UNOS sindicalistas que no se manifestasen serían como un escritor que no escribiese, un bailarín que no bailara... o un trabajador que no trabajase.
Un contrasentido, una incoherencia, un oxímoron. Las manifestaciones son la gimnasia del sindicalismo, el ejercicio que sacude su pereza, desengrasa su cintura, estira sus músculos y oxigena sus arterias.
Unos sindicatos que no se movilizan sienten la misma malograda frustración que una cofradía que no procesiona. Sin agitación callejera se abotargan, se entumecen en rutinas burocráticas que anestesian su combatividad, liman su fiereza y cuestionan su razón de ser.
El sindicalismo negociador acaba perdiendo crédito, prestigio e influencia si no se vivifica a sí mismo con alguna demostración de fuerza.
El problema surge cuando los aparatos sindicales se acomodan, como ha sucedido en España, en
- la burocracia apoltronada de una estructura de poder,
- acolchada por subvenciones y
- blindada de complicidad institucional.
Cuando en medio de una aguda crisis social los liberados sindicales y los delegados de los comités son inmunes a los despidos que diezman las empresas mientras el Gobierno mima a sus dirigentes y se pliega a sus exigencias.
Cuando los trabajadores que sienten la amenaza del paro y los desempleados que ya la sufren comienzan a mirar a las centrales con el recelo de una casta. Entonces urge
- encontrar un enemigo,
- urdir una retórica,
- concebir una confrontación con la que justificar el aparataje,
- simular combatividad y
- ahuyentar la apariencia de conformismo.
Para eso siempre están ahí los empresarios, como
- un abstracto ideograma de antagonismo,
- adversarios eternos y
- ontológicos de la clase trabajadora.
Los odiosos empresarios, los «panzudos patrones» que decía Atahualpa Yupanqui, resultan el objetivo ideal para orquestar una movilización rutinaria, una demagogia facilona, una esquemática representación maniquea del bien y el mal.
Aunque hayan cerrado 140.000 empresas, aunque la recesión sacuda el tejido productivo con oleadas de quiebras. En la retórica sindical el empresario es sinónimo de codicia, tiburoneo, voracidad y usura.
La patronal representa el tópico opulento, la antipática iconografía de la riqueza explotadora contra la que desplegar en la calle la musculatura de pancartas, eslogans y banderas sin riesgo de molestar al munífico Gobierno amigo que provee la confortable subsistencia corporativa.
Esta alianza populista de intereses en la que el poder utiliza como fuerza de choque a los sindicatos a cambio de un privilegio institucionalista es bien antigua y pervive en la política contemporánea a través de un "dudoso fenómeno" llamado "peronismo".
Ayer, en la escenografía perezosa de la multitudinaria, apacible y poco convencida marcha-excursión de Madrid, sólo faltó un tambor (bombo) que marcara el triunfal estribillo: «Zapatero, qué grande sós».
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