Desde siempre, Francia ha vivido tironeada por sus ambiciones y sus medios efectivos. Luis XIV y Napoleón I quisieron conquistar Europa y fueron a la bancarrota. De Gaulle, menos belicoso, tuvo más suerte: enderezó a un tiempo la diplomacia y las finanzas francesas, respaldado por un sólido crecimiento económico.
¿Dónde situamos a Nicolas Sarkozy? Por su ambición, pertenece al linaje de Napoleón y de De Gaulle, pero también es un realista. Así, en política exterior, tomó nota de que Francia ya no posee los medios diplomáticos y militares para afrontar por sí sola las amenazas e incertidumbres -conocidas, como el terrorismo, y desconocidas, como las de Rusia y China- y renovó la alianza con los Estados Unidos. La nueva política exterior de Francia es clara, pero en lo interior se instala el desorden sin que se vislumbre una salida. Las huelgas y, en un sentido más general, los llamados movimientos sociales revelan no uno, sino dos "males franceses". Si mi memoria no me engaña, El mal francés era el título de una obra célebre de Alain Peyrefitte, publicada en 1976. En ella, el ex ministro de De Gaulle atribuía la burocracia excesiva y el crecimiento lento de Francia a su incapacidad para abrazar el liberalismo económico. Una generación más tarde, me parece que hemos pasado de un mal a dos. El primero es ideológico. Francia es la única nación occidental en la que la retórica revolucionaria y el pensamiento marxista todavía cuentan con un fuerte apoyo entre los docentes, los sindicatos y los partidos políticos. En las últimas elecciones presidenciales, hubo no menos de tres candidatos trotskistas. El mundo se interesa mucho por la ultraderecha francesa, por el Frente Nacional, xenófobo y hostil a los inmigrantes. Pero el Frente está en vías de desaparecer, mientras que la ultraizquierda actúa como una hechicera. Aprovecha el eclipse de los aburguesados partidos Comunista y Socialista, para adueñarse de esa herencia revolucionaria de la que tantos franceses se enorgullecen y que todavía se enseña positivamente en nuestras escuelas. De esta ultraizquierda, liderada por funcionarios públicos, provienen todos los movimientos sociales que perturban al país. Ella demoniza de antemano todo intento de adaptar nuestra economía a las exigencias de la modernidad y de la innovación. El estancamiento económico refuerza este ambiente de lucha de clases. El crecimiento casi nulo impide aumentar los ingresos. La masa de asalariados, tanto del sector público como del privado, reclama un mayor poder adquisitivo. Empero, al no haber crecimiento, el poder adquisitivo de los unos sólo se puede elevar al confiscar el de los otros. ¡Qué ganga para la ultraizquierda! El estancamiento fomenta la envidia e incita a denunciar a los logreros. El segundo mal es económico. ¿Por qué Francia es hoy la economía menos eficiente de la Unión Europea? Para los economistas, esto no es un enigma. El sector público emplea a una cuarta parte de la población. Tal vez, eso garantice algunos buenos servicios, pero no conduce al dinamismo económico. Una cuarta parte de la población está fuera de concurso; no necesita emprender o innovar nada. El sostenimiento de este sector público -el más importante de la UE- absorbe créditos cuantiosos y, por ende, dificulta considerablemente la financiación de las inversiones privadas. Por otro lado, las empresas privadas no se pueden administrar cabalmente como tales, en particular, porque el despido está prohibido, o casi. Al no poder despedir personal, tampoco lo contratan. Esto explica, en gran parte, el alto índice de desocupación juvenil (50 por ciento, en la franja de menos de 26 años). Por último, nuestras universidades públicas, muy burocratizadas, han dejado de ser selectivas y producen más diplomas sin valor que innovaciones útiles a la economía. Este diagnóstico es archiconocido. Todos los gobiernos, de derecha y de izquierda, tomaron nota de él, pero nada hicieron por temor a perder el poder. Desde 1981, la ambición primordial de los dirigentes políticos franceses ha sido perdurar. Lo consiguieron: Mitterrand gobernó catorce años; Chirac, doce. Sarkozy declara de buen grado que no le interesa un segundo mandato por cinco años. Prefiere triunfar en el primero a solicitar el segundo. ¿Hay que creerle? En caso afirmativo, los pasos son obvios:
- reducción del sector público,
- liberalización del derecho laboral y
- autonomía universitaria.
Todo esto figuraba en su plataforma electoral, pero, a los seis meses de su elección, tenemos derecho a inquietarnos por las verdaderas intenciones de Sarkozy y la capacidad de resistencia de la burocracia. Sarkozy se contenta demasiado fácilmente con victorias simbólicas. Ha hecho aprobar una ley de autonomía universitaria sin contenido concreto. No obstante, anuncia con orgullo que las universidades francesas son tan autónomas como las norteamericanas. Los profesores y los estudiantes se rebelan contra esta ley hueca, como el toro frente a un trapo rojo. Nos hallamos así en la peor situación posible: un discurso liberal desencadena la rebelión social, pero ni siquiera tenemos una reforma. Cosechamos tan sólo una revuelta. Las huelgas en el sector público acaban del mismo modo. El Gobierno se declara vencedor, pero seguimos agobiados por el mismo sistema previsional de reparto, financiado por los contribuyentes, cuando deberíamos habernos encaminado, francamente, hacia el sistema de capitalización, financiado por los asalariados. (El detonador de estas huelgas fue un proyecto insignificante de prolongar los años de trabajo en los transportes). Sarkozy choca, pues, contra una resistencia comparable a la que encontraron Margaret Thatcher o Ronald Reagan en los ochenta, pero, según creo, estos tenían convicciones liberales más firmes. Y, sobre todo, las circunstancias los favorecieron. Por entonces, los británicos y los norteamericanos compartían una profunda sensación de decadencia. Estaban dispuestos a cambiar de sistema para escapar de esa declinación sentida y real. Francia está en una situación intermedia. El crecimiento es nulo, pero no negativo. Muchos franceses viven del patrimonio acumulado por sus antepasados (no pocos de ellos se dan el lujo, raro en Europa, de poseer una segunda vivienda). La decadencia, legible en las estadísticas, no se trasluce demasiado en los estilos de vida, en el que los más afectados son los que menos se expresan: los jóvenes, los pobres, los inmigrantes. De ahí, el débil apoyo de la opinión pública a reformas profundas. Sarkozy tampoco explicó en forma convincente que sus reformas eran coherentes e indispensables para escapar de la decadencia y adaptarse al nuevo orden mundial. ¿Habrá que desear un agravamiento de la situación que provoque una sensación de urgencia y facilite las reformas? No lo deseamos, pero, probablemente, ocurrirá. El año económico 2007 es malo; 2008 podría ser peor. Esto no significa que Sarkozy se vuelva absolutamente liberal y la opinión pública lo siga.
También podría agravarse la lucha de clases, y Sarkozy jugar otra carta: la del nacionalismo y el repliegue. El nacionalismo no es una solución concreta, pero, montado en él, nuestro presidente podría sostenerse hasta ese segundo mandato que dice no anhelar.
Guy Sorman - "La Nación" - Buenos Aires - 28-Nov-2007
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