- Bollywood, Buda,
- los nuevos satélites espaciales,
- la miseria más cruda y, al mismo tiempo,
- una de las economías más pujantes del planeta.
Pregúntale a Rahma cómo se llama y él le agregará el chiste: "Mi nombre es Rahma; Rahma es un nombre de un dios, pero yo no soy un dios, soy un ser humano, ja, ja, ja". Uno sonríe por simpatía, porque está feliz de haber llegado a la meta tras una maratón aérea Santiago-Buenos Aires-Londres-Nueva Delhi y porque aprecia, en esos primeros encuentros donde todo es promesa, su notorio esfuerzo por hablar español.
Rahma, el ser humano, el guía de turismo, es el indio con el que uno pasa más tiempo cuando es un turista en un grupo de turistas, es el hombre que te explica -o lo intenta- a dónde vas y por qué vas, es el embajador de India en territorio extranjero: esta van con la palabra "Tourist" en su parabrisas. El primer día, Rahma es la promesa de que alguien te va a explicar qué estás viendo. Al final del viaje, será el tipo que te dio pistas que necesitas chequear, porque no confías en su español ni en su inglés ni en su risa ni en sus chistes ni en su comprensión ni en su explicación. Y uno necesita que le expliquen India.
India es desconcertante.
Rahma tiene una hija adolescente a la que en su momento pretende encontrarle marido ("no confía en sistema de amor, no", dice de él mismo, sonriendo como siempre) y una cicatriz en el cuello, recuerdo de su juventud en motocicleta, que en India es equivalente a decir juventud a secas. Y, para ser honestos, Rahma -como muchos hombres indios- huele. A la hora del desayuno, cuando el sol sobre el cemento hace que templos, palacios y fortalezas se sientan como un horno gigante; a la hora de almuerzo, cuando uno quiere concentrarse en su curry de pollo o de cordero o de algo que es mejor no preguntar; al final del día, cuando es hora de despedirse, de depositarse como parte de esa encomienda turística a cargo del guía en un hotel de lujo, que en India se siente aún más lujoso después de haber estado en la calle. Si hubiera preguntado me habrían explicado que se trataba de "un asunto cultural" relacionado con la prescindencia del desodorante.
India es un estado de excepción.
Decir "distinto" no basta y decir "exótico" es ridículamente trivial. India obliga a dejar un par de ítemes de nuestro sentido común en la aduana, de la misma manera en que uno tiene que dejar los zapatos afuera de los lugares sagrados.
Qué significa una svástica, por ejemplo: el símbolo de la perfección de los indo-arios.
O qué es la pobreza, por ejemplo. Esos niños, los niños pobres cuya fama vía Slumdog millionaire parece un chiste cruel, los niños pobres que te golpean la ventana cuando estás en un inevitable taco entre bocinazos, cientos de motos, moto-taxis, bicicletas, vacas y micros llenas hasta el techo, te golpean el vidrio y te hacen un gesto universal que dice "dame comida" o "dame algo para comer". "¿Acaso ustedes no tienen pobres? En todas partes hay pobres", te dice secamente el encargado de turismo de Jaipur y da por resuelto el tema, y sí, tiene razón, pero en India, el país que crece al 6 por ciento anual, la potencia que quiere disputar el estrellato económico del siglo 21 a China, 40 por ciento de la gente vive bajo la línea de la pobreza y se estima que casi la mitad de los niños menores de 3 años sufre de malnutrición. Y si en otros países la vergüenza es que los pobres existan, que sean segregados y escondidos a los ojos del turista, acá están ahí, simplemente, pidiéndote comida o llevándose la mano a lacabeza con gesto que dicen "dame shampoo" o "dame lápices" porque es lo que a menudo obtienen de los turistas de repentina inspiración generosa a la salida de sus hoteles (varios sitios de internet aconsejan a los viajeros dar a los niños cosas en lugar de dinero, para que sus padres dejen de usarlos como recaudadores de limosna).
"El pueblo indio no conoce la envidia", explica Babani, un guía de la ciudad de Jodhpur a la entrada del Jaswant Thada, el imponente memorial de mármol tallado que sirve de crematorio para los reyes de Jodhpur (que, como en el resto del país, siguen existiendo y heredando su título, aunque sin más privilegios que el derivado de sus posesiones materiales). "Los hindúes aceptan su vida como es porque el cuerpo humano es lo último y lo mejor, a lo que han llegado después de más de ocho millones de vidas", explica. Si eres indio, hindú y pobre, al menos eres humano y, por eso, un privilegiado. Aunque tu cuerpo no lo vayan a cremar junto a un palacio de mármol.
"Ver su pobreza (de India) es una observación que no tiene valor; mil recién llegados al país antes que tú han visto y dicho lo mismo que tú", escribió en 1964 V.S.Naipaul, en An Area of Darkness, el primer volumen de su famosa trilogía india completada por India: A wounded civilization y A million mutinies now. "Es tu mirada lo que los violenta, es tu sentimiento de indignación lo que los indigna", agrega. "Es tu sorpresa, tu rabia lo que les niega humanidad".
Millones habrán visto y dicho lo mismo después de Naipaul. La pobreza, escribe el autor, es sólo lo obvio. Pero lo obvio es abrumador.
Promesas del este
Lo obvio en India también es su futuro esplendor. Más de mil millones de habitantes y una clase media creciente, que habla inglés y que está lista para consumir. Reformas económicas que favorecieron la modernización desde 1991 -el ministro de finanzas de entonces es el Primer Ministro hoy, Manmohan Singh-, el rol preponderante en la cumbre del G20, los siete satélites puestos en órbita en sólo 20 minutos (un récord, celebran los diarios). India es el país enfrascado en una carrera espacial contra China, meta en la que el descubrimiento de agua en la Luna por parte del satélite Chandrayaan-1 es un gran salto para esa parte de la humanidad que vive en Hindustán. Es un país tecnologizado donde un ministro se mete en problemas por decir cosas inapropiadas en Twitter, y es también el país donde Julia Roberts filma su nueva película, la adaptación de la novela Eat, Pray, Love, y donde fue rebautizada como Parvati en el Ashram Hari Mandir en Pataudi por su líder Swami Dharam Dev, quien declaró que deseaba que la actriz llevara "la cultura india en su corazón".
India quiere crecer y está creciendo, pero a veces cuesta distinguir entre el optimismo y la negación (inevitablemente uno se pregunta si no vivirá igual en su propio país). A veces el optimismo parece delirio, como el del encargado de turismo de Jaipur, un hombre pequeño de aspecto oriental y modos de emperador caprichoso que se sienta a tu mesa con una copa de mal vino en la mano y dice cosas como "¿por qué crees que los estadounidenses compran productos chinos si saben que los productos chinos son malos?", y luego responde por ti que "ellos no quieren que India crezca porque se sienten amenazados". "No tengo nada contra los chinos", te explica arrugando la nariz, "pero los odio". Y repite la expresión de asco que antes usó al decir que Slumdog Millionaire era "una película despreciable".
Otras veces la autoindulgencia llega de forma perfectamente racional, como cuando el señor Singh, que heredó de su padre una agencia de turismo que hoy trabaja con el gobierno, te hace ver que India es una democracia que compite con una dictadura como la China, en una región conflictiva, con vecinos como Pakistán y Myanmar.
India, un país donde el pasado es una presencia dominante, sufre la tensión de crecer, porque está obligada a parecerse a los demás, a integrarse a ese extraño mundo no-indio que somos todos nosotros. Un problema cuando ese mundo -dígase el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas- declara que el sistema de castas es una violación a los derechos humanos.
Y así como China tuvo su extreme makeover antes de los Juegos Olímpicos, India está en el suyo, preparando los Juegos de la Commonwealth que se realizarán en Nueva Delhi en 2010. En un país donde el cricket mueve multitudes -y hablamos de la segunda nación más poblada del mundo- el desafío es gigante. Las grandes obras están atrasadas. Las autoridades llaman a "demostrar que Delhi es una ciudad desarrollada", respetando las leyes del tránsito, por ejemplo.
Armados y desalmados
El sistema de castas parece replicado en uno de los sitios predilectos de los indios: el cine. Ver la misma película, en la misma sala, cuesta desde 40 rupias (menos de un dólar) en los asientos más sencillos hasta 400 rupias en los mullidos sillones que invitarían a dormir si no se tratara de un pegajoso musical de Bollywood, la industria que cada año produce cerca de un millar de películas y en torno a la cual hay una casta superior de estrellas que terminas reconociendo en páginas de prensa y en enormes letreros publicitarios en ciudades y carreteras.
En la pantalla de un cine de Udaipur, "la Venecia del Este" por sus lagos artificiales (cuyas propiedades aledañas aseguran el bienestar económico del maharana, Arvind Singh, convertido en un próspero empresario hotelero), la película Dil Bole Hadippa! cuenta la historia de una bella Punjabi cuya pasión es el cricket, deporte que no puede practicar por ser mujer. La solución es disfrazarse de hombre. Por supuesto, se enamora del capitán del equipo, que ha regresado desde Inglaterra para hacerse cargo del team de su padre. Ella es toda tradición -cuando anda de mujer por la vida-, él es todo modernidad. Y su manera de conquistarlo es mostrarle, en uno de los clips coreografiados, las tradiciones de su tierra. Al final, en el partido contra el equipo pakistaní, ella se revelará como una mujer antes de pronunciar un discurso que aboga por dejar las peleas atrás. Pakistaníes e indios se abrazan; la dama y el jovencito se abrazan. Y todos terminan bailando.
Por supuesto, la vida real es distinta de Bollywood (aunque los grupos de jóvenes que se pasean por diferentes ciudades vestidos como si fueran al casting bollywoodense de Fiebre de sábado por la noche parezcan ignorarlo), y la relación de India con sus vecinos se constata más en la notoria presencia de militares armados en las calles y en los permanentes controles de seguridad en las entradas de hoteles y mercados concurridos. India es un país en guerra, y notarlo es tan obvio como notar la pobreza. El país al que muchas personas llegan buscando un oasis espiritual, el país de los millones de dioses, es un país armado y desconfiado.
Después de diez días de viaje, Rahma, el ser humano, no el dios, sigue sonriendo con amabilidad, pero su cara denota cansancio, sus pestañeos parecen ralentados y su camisa está afuera de su pantalón. A su familia la ha visto poco y nada -quizás cuando pasamos por Jaipur-, y hablar en un idioma que él no domina debe ser bastante cansador. Ha pasado casi dos semanas con un grupo de latinoamericanos, y debe reponerse rápido: en pocos días más comenzará una estadía de un mes con un grupo de turistas españoles. Y dios -cualquiera de ellos- sabe que no hay peor monstruo que un turista occidental en India.
Rahma, el ser humano, el guía de turismo, es el indio con el que uno pasa más tiempo cuando es un turista en un grupo de turistas, es el hombre que te explica -o lo intenta- a dónde vas y por qué vas, es el embajador de India en territorio extranjero: esta van con la palabra "Tourist" en su parabrisas. El primer día, Rahma es la promesa de que alguien te va a explicar qué estás viendo. Al final del viaje, será el tipo que te dio pistas que necesitas chequear, porque no confías en su español ni en su inglés ni en su risa ni en sus chistes ni en su comprensión ni en su explicación. Y uno necesita que le expliquen India.
India es desconcertante.
Rahma tiene una hija adolescente a la que en su momento pretende encontrarle marido ("no confía en sistema de amor, no", dice de él mismo, sonriendo como siempre) y una cicatriz en el cuello, recuerdo de su juventud en motocicleta, que en India es equivalente a decir juventud a secas. Y, para ser honestos, Rahma -como muchos hombres indios- huele. A la hora del desayuno, cuando el sol sobre el cemento hace que templos, palacios y fortalezas se sientan como un horno gigante; a la hora de almuerzo, cuando uno quiere concentrarse en su curry de pollo o de cordero o de algo que es mejor no preguntar; al final del día, cuando es hora de despedirse, de depositarse como parte de esa encomienda turística a cargo del guía en un hotel de lujo, que en India se siente aún más lujoso después de haber estado en la calle. Si hubiera preguntado me habrían explicado que se trataba de "un asunto cultural" relacionado con la prescindencia del desodorante.
India es un estado de excepción.
Decir "distinto" no basta y decir "exótico" es ridículamente trivial. India obliga a dejar un par de ítemes de nuestro sentido común en la aduana, de la misma manera en que uno tiene que dejar los zapatos afuera de los lugares sagrados.
Qué significa una svástica, por ejemplo: el símbolo de la perfección de los indo-arios.
O qué es la pobreza, por ejemplo. Esos niños, los niños pobres cuya fama vía Slumdog millionaire parece un chiste cruel, los niños pobres que te golpean la ventana cuando estás en un inevitable taco entre bocinazos, cientos de motos, moto-taxis, bicicletas, vacas y micros llenas hasta el techo, te golpean el vidrio y te hacen un gesto universal que dice "dame comida" o "dame algo para comer". "¿Acaso ustedes no tienen pobres? En todas partes hay pobres", te dice secamente el encargado de turismo de Jaipur y da por resuelto el tema, y sí, tiene razón, pero en India, el país que crece al 6 por ciento anual, la potencia que quiere disputar el estrellato económico del siglo 21 a China, 40 por ciento de la gente vive bajo la línea de la pobreza y se estima que casi la mitad de los niños menores de 3 años sufre de malnutrición. Y si en otros países la vergüenza es que los pobres existan, que sean segregados y escondidos a los ojos del turista, acá están ahí, simplemente, pidiéndote comida o llevándose la mano a lacabeza con gesto que dicen "dame shampoo" o "dame lápices" porque es lo que a menudo obtienen de los turistas de repentina inspiración generosa a la salida de sus hoteles (varios sitios de internet aconsejan a los viajeros dar a los niños cosas en lugar de dinero, para que sus padres dejen de usarlos como recaudadores de limosna).
"El pueblo indio no conoce la envidia", explica Babani, un guía de la ciudad de Jodhpur a la entrada del Jaswant Thada, el imponente memorial de mármol tallado que sirve de crematorio para los reyes de Jodhpur (que, como en el resto del país, siguen existiendo y heredando su título, aunque sin más privilegios que el derivado de sus posesiones materiales). "Los hindúes aceptan su vida como es porque el cuerpo humano es lo último y lo mejor, a lo que han llegado después de más de ocho millones de vidas", explica. Si eres indio, hindú y pobre, al menos eres humano y, por eso, un privilegiado. Aunque tu cuerpo no lo vayan a cremar junto a un palacio de mármol.
"Ver su pobreza (de India) es una observación que no tiene valor; mil recién llegados al país antes que tú han visto y dicho lo mismo que tú", escribió en 1964 V.S.Naipaul, en An Area of Darkness, el primer volumen de su famosa trilogía india completada por India: A wounded civilization y A million mutinies now. "Es tu mirada lo que los violenta, es tu sentimiento de indignación lo que los indigna", agrega. "Es tu sorpresa, tu rabia lo que les niega humanidad".
Millones habrán visto y dicho lo mismo después de Naipaul. La pobreza, escribe el autor, es sólo lo obvio. Pero lo obvio es abrumador.
Promesas del este
Lo obvio en India también es su futuro esplendor. Más de mil millones de habitantes y una clase media creciente, que habla inglés y que está lista para consumir. Reformas económicas que favorecieron la modernización desde 1991 -el ministro de finanzas de entonces es el Primer Ministro hoy, Manmohan Singh-, el rol preponderante en la cumbre del G20, los siete satélites puestos en órbita en sólo 20 minutos (un récord, celebran los diarios). India es el país enfrascado en una carrera espacial contra China, meta en la que el descubrimiento de agua en la Luna por parte del satélite Chandrayaan-1 es un gran salto para esa parte de la humanidad que vive en Hindustán. Es un país tecnologizado donde un ministro se mete en problemas por decir cosas inapropiadas en Twitter, y es también el país donde Julia Roberts filma su nueva película, la adaptación de la novela Eat, Pray, Love, y donde fue rebautizada como Parvati en el Ashram Hari Mandir en Pataudi por su líder Swami Dharam Dev, quien declaró que deseaba que la actriz llevara "la cultura india en su corazón".
India quiere crecer y está creciendo, pero a veces cuesta distinguir entre el optimismo y la negación (inevitablemente uno se pregunta si no vivirá igual en su propio país). A veces el optimismo parece delirio, como el del encargado de turismo de Jaipur, un hombre pequeño de aspecto oriental y modos de emperador caprichoso que se sienta a tu mesa con una copa de mal vino en la mano y dice cosas como "¿por qué crees que los estadounidenses compran productos chinos si saben que los productos chinos son malos?", y luego responde por ti que "ellos no quieren que India crezca porque se sienten amenazados". "No tengo nada contra los chinos", te explica arrugando la nariz, "pero los odio". Y repite la expresión de asco que antes usó al decir que Slumdog Millionaire era "una película despreciable".
Otras veces la autoindulgencia llega de forma perfectamente racional, como cuando el señor Singh, que heredó de su padre una agencia de turismo que hoy trabaja con el gobierno, te hace ver que India es una democracia que compite con una dictadura como la China, en una región conflictiva, con vecinos como Pakistán y Myanmar.
India, un país donde el pasado es una presencia dominante, sufre la tensión de crecer, porque está obligada a parecerse a los demás, a integrarse a ese extraño mundo no-indio que somos todos nosotros. Un problema cuando ese mundo -dígase el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas- declara que el sistema de castas es una violación a los derechos humanos.
Y así como China tuvo su extreme makeover antes de los Juegos Olímpicos, India está en el suyo, preparando los Juegos de la Commonwealth que se realizarán en Nueva Delhi en 2010. En un país donde el cricket mueve multitudes -y hablamos de la segunda nación más poblada del mundo- el desafío es gigante. Las grandes obras están atrasadas. Las autoridades llaman a "demostrar que Delhi es una ciudad desarrollada", respetando las leyes del tránsito, por ejemplo.
Armados y desalmados
El sistema de castas parece replicado en uno de los sitios predilectos de los indios: el cine. Ver la misma película, en la misma sala, cuesta desde 40 rupias (menos de un dólar) en los asientos más sencillos hasta 400 rupias en los mullidos sillones que invitarían a dormir si no se tratara de un pegajoso musical de Bollywood, la industria que cada año produce cerca de un millar de películas y en torno a la cual hay una casta superior de estrellas que terminas reconociendo en páginas de prensa y en enormes letreros publicitarios en ciudades y carreteras.
En la pantalla de un cine de Udaipur, "la Venecia del Este" por sus lagos artificiales (cuyas propiedades aledañas aseguran el bienestar económico del maharana, Arvind Singh, convertido en un próspero empresario hotelero), la película Dil Bole Hadippa! cuenta la historia de una bella Punjabi cuya pasión es el cricket, deporte que no puede practicar por ser mujer. La solución es disfrazarse de hombre. Por supuesto, se enamora del capitán del equipo, que ha regresado desde Inglaterra para hacerse cargo del team de su padre. Ella es toda tradición -cuando anda de mujer por la vida-, él es todo modernidad. Y su manera de conquistarlo es mostrarle, en uno de los clips coreografiados, las tradiciones de su tierra. Al final, en el partido contra el equipo pakistaní, ella se revelará como una mujer antes de pronunciar un discurso que aboga por dejar las peleas atrás. Pakistaníes e indios se abrazan; la dama y el jovencito se abrazan. Y todos terminan bailando.
Por supuesto, la vida real es distinta de Bollywood (aunque los grupos de jóvenes que se pasean por diferentes ciudades vestidos como si fueran al casting bollywoodense de Fiebre de sábado por la noche parezcan ignorarlo), y la relación de India con sus vecinos se constata más en la notoria presencia de militares armados en las calles y en los permanentes controles de seguridad en las entradas de hoteles y mercados concurridos. India es un país en guerra, y notarlo es tan obvio como notar la pobreza. El país al que muchas personas llegan buscando un oasis espiritual, el país de los millones de dioses, es un país armado y desconfiado.
Después de diez días de viaje, Rahma, el ser humano, no el dios, sigue sonriendo con amabilidad, pero su cara denota cansancio, sus pestañeos parecen ralentados y su camisa está afuera de su pantalón. A su familia la ha visto poco y nada -quizás cuando pasamos por Jaipur-, y hablar en un idioma que él no domina debe ser bastante cansador. Ha pasado casi dos semanas con un grupo de latinoamericanos, y debe reponerse rápido: en pocos días más comenzará una estadía de un mes con un grupo de turistas españoles. Y dios -cualquiera de ellos- sabe que no hay peor monstruo que un turista occidental en India.
Francisco Aravena - "El Mercurio" - Sgo. de Chile - 18-Oct-2009
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