No me alarma en lo más mínimo que un marinero se meta 16.000 pesos en el bolsillo en tan sólo 15 días ni que un maquinista embolse 50.000, o que un capitán pueda hacerse de 70.000 pesos en 2 semanas de marea, en las cuales capturaron cerca de 100 toneladas de langostino.
Más aún, si las cifras fuesen el doble o el triple me seguirían pareciendo justas, teniendo en cuenta que ni por ese dinero estaría yo dispuesto a subirme a un barco pesquero. Vaya desde aquí mi respeto hacia quien lo hace y logra, con tan pocos elementos, un ingreso más que digno, situación que lejos está de ser envidiada por quien suscribe.
Pero por otra parte, si yo fuera un marinero de un buque tangonero estaría más que preocupado por la situación actual del negocio del langostino y ante la certeza de que si paran mi barco por falta de rentabilidad, difícilmente pueda conseguir en tierra un trabajo que me aporte siquiera el 20% de lo que estoy acostumbrado a ganar mensualmente.
El negocio del langostino, que floreció en el país hace alrededor de quince años, no dejó de crecer en facturación, cantidad de barcos, rentabilidad, inversiones, empleo y reparto de utilidades desde aquellos inicios hasta hace apenas un par de años. En su derrotero y ante una bonanza que parecía inagotable, fue creciendo y participando de sus ganancias a la sociedad como no lo ha hecho ninguna otra flota de la industria pesquera nacional: se ganaban fortunas de la misma forma en que se las repartía. Pero también –y por la misma inercia de prosperidad que parecía eterna– los empresarios langostineros no vislumbraron que algún día la taba podría darse vuelta y, en el camino, fueron asumiendo cargas y compromisos que iban finalmente a hacen inviable el negocio.
La mayoría de esas cargas fueron impuestas desde los sectores políticos y sindicales, ante la inacción y la desunión del sector empresario.
La carga impositiva sobre este sector no revestía mayores presiones que las ya asfixiantes sufridas por el resto de las actividades económicas, aunque aún con ellas, las ganancias seguían siendo importantes sobre todo en los primeros años, épocas en las que el preciado crustáceo se pagaba cerca de doce dólares el kilo. Tal vez los entes recaudadores de los distintos Estados, provinciales y nacional, ante la evidencia cierta de ganancias extraordinarias, podrían haber aprovechado la bonanza para promover el desarrollo de sus regiones apostando a actividades genuinas que mejorasen la vida de los habitantes de, por ejemplo, la Patagonia.
Muy por el contrario, los brillantes cerebros que nos gobiernan comenzaron a colocar a las empresas en situación de rehenes para financiar proyectos desquiciados que nada tenían que ver con la salud de las empresas y, por qué no decirlo, para engrosar la caja de cuanto político prosperó en tierras chubutenses y santacruceñas en la última década.
Desde finales de los noventa al presente, se obligó a las empresas dedicadas a exportar langostino congelado a bordo de los barcos (porque es así como más se paga) a construir enormes estructuras en tierra que, en su mayoría, no guardaban relación alguna con las necesidades de las empresas. Fueron inversiones millonarias en galpones inútiles, heladeras gigantescas y hasta carísimas plantas de tratamiento de aguas que las empresas no necesitaban pero construyeron, a cambio de que se las dejara seguir pescando.
Luego vino la obligación de tomar empleados en tierra a razón de un trabajador cada seis, siete u ocho metros cúbicos de bodega para hacer no se sabe qué cosa. Se pagaba sueldo a cualquiera que se anotaba para ir a cobrar y hasta hubo empresas que salieron de noche a buscar prostitutas y borrachos para cumplir con la nómina exigida y poder seguir pescando langostino; el negocio seguía siendo rentable, algo menos, pero rentable al fin.
Mientras tanto se aumentaron los cánones de extracción y los permisos de pesca de forma exponencial y el negocio igualmente seguía siendo bueno. También aparecieron los inspectores y observadores a bordo que debían asegurar la pesca responsable, cuyos sueldos eran y son pagados por las empresas que deberían ser controladas y observadas. Aunque con el tiempo los sueldos de los inspectores pasaron a ser sólo una parte pequeña de sus ingresos, comparados con las coimas que pedían.
Entre tanto, se impuso también la obligación de hacer que las empresas se metieran de lleno en el negocio del calamar para procesarlo en tierra, generando más trabajo en las plantas, lo que no fue otra cosa que un nuevo costo agregado que las empresas sostenían con el buen precio del noble langostino. Sumado a ello, se impuso la moda de llevar a cabo prospecciones previas a la apertura de la temporada; lo que se tradujo en una apertura anticipada de la zafra por la cual había que pagar a los políticos y lobbistas que la gestionaban. Y el negocio seguía siendo rentable.
También, últimamente, se pagaron sumas importantes en relación con la tarea de los inspectores a bordo. Pero esta vez, en lugar de pagar para que el inspector no infraccione, se pagó para que directamente se libere a los barcos sin ellos. De más está decir que, si se pudiese determinar fehacientemente el origen de la fortuna de algunos políticos patagónicos y de otras regiones vinculados ellos a la pesca, seguramente el langostino tendría bastante que ver en la adquisición de sus bienes.
Se podrían seguir nombrando muchas cosas más que pagó el langostino:
- seminarios inútiles,
- casa quinta de algún funcionario importante,
- estancias de algún gerente,
- lifting de alguna funcionaria,
- departamento en Puerto Madero de algún representante del CFP,
- inversiones en el extranjero de algún otro gerente,
- criaderos que nunca funcionarán e inversiones en acuicultura muertas antes de nacer,
- casas en Punta de Este,
- campañas electorales de varios políticos,
- estudios técnicos y silencios de algunas ONGs,
- informes de economía hechos por funcionarios,
- estadías interminables en hoteles cinco estrellas,
- putas esculturales,
- invitaciones a ferias internacionales,
- complicidades periodísticas,
- etc. etc. etc.
¡Qué tiempos aquellos! Pero hoy todo eso se terminó.
Lejos del despilfarro descripto, la realidad nos muestra que, ante la actual crisis internacional, no sólo el langostino se paga bastante menos de lo que cuesta extraerlo sino que ni siquiera hay mercado consumidor; que en épocas de bolsillos flacos el langostino aparece como un producto del que se puede prescindir y que difícilmente las empresas puedan sobrevivir sin tener clientes.
Ya no se trata de determinar si un marinero gana mucho o poco sino de definir cuáles son los costos que el precio final del producto puede absorber.
Ya no creo que sea importante volver a hablar de si ganaron mucho o qué hicieron con las ganancias obtenidas. Ni siquiera me incumbe definir si es justo que un marinero gane treinta mil pesos por mes o que un empresario despilfarre en forma ostentosa.
Lo que sé es que el negocio se termina y que no nos podemos dar el lujo de
- dejar que se paren 60 barcos,
- se pierdan miles de puestos de trabajo,
- se empuje a la conflictividad social a varias comunidades,
- se produzcan quiebras generalizadas y
- se pierdan millonarios ingresos fiscales para el bien del país.
Alguien tendrá que hacer algo para revertir el rumbo de inexorable quebranto hacia el que se dirigen las empresas y, por todo lo que acabo de escribir, me parece que ese “alguien” incluye a mucha gente.
Guillermo Nahum - "El Diario de Madryn" - Pto. Madryn - 18-May-2009
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