nada, una mierda no son, si yo me caigo ellos están
ahí abajo en el suelo antes de que yo termine de llegar y los aplaste.
Y entonces encima, aplastados, van a arrastrarse a pedirme perdón, los
muy
mediocres.
Pero claro, me encantaría poder confiar en
alguien. Poder hablar con alguien que yo supiera que ni
me va a traicionar ni es un tarado o un canalla. Pero no hay, no
puedo. A veces pienso que si hubiera tenido un hermano todo habría
sido muy distinto. No tuve, me las tengo que arreglar yo sola.
Es fácil, es lindo cuando las cosas te salen bien,
cuando ganás, cuando la gente te dice muy bueno lo suyo doctora dele para
adelante: ahí cualquiera es un titán.
El problema son los momentos como ahora,
cuando las cosas no te salen, cuando tenés una idea genial y
resulta que se complica, no resulta, te la joden; entonces es cuando hay
que tener temple, bancar, poner los ovarios en la mesa y seguir
adelante.
De mí podrán decir muchas cosas, pero
nadie va a decir que no los tengo muy bien puestos.
Pueden decir que soy antipática, soberbia, que me
creo la reina de Saba, que desprecio a todo el mundo, que me junté con dios y
con el diablo para avanzar en mi carrera, podrán decir lo que quieran
pero no pueden decir dos cosas: que no soy inteligente y que no los
tengo muy bien puestos.
El problema es que estas cosas no se pueden hacer
sola, y el mundo está lleno de tarados.
El país está lleno de tarados, la oficina está llena
de tarados. Gente que no se da cuenta de que hacemos estas cosas por su bien,
gente que se cree que si no fuera por eso yo estaría perdiendo el tiempo en
estas cosas; yo me dedicaría a cualquier otra, para qué tanto esfuerzo si no es
por mejorarles la vida a esos tarados que últimamente parece que no se dieran
cuenta, me critican, me putean. A mí me critican. A mí me putean. A
mí, carajo, a
mí.
No puedo creer que me critique esta manga de
mediocres. Últimamente me pasa cada vez más que me pregunto qué
estoy haciendo acá, otra vez la pifié, cómo hago para salir de
ésta.
Hago algo que creo que va a salir de una manera y me
sale de otra, cada vez más a menudo las cosas me salen de otra y entonces a
veces no lo entiendo, ya no entiendo qué pasa, no entiendo qué se puede hacer
para que deje de pasar y entonces por ahi me doy cuenta de que preferiría no
estar más acá, que estoy llegando al borde, que quisiera saber cuánto más va a
durar todo esto, que cómo hago para tomármelas. Yo, que cómo hago
para tomármelas. Yo, que lo único que quería en la vida era estar
donde estoy, y ahora a veces me da que quiero irme. Es triste: es triste de
verdad, y para colmo es peligroso: tengo que hacer todo lo posible para que
nadie se dé cuenta, porque si se enteran de que estoy pensando en
irme se me van a tirar encima como perros.
Y encima el problema es que no tengo
salida. Yo acá me jugué toda, y yo no soy de ésas que dicen ay
perdón no quería ir por acá disculpen ya mismo me retiro. Sí, es cierto que
cambié más de una vez de idea; más de una vez, muchas veces cambié porque es de
necios no cambiar, hay que saber jugar con el aire de los tiempos, adaptarse a
los tiempos, y más si una quiere tener algún peso, no se puede remar siempre
contra la corriente. Pero ahora ya estoy jugada y sin
fichas, sin más espacio para la maniobra, y hay días en que no sé
cómo seguir. Otros que sí, claro: otros días en que de nuevo me parece que los
voy a pasar por
encima.
Vamos a ver: no está muerta quien
pelea. Por suerte hay algunos que todavía me entienden.
Muchos se creen que yo soy insensible, que esas cosas
no me importan. No la ven: a mí no me importa lo que me critique un tarado, un
vendido, un mogólico, y menos todavía me importa que me elogie uno
de esos truchos que les pagamos para eso, yo sé distinguir, yo sé
que esos son perros baratos, que hoy están acá y
mañana allá según les convenga en cada caso, según los huesos o las caricias que
les tiren –que de todo hay, gente para hueso, gente para caricia, todos con la
etiqueta de su precio, barato, casi regalado–, pero hay gente que sí me importa
y cuando dicen que pese a todo hice un par de cosas buenas me da el orgullo, me
llena de alegría. Lástima que sean tan pocos. Cada vez menos, tan tan
pocos.
Me pegan mucho, últimamente. Unos me pegan porque no
me entienden; otros me pegan porque me entienden demasiado bien y se
dan cuenta de que les estoy jodiendo el estofado, pero eso me
gusta: si no tuviera enemigos no sabría que lo que estoy haciendo
está bien, no sabría para dónde ir, sabría que no estoy haciendo
nada.
Y además esto de los enemigos es muy
buen negocio. Con tanta pelea, con enemigos tan brutos y tan
berretas, es más fácil decir que todos los que están contra mí son
unos fachos, que el que se va con ellos es poco menos que un nazi
o un traidor y entonces las ratas que tengo alrededor tienen menos
tentaciones de abandonar el barco y pasarse al otro bando.
Cuando estás en esas situaciones que todos se tratan
tipo caballero inglés sí mi estimado por supuesto mi querida faltaba más pase
usted no después de usted, todos estos hijos de puta van y
vienen, se cambian de lealtad como se cambian de camisa; en cambio
así, con este clima de guerra, es mucho más difícil darse vuelta y
pasarse a los otros.
No digo que no lo hagan, porque acá hay cada uno;
pero les cuesta más, lo tienen que pagar más caro y entonces se lo piensan. Y
encima la pelea nos da ese espíritu de equipo, sí, tenemos que pelear contra el
juez tal, ése es un reaccionario conservador cobarde que viene por nosotros, hay
que hacer lo que sea necesario para demostrarle donde está la justicia, dónde
está la verdad, vamos por
todo.
Así que me paso la vida en la pelea, me dejo la piel
en la pelea y me salen granitos y me tengo que poner más maquillaje y entonces
siempre hay un idiota que dice que me maquillo cada vez más porque no quiero
aceptar que estoy más vieja. Qué aceptar ni aceptar. Tengo granitos, siempre
tuve granitos, y además una cosa es lo que acepte o no acepte y otra es lo que
muestre: acá donde yo estoy, acá arriba, no podés mostrar ningún
signo de debilidad porque te comen los caranchos. A menos que sea un signo de debilidad bien
controlado, calculado para hacerte más fuerte, por supuesto, más
querida: eso paga, eso sí que pagó, pobrecito. Pero igual no
tienen paz: después siempre hay algún tonto que me critica porque me pongo un
vestido elegante, una cartera cara. ¿No se dan cuenta de que a los
de abajo, a cualquier empleado, les gusta verme así? ¿Qué quieren, que me miren
como a una cualquiera? Yo no soy una cualquiera, yo soy su jefa,
para que todos se den cuenta yo tengo que mostrarme siempre bien puesta, siempre
bien arreglada. A mí, de última, me importa tres carajos: yo puedo estar tan
bien –bueno, podía estar tan bien– con un bluyín y una camisa, y además a esta
altura qué me importa, pero esto es parte del laburo: hay que
mostrarle a todo el mundo que una es capaz de codearse con los mejores como si
fuera una de las mejores –no como una pordiosera. Si querés que te
traten como a una reina tenés que ser una reina, decía mi vieja, y tenía más
razón que una santa, pobre.
Pero yo sé también que tendría que
disimular más, tendría que cuidar algunas cosas. Yo me doy cuenta
de que ahora a veces se me escapan cosas, y antes se me escapaban menos. Cuando
hablo con gente, por ejemplo, cuando me escuchan tipos que no conozco,
porque a veces me dejo ir demasiado y digo cosas que no querría
decir y que en ese momento me parece que me dan más fuerza y
después me doy cuenta de que son regalos para mis
enemigos. Sé que tendría
que cuidarme pero a veces no puedo, no logro contenerme. Es difícil, cuando una
está hablando, cuando sentís el placer de que te escuchen sabiendo que lo que
vas a decirles les importa, los condiciona: en esas situaciones es difícil
callarse. Si no me creen, preguntenle al Diego.
Entonces ahora vienen y dicen que estoy
loca: locos están ellos, que no se dan cuenta de todo lo que estoy
haciendo para ayudarlos, para que vivan un poco mejor. Loca, yo, mi dios; pobres
idiotas. Si por lo menos fueran capaces de apreciar, de entender de verdad los
sacrificios que yo hago por ellos. Me estoy dejando la salud por ellos, la vida
por ellos. Se creen que lo hago por mí, porque me gusta, porque me da placer
estar acá. Me da, seguro que me da, pero yo podría estar acá de otra manera, más
tranquila, con menos conflicto, si no fuera porque tengo que darles todo a
ellos. Yo por ellos doy todo, y los muy hijos de puta no entienden,
no lo aprecian, lo único que hacen es buscar siempre el pelo en la
sopa: que si me equivoqué en tal cosa, que si esto no fue suficiente, que si
gané mucha plata. Claro que gané mucha plata: soy inteligente, soy
necesaria, tengo poder, gané mucha plata. ¿Qué querían, que la
donara a los desamparados? Él me lo decía siempre: nosotros
necesitamos plata para hacer el bien, y nos la merecemos porque hacemos el bien,
y vos dejá que los mediocres chillen. Ya van a ver cuando venga
cualquiera de estos doctorcitos, ya me van a extrañar. Pero ahí va a ser tarde:
a llorar a la iglesia. Y que van a llorar, van a llorar, y yo espero que mis
carcajadas no se escuchen. O capaz que ya ni ganas de reírme me van a quedar,
después de tantas injusticias.
No sé, ya no me quedan
ganas. Hay días en que no me quedan ganas, que no sé adónde ir a
rascarlas. Si él estuviera me diría dale piba no te hagás la boluda,
dale para adelante. Pero él no está, nadie está, y yo no sé qué
más hacer. La verdad, por primera vez no sé qué hacer. Pero tengo
que hacer algo, porque lo cierto es que el estudio está lleno de deudas,
perdemos cada vez más casos, hay clientes que se van, los socios junior
conspiran para reventarme, lo extraño mucho a él, no tengo en
quién confiar, voy a tener que despedir a un tercio de los empleados, la cosa no
funciona.
Si los abogados de la Barrick volvieran con la oferta del
año pasado, les vendo todo y me encierro en la estancia.
Pero
ahora me parece que ya ni ellos quieren.
La verdad, hay días que me
da miedo pensar cómo va a terminar todo este
baile.
Martín Caparrós - El País - Madrid - 24-Jun-2013