Para algunas expresiones de la nueva izquierda
latinoamericana, más o menos
“populistas”, la agenda redistributiva y progresista debe
avanzara
expensas del liberalismo.
En esta versión, el liberalismo no es más
que una ideología a desenmascarar, el credo de la derecha, los
poderosos y el capitalismo internacional. El debate en la región se
basa entonces en un razonamiento falaz, que reduce y por ende
distorsiona el fenómeno en cuestión. Si esto transcurriera sólo en los
claustros, no importaría demasiado. Lo grave es que con esta falacia
estos gobiernos hacen política, deteriorando las instituciones
republicanas y la legalidad democrática. Ironía suprema, de este modo también
afectan los derechos de las mismas clases populares que dicen
representar.
Es muy cierto que el liberalismo enuncia
postulados teóricos (o ideológicos, si se prefiere)
que dan sustento al libre mercado, la
iniciativa individual y la propiedad privada—el esqueleto del
sistema capitalista. Pero una lectura parcial y sesgada
omite que el liberalismo además es la
matriz del constitucionalismo, el principio que establece
la separación de poderes y los mecanismos que lo
regulan y reproducen. La singularidad del estado
liberal reside en la idea que las personas tienen derechos
fundamentales, y esos derechos están protegidos
sólo si el uso del poder público está restringido a priori, o sea,
dividido y limitado por normas relativamente
estables.
La creación de un orden social basado en
la igualdad formal—derechos y
garantías—junto con la desigualdad
material—propiedad
privada—fue objeto frecuente de controversias intelectuales y
disputas políticas. Para algunas vertientes de pensamiento, esta era una fórmula
intrínsecamente contradictoria y, como tal, insostenible. La nueva
izquierda parece suscribir de esta lógica, desconociendo que
la “invención democrática” resolvió esa supuesta
incongruencia tiempo atrás. De hecho, una vez que el liberalismo
clásico se combinó con el proceso histórico democratizador, se creó el marco
institucional indispensable para la expansión de derechos—civiles, pero también
políticos y sociales—que condujeron a la participación política
irrestricta y la redistribución. Si ello no fuera así, el voto
continuaría siendo exclusivo para hombres, blancos y propietarios. Y si
el derecho a la propiedad privada, tan esencial al capitalismo liberal, fuera
inalterable, la tributación progresiva y el estado de bienestar serían
quimeras.
El constitucionalismo liberal conforma así una
corriente histórica profundamente progresista.
Sin el liberalismo no habría igualdad ante la ley, ni
existiría la noción de debido proceso, y por ende tampoco tendríamos la
Declaración Universal de los Derechos Humanos. La
democracia, entonces, debe ser liberal para ser verdaderamente
“democrática”. Esto es esencial para entender lo que
está en juego en América Latina,
donde nos devoran los sesos con la condena del liberalismo por parte de
supuestas democracias populares, directas, radicales,
plebiscitarias y demás. Camuflaje retórico,
esa es la propaganda de un régimen que usa el método democrático para
llegar al poder, pero que una vez allí lo ejerce de manera
autoritaria, incluyendo su intención de perpetuarse en
él.
Las mayorías son por definición
transitorias, de ahí que la constitución liberal
reserve derechos y garantías para proteger a las
minorías, que pueden ser un partido político derrotado o una
minoría étnica o religiosa. Pero en países crecientemente heterogéneos en lo
social y diversos en lo cultural, también es minoría un grupo
que, independientemente de su número, sea
perjudicado por una asignación desigual de recursos
materiales—por ejemplo, los pobres o la fuerza
laboral femenina—o por una distribución asimétrica del
reconocimiento social—por ejemplo, los homosexuales o los
discapacitados.
Y cuando de las clases populares y la
redistribución se trata, el liberalismo también es necesario
para eso. Primero porque un
programa redistributivo sólo es sustentable en el tiempo si es parte del
tejido de procedimientos de la democracia liberal, como bien lo
demuestra la social democracia escandinava, que construyó las sociedades con
mayor equidad social y mayor libertad individual del planeta. Y
segundo porque cuando cambia el ciclo
económico y la economía se contrae—o sea, cuando el boom de las
commodities se agote—en un orden normativo débil se exacerban las
desigualdades pre-existentes, lo cual perjudica a los pobres
desproporcionadamente.
Ser liberal es ser progresista
porque la separación de poderes y el debido proceso están del
lado de los que menos tienen. Los pobres no tienen recursos
materiales, ni apellido, ni influencia política, sólo tienen la norma jurídica
que los protege y los empodera, es decir, que les da poder. Hacer
redistribución con el liberalismo es ampliar derechos sociales, es
construir ciudadanía. Sin el liberalismo, con la
discrecionalidad del jefe del Ejecutivo, la redistribución no construye
más que clientes de una estrategia de dominación. Hacer
justicia social a expensas de otros tipos de justicia es falso; redistribuir
recursos mientras se intimida a periodistas críticos y se avasalla a jueces
independientes es parte de esta falacia que nos gobierna.
El liberalismo histórico convirtió a
los súbditos en ciudadanos, individuos autónomos con derechos
garantizados por la norma constitucional. Las izquierdas bolivarianas y
sus parientes cercanos transforman a estos ciudadanos en sujetos dependientes de
una máquina paternalista que busca perpetuarse—reducen las esferas de
derechos en lugar de ampliarlas. Sin el liberalismo, esta versión perversa de
progresismo cada vez se parece más a su antítesis, un
autoritarismo regresivo.
Héctor Schamis - El País - Madrid - 24-Jun-2013
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