Nadie puede predecir las tragedias naturales, pero
- Uno puede vivir en un rascacielos de Japón y sólo sufrir un rasguño.
- O puede vivir en cualquier rincón de Haití y morir como otros miles.
- La diferencia no está en la naturaleza, sino en la oscura naturaleza del dinero y del poder, que divide el mundo
- entre aquellos que tienen una vida y
- aquellos que luchan por tener un simulacro.
- Unos viven,
- otros sobreviven,
y si siempre ha sido así, desde que el ser humano se arrastra por este sufrido planeta, ello es especialmente clamoroso desde que la ciencia y la tecnología intentaron hacer posible el sueño de Miguel Ángel.
Ese hombre arrogante que acercaba su dedo a Dios, y culminaba, con su osadía, la maravilla de la Capilla Sixtina, era un hombre que se civilizaba y en el proceso individual civilizaba el entorno. Siglos después de esos sueños, ya sabemos que no nos hemos acercado a Dios, sino más bien a nuestros delirios de grandeza, y lo hemos hecho con la misma torpeza con que iniciamos nuestros pasos en la Tierra.
Estamos en el siglo XXI,
- gozamos de un gran desarrollo tecnológico,
- nos hemos rodeado de comodidades,
- hemos avanzado en la lucha contra las enfermedades,
- pero no hemos avanzado en el dominio de nuestras miserias.
Si en pleno siglo XXI existen países como Haití, abandonados a su suerte, con millones de personas que no importan a nadie, que viven y mueren miserablemente, si ello pasa,
- no es porque el mundo es complicado, que lo es,
- sino porque es bien simple nuestra indiferencia,
- nuestra prepotencia y
- nuestra ambición.
- No nos importa nada.
Es cierto que podemos conmocionarnos con las imágenes del telediario y que muchos países (los democráticos, porque los tiránicos no llegan ni a eso) movilizan recursos. Durante unos días, Haití existirá en la retina del mundo.
Pero pasará el tiempo, las noticias serán menos noticiables, Haití habrá dejado de ser un punto de interés y nos olvidaremos de que tenemos, abandonadas en una isla destruida, a millones de personas.
Al fin y al cabo, ¿por qué habríamos de modificar nuestra indiferencia, si siempre la hemos cultivado con afán?
Por supuesto, ello no vale para todos, y ahí están gentes comprometidas como Médicos sin Fronteras u organizaciones religiosas o voluntarios de diversa índole, que intentan llevar un poco de calma a los rincones del infierno.
Pero no hablo de solidaridad, sino de compromiso colectivo, estructural.
Si el mundo rico y poderoso quisiera, Haití daría la vuelta a su desgracia. Como tantos otros países.
Tenemos la capacidad económica y tecnológica. ¿Por qué no lo hacemos?
Porque
- la muerte paria,
- la muerte de los que no tienen nada,
- no nos interesa.
- No hemos avanzado para conseguir la justicia universal.
- Hemos avanzado para garantizar que el bienestar de unos no lo ponga en peligro la miseria de muchos.
- Y sobre esa miseria se sustenta.
- Uno puede vivir en un rascacielos de Japón y sólo sufrir un rasguño.
- O puede vivir en cualquier rincón de Haití y morir como otros miles.
- La diferencia no está en la naturaleza, sino en la oscura naturaleza del dinero y del poder, que divide el mundo
- entre aquellos que tienen una vida y
- aquellos que luchan por tener un simulacro.
- Unos viven,
- otros sobreviven,
y si siempre ha sido así, desde que el ser humano se arrastra por este sufrido planeta, ello es especialmente clamoroso desde que la ciencia y la tecnología intentaron hacer posible el sueño de Miguel Ángel.
Ese hombre arrogante que acercaba su dedo a Dios, y culminaba, con su osadía, la maravilla de la Capilla Sixtina, era un hombre que se civilizaba y en el proceso individual civilizaba el entorno. Siglos después de esos sueños, ya sabemos que no nos hemos acercado a Dios, sino más bien a nuestros delirios de grandeza, y lo hemos hecho con la misma torpeza con que iniciamos nuestros pasos en la Tierra.
Estamos en el siglo XXI,
- gozamos de un gran desarrollo tecnológico,
- nos hemos rodeado de comodidades,
- hemos avanzado en la lucha contra las enfermedades,
- pero no hemos avanzado en el dominio de nuestras miserias.
Si en pleno siglo XXI existen países como Haití, abandonados a su suerte, con millones de personas que no importan a nadie, que viven y mueren miserablemente, si ello pasa,
- no es porque el mundo es complicado, que lo es,
- sino porque es bien simple nuestra indiferencia,
- nuestra prepotencia y
- nuestra ambición.
- No nos importa nada.
Es cierto que podemos conmocionarnos con las imágenes del telediario y que muchos países (los democráticos, porque los tiránicos no llegan ni a eso) movilizan recursos. Durante unos días, Haití existirá en la retina del mundo.
Pero pasará el tiempo, las noticias serán menos noticiables, Haití habrá dejado de ser un punto de interés y nos olvidaremos de que tenemos, abandonadas en una isla destruida, a millones de personas.
Al fin y al cabo, ¿por qué habríamos de modificar nuestra indiferencia, si siempre la hemos cultivado con afán?
Por supuesto, ello no vale para todos, y ahí están gentes comprometidas como Médicos sin Fronteras u organizaciones religiosas o voluntarios de diversa índole, que intentan llevar un poco de calma a los rincones del infierno.
Pero no hablo de solidaridad, sino de compromiso colectivo, estructural.
Si el mundo rico y poderoso quisiera, Haití daría la vuelta a su desgracia. Como tantos otros países.
Tenemos la capacidad económica y tecnológica. ¿Por qué no lo hacemos?
Porque
- la muerte paria,
- la muerte de los que no tienen nada,
- no nos interesa.
- No hemos avanzado para conseguir la justicia universal.
- Hemos avanzado para garantizar que el bienestar de unos no lo ponga en peligro la miseria de muchos.
- Y sobre esa miseria se sustenta.
Pilar Rahola - "La Vanguradia" - Barcelona - 15-1-2010
El gran seísmo
Lo peor que le ha sucedido a Haití no es el devastador terremoto del martes. Lo peor lleva tiempo sucediendo.
El suelo que pisan los haitianos hace mucho que está resquebrajado. La sociedad de ese pedazo de isla está quebrada desde hace tanto que se diría que ya es imposible recomponerla.
- Misiones de la ONU con cascos azules, en las que por cierto participa la Guardia Civil,
- el mismísimo Bill Clinton actuando como enviado especial de Obama,
- un ejército de oenegés y
- fondos transferidos desde los países ricos
no han impedido que Haití sea el espejo caribeño del fracaso africano de Somalia.
Porque lo de Haití, por más que seamos incapaces de contener la furia de la tierra que de un manotazo puede matar a cien mil personas, no es una catástrofe natural. Es un desastre humano sobre el que el terremoto juega con ventaja.
- ¿Habrá todavía quien se pregunte por qué los pobres se empeñan en vivir
- en lugares de suelos inestables,
- en riberas de ríos que se desbordan,
- en casuchas con las que los vientos juegan a la peonza?
El temblor no ha respetado ni al palacio presidencial, pero entre los muertos hay miles que no tenían un techo que caérsele encima.
Los contrastes de un mundo tremendamente injusto y desigual son todavía más hirientes en lugares como Puerto Príncipe, a los que hemos abandonado a su mala suerte. La de ser saqueados por personajes como los Duvalier, por ejemplo.
El terremoto de Haití es una de esas tragedias que, aunque sea por unos segundos, nos acongoja. Como el tsunami de hace cinco años. Después del maremoto del 2004 se habló durante algún tiempo de las penosas condiciones de vida en muchos países del Índico.
Con todos los turistas a salvo, la preocupación por aquellas personas que ya tenían poco antes de la gran ola cesó pronto.
El drama es que el desastre continuo que padecen 1.000 millones de personas en el mundo no nos sacuda cada día como el seísmo.
- Misiones de la ONU con cascos azules, en las que por cierto participa la Guardia Civil,
- el mismísimo Bill Clinton actuando como enviado especial de Obama,
- un ejército de oenegés y
- fondos transferidos desde los países ricos
no han impedido que Haití sea el espejo caribeño del fracaso africano de Somalia.
Porque lo de Haití, por más que seamos incapaces de contener la furia de la tierra que de un manotazo puede matar a cien mil personas, no es una catástrofe natural. Es un desastre humano sobre el que el terremoto juega con ventaja.
- ¿Habrá todavía quien se pregunte por qué los pobres se empeñan en vivir
- en lugares de suelos inestables,
- en riberas de ríos que se desbordan,
- en casuchas con las que los vientos juegan a la peonza?
El temblor no ha respetado ni al palacio presidencial, pero entre los muertos hay miles que no tenían un techo que caérsele encima.
Los contrastes de un mundo tremendamente injusto y desigual son todavía más hirientes en lugares como Puerto Príncipe, a los que hemos abandonado a su mala suerte. La de ser saqueados por personajes como los Duvalier, por ejemplo.
El terremoto de Haití es una de esas tragedias que, aunque sea por unos segundos, nos acongoja. Como el tsunami de hace cinco años. Después del maremoto del 2004 se habló durante algún tiempo de las penosas condiciones de vida en muchos países del Índico.
Con todos los turistas a salvo, la preocupación por aquellas personas que ya tenían poco antes de la gran ola cesó pronto.
El drama es que el desastre continuo que padecen 1.000 millones de personas en el mundo no nos sacuda cada día como el seísmo.
Carlos Agulló - "La Voz de Galicia" - Sgo. de Compostela - 15-1-2010
No hay comentarios:
Publicar un comentario