Cuento marinero para navegar con la imaginación.
Yo me río, no me abandone la suerte, y al
mismo
que me condena colgaré de alguna entena
Quizá en su propio
navío.
José de Espronceda - La canción del
pirata
Este es mi último viaje como Capitán de la
goleta escuela de grumetes Cabo de Hornos, y es mi destino que al llegar al
puerto de la Boca deba retirarme de la actividad del mar.
Al igual que los viejos navíos, deberé amarrar
a muelle en forma permanente en el Puerto de Buenos Aires, viendo transcurrir el
tiempo hasta que Dios me llame. Desde ese lugar veré zarpar barcos, pero
tripularlos, ya nunca jamás. Por eso quiero contarle a la infinidad de jóvenes
marinos con los cuales he navegado en estos últimos tiempos a bordo del buque
Escuela, lo que viví cuando yo era como ellos y soñaba con llegar a Capitán o
Comodoro de una flota mercante. Esta historia fue hace veinticinco años y
ocurrió en Estados Unidos de Norteamérica.
El velero Samuel Martín con matrícula de Buenos
Aires y bandera argentina arribó a la boca de la Bahía de Chesapeake, costa este
de los Estados Unidos, el 2 de enero de 1855.
Era una bricbarca que en lenguaje marinero
define a un velero de tres palos (trinquete, mayor y mesana), los dos primeros
aparejados con velas cuadras al estilo de un bergantín, y el resto de velas
cuchillas como una goleta que le permiten navegar con viento de proa.
Transportaba trescientas toneladas de
guano, parte de la carga de la barca noruega Britannia, que procedente de Perú
se encontraba confinada en Montevideo por las autoridades
uruguayas.
Dicha carga había sido originalmente comprada por la firma
Felipe Barreda & Hermano, importadores exclusivos de guano peruano en los
Estados Unidos y luego recuperada de las actuaciones aduaneras uruguayas.
Nuestro barco, lo defino así porque me desempeñaba como
primer oficial de la bricbarca, transportaba además del guano una encomienda de
carácter confidencial cuyo somero conocimiento de contenido estaba restringido
al capitán y a mí. Habíamos zarpado 10 de octubre de 1854 del Puerto de
Montevideo con destino Baltimore.
Llegado a este punto y para mejor comprensión
de los hechos por parte de quienes se interesen por este relato quiero
describirles la nave.
Había sido construida en un astillero noruego
con una cubierta superior corrida, es decir una cubierta que va a todo lo largo,
de proa a popa y cercada por una regala segura que coronaba la borda, típica
construcción nórdica .
A la altura del palo trinquete, el primer palo
empezando de proa, se encontraba el acceso al sollado donde dormía la marinería.
Estaba mal ventilado por un cataviento que luchaba con los olores de ese
dormitorio, y más a proa, en el castillete se afirmaba el cabrestante de ancla,
el pañol de velas y pañol del contramaestre. A la altura del palo mayor, el
segundo palo y el más alto, emergía de la cubierta la cocina con su típica
chimenea negra de baja altura para no estorbar la maniobra de velas. La cocina
estaba defendida de las olas que barrían la cubierta en navegación, por una
brazola alta que la hacía casi estanca. Contiguo se encontraba el pañol de
víveres y la fiambrera, lugar de acopio de la verdura
Éste era el territorio exclusivo del cocinero,
un oriental que nos había tenido a maltratar con la repetición de sus platos en
navegación, pero que sustituía su poca capacidad profesional con un gran
espíritu de barco y sacrificio.
En popa a la altura del mesana (tercer palo)
estaba la carroza de acceso a la cámara de oficiales y un segundo pañol de
velas.
Bajo cubierta estaba el corazón del barco, el
cuarto de derrota.
Aquí era donde se estudiaban las cartas de
navegación, los derroteros los libros de faros y señales y donde se hacían los
cálculos astronómicos. Este cuarto contaba con doble acceso, uno desde la
cubierta y el otro desde la cámara de oficiales.
Además del instrumental, en el mismo cuarto de
derrota había una cama cucheta para exclusivo uso del capitán, que le permitía
estar cerca del gobierno del barco en los momentos
críticos.
También se encontraba la caja fuerte con la
documentación de la nave y el dinero para afrontar los gastos en caso de tener
necesidad de recalar en algún puerto intermedio donde no hubiera una agencia
marítima que nos asistiera
En nuestro caso en particular también se
guardaba el encargo que el armador Samuel Toledano nos había encomendado
entregar al llegar a Nueva York , ésta era la causa principal de la expedición
marítima .
Una vez arribados a Baltimore debíamos viajar a
Nueva York con el fin de entregar el cofre que había sido puesto a nuestro
cuidado
Sabíamos que el mismo guardaba un importante
valor en libras esterlinas y documentación para un estudio de abogados, la cual
era absolutamente secreta, que el armador nos pidió preservar con nuestra vida
de ser necesario. La caja tenía una inscripción latina que decía
OMNIA.
El capitán o el viejo como lo llamábamos a
bordo, era John Schmid, un hombre duro como todos los capitanes de esa época,
que eran omnipotentes.
En el caso particular de Schmid sin lugar a
duda era un excelente profesional y gran ser humano. Había alcanzado el grado de
Master en la marina mercante estadounidense lo cual en español se traduciría
como Comodoro, grado con el que se premia a los capitanes que se
destacan.
Muchas veces sus actitudes podían pasar por
arbitrarias, pero era el estilo de la vida a bordo de los barcos a vela, el
Capitán de un velero era la autoridad máxima, el capitán era el barco, y como
tal debía ser respetado y obedecido.
Yo comencé como grumete a sus órdenes y fui
ascendiendo en primer lugar a marinero, luego a timonel, finalmente fui nombrado
por el viejo como segundo oficial y esta última designación que me honraba de
primer oficial de la Samuel Martín .
Pero este tipo de ascensos y carrera
vertiginosa únicamente podía ocurrir bajo bandera argentina, dado que la
marinería mercante norteamericana se gobernaba por reglas muy estrictas en
cuanto a la capacitación de la gente de mar y el régimen de
ascenso.
Por esa razón yo viajaba a completar mis
estudios náuticos, trabajar en un astillero de Nueva York para conocer el arte
de la carpintería de ribera e ir rindiendo los exámenes que estaban pendientes
para habilitar mi título en cualquier barco de bandera estadounidense o
americana.
También entre mis objetivos estaba el conocer
la técnica de los elementos mecánicos, desde los más pequeños que mueven los
relojes de bitácora, hasta los que impulsan los artefactos navales a través de
la generación de vapor, por los ríos.
Otro de los personajes que nos acompañaba a
bordo era un aborigen patagónico de nombre Sam que se desempeñaba de ayudante
permanente mío y camarero de oficiales.
Pertenecía a la tribu Aoniken y había adoptado
la actitud de seguirnos fielmente desde que salvamos a su tribu de un ataque de
los indios mapuches cerca de nuestra base en la desembocadura del Río Santa
Cruz.
Su verdadero nombre era Chochieg, medía un
metro ochenta, fuerte y robusto, hijo de Casimiro Osuna y de la india Yas ksheh.
Adoptó el nombre de Sam para su convivencia con nosotros, ya que nos dificultaba
llamarlo por su nombre nativo. Su padre Casimiro lo dejó a nuestro cuidado con
el interés de que se hiciera marino, los Aoniken no eran navegantes como los
yamanas y otras tribus canoeras, y quería que aprendiera el duro oficio de
marino.
Pero el responsable de este viaje era Samuel
Toledano armador de la bricbarca Samuel Martín, destacado agente marítimo del
Puerto de Montevideo, con contactos internacionales muy
fuertes.
Hay que tener que en cuenta que en Montevideo
principal puerto uruguayo y del Rio de la Plata, proliferaban las agencias
marítimas atendiendo líneas navieras de diversas banderas: españolas, francesas,
alemanas, italianas, suecas, noruegas, danesas y
holandesas…
Las agencias marítimas además de prestar un
servicio al barco de aprovisionamiento, gestión de puerto, rol de tripulación,
eran también bróker de cargas, transporte de pasajeros y
correo.
Este armador, importante hombre de negocios,
era un argentino descendiente de argelinos. Su familia se radicó en ese
importante puerto del Mediterráneo con la llegada de numerosos
moriscos granadinos, expulsados por los Reyes
Católicos de España, y posteriormente con la llegada de los
franceses a la ahora Alger la familia fortaleció sus vínculos comerciales y
apoyó la evolución de los Toledano en el Río de la Plata.
Samuel fundó una sociedad acopiadora de
productos ganaderos e importadora de insumos para el agro y la incipiente
industria rioplatense.
Pionero textil, gozaba del orgullo de haber
vestido a varios de los ejércitos libertadores de Sudamérica, proveyéndoles
uniformes y material de campaña.
Hombre de gran fe y religiosidad, profesaba el
culto protestante. En Montevideo en 1845, construyó el Templo anglicano dedicado
a la Santísima Trinidad, donde se realizaban los ritos
religiosos.
Afortunado comerciante, su más productiva e
importante inversión había sido la compra de tierras públicas en la península de
Punta del Este, a pocos kilómetros del pueblo de Maldonado y un derecho otorgado
por la corona británica para la exclusiva explotación de la Isla Soledad en el
archipiélago de las Malvinas.
Nuestro destino (el de John Schmid, el de Sam y
el mío), se había cruzado con el de Samuel Toledano en Montevideo, mientras
buscábamos barco para navegar a Norteamérica.
Nos ofertó tripular la Samuel Martin, -que
acababa de comprar a un irlandés- con el fin de trasladar guano a Baltimore. Una
vez en Baltimore, allí entregaríamos la carga y buscaríamos una tripulación que
llevara el barco de regreso a Montevideo.
Esa era la historia por la cual estábamos
navegando por la Bahía de Chesapeake con destino al segundo puerto de
importancia norteamericano, aprovechando viento fresco del Sudoeste.
Pero regresando a nuestra navegación de ese dos
de enero, les cuento que durante el día continuamos navegando por la Bahía que
estaba protegida de todo tipo de inclemencias, hasta que al atardecer pasábamos
al través del puerto de Annapolis estado de Maryland sede de la Academia Naval
de Estados Unidos, siempre con rumbo norte en busca de la bahía de
Baltimore.
Esta ciudad era conocida como la ciudad
monumental por el gran desarrollo que había tenido desde la guerra anglo
norteamericana de 1812. La población había crecido rápidamente desde esa fecha y
era el segundo puerto en importancia en la costa Este. La construcción de la
Carretera Nacional con fondos federales y el Ferrocarril de Baltimore & Ohio
(B&O) hizo de esta ciudad un centro importante industrial y de transporte
mediante la conexión de la ciudad con los principales mercados en el Medio
Oeste.
Mientras tanto nuestro barco pasaba el Cabo
Santa Clara, cruzamos la isla de Gibson y fondeamos ya entrada la noche en la
rada de acceso a la espera de práctico para la entrada a
Puerto.
Con las primeras horas del día arribó el
práctico, con una vestimenta muy particular que le hacía parecer más un
caballero de salón de tertulias que un marino.
Junto al práctico embarcaron el médico de
fronteras y personal de aduanas.
El médico mandó a formar la tripulación en la
cubierta principal y nos inspeccionó rápida y negligentemente, utilizando el rol
de zarpada del barco para listarnos Mientras tanto el personal de la aduana
cotejaba la carga con el manifiesto de carga, aunque esta maniobra no duró mucho
tiempo.
Al abrir la escotilla y correr los cuarteles de
bodega para verificar lo que transportábamos, el intenso olor del guano finalizó
cualquier otra maniobra de control y dieron por buena la declaración del puerto
de zarpada.
Habiendo cumplido con el ritual portuario, no
habiendo enfermos a bordo, polizones ni aparente contrabando nos autorizaron a
tomar puerto asignándonos el muelle 7 cerca de la Boston y St. Clinton
Street.
Esa madrugada del tres de enero amanece con
nuestro barco fondeado a la espera de condiciones favorables de viento y marea,
las cuales se estaban dando en ese temprano horario favorecido por la brisa del
sudoeste que nos permitía usar todo el velamen y la incidencia de la corriente
de marea que era nula.
Luego de algunos silbatos a puro pulmón de
llamado del contramaestre en la puerta del sollado y aledaño a la cocina, toda
la tripulación se preparó para la zarpada, Los más lentos se encontraban en
ayunas dado que no había tiempo para aprovechar el café caliente y los bollos
del cocinero y trataban de sacar fuerza del aire corriendo hacia el al
cabrestante a virar el ancla, con el esfuerzo de la tracción a sangre para
removerla del fondo.
Cuando el contramaestre gritó “ancla a la
pendura” largamos todo el velamen aferrado y el velero empezó a navegar
gallardo.
Para evitar tomar mucha arrancada que pusiera
en peligro la maniobra , el práctico nos había hecho pasar un largo de remolque
por proa hacia una ballenera con propulsión a vapor y otro hacia popa , para
aguantar la arrancada lógica de la inercia provocada por el movimiento y la
acción de las velas, a otro remolcador similar al primero.
Al llegar a este punto quiero comentar cómo me
asombró el uso del vapor que hacían estos marinos, servía para propulsarse, para
mover los cabrestantes y para las maniobras de velas, todo pronosticaba la
revolución que sería la navegación a vapor cuando se pudiera economizar el
consumo de carbón. Navegábamos muy cerca de la costa y por nuestra banda era un
continuo pasar de veleros y vapores, los cuales nos saludaban con pitadas
sonoras, algo casi desconocido para nosotros hombres de vela.
John Schmidt se había vestido con su uniforme
de capitán mercante y saludaba con la gorra a quien se cruzara. Vivíamos un
ambiente festivo después de tanta navegación.
Pero no todo era apacible, agradable y
perfecto, tuvimos la primera sorpresa cuando empezaron a acercarse a nosotros
lanchas pequeñas que con tripulantes de aspecto temible abordaron el barco y se
paseaban por la cubierta como si fueran dueños del mismo. El práctico nos
advirtió del peligro que representaban los que habían embarcado sin pedir
permiso alguno, pero con la vista gorda de los patrones de
remolcadores.
De golpe era como si hubiéramos embestido un
banco de cangrejos y estos reaccionaran inundando el
barco.
Cumpliendo el mandato del Capitán ordené cerrar
todo con llave y vigilar la puerta de sollados y camarotes, pero los intrusos
divididos en dos grupos ya se zambullían en el sollado de la tripulación
llevando bebidas alcohólicas mientras otro grupo se acercaba a popa a
parlamentar con nosotros presuntas ventas de objetos
inexistentes.
La verdadera intención era robarnos lo que
pudieran, pero lo más grave era su intención de robarnos los tripulantes, el
bien más preciado en un velero.
Nos habían abordado las dos peores calañas que
merodean mares y puertos, los crimps y los piratas de
muelle.
Los crimps repartían bebidas entre los
tripulantes y soliviantaban a los marineros para que abandonaran el barco con
rumbo a sus pensiones como la Swain’s Castle donde después de drogados
terminaban a bordo de algún despótico barco de diversas banderas. En cambio para
los piratas de muelle, o como los denominan en Nueva York los piratas de río, su
único objetivo era el robo.
Con la ayuda de Sam y del contramaestre
William, pudimos hacerlos desalojar el barco, no sin gran esfuerzo físico y unos
buenos golpes de cabilla como para ir ablandando sus mentes enfermas.
.
Ante la seña que me hizo el viejo, corrí
escaleras abajo al cuarto de derrota, a ver si habían violentado la caja fuerte,
pero afortunadamente esto no había ocurrido.
De todos modos el mal ya estaba hecho.
Desconocíamos todo lo qué habían podido robar.
Y en cuanto a la actitud de nuestros marineros nos enteraríamos de cuántos iban
a desertar cuando tomáramos muelle.
El práctico nos comentó que con la inmigración
y el crecimiento de los puertos marítimos del país la situación se había ido
agravando y que casi todos los barcos sufrían el acoso de estas ratas de
puerto.
Esta era la recepción que nos deparaba la
civilización. Nunca me había ocurrido algo igual en los puertos y bahías que
había visitado en América del Sur.
Tan peligrosos como los crimps eran los piratas
de muelle, que en algunos casos como sucedía en el puerto de Nueva York,
constituían verdaderas bandas organizadas, como la de “daybreak boys” que se
habían tornado en un terrible problema para el puerto principal de
América.
La existencia de estas bandas descansaba en
gran medida en la corrupción de las fuerzas de seguridad y en la protección que
recibían de los políticos. Como la policía marítima, que hacía la vista gorda la
mayoría de veces a cambio de parte del botín
En Baltimore se replicaba el caso de Nueva
York, así que debíamos estar muy atentos y dormir con un solo ojo sin descuidar
las guardias.
Afortunadamente la maniobra de atraque a muelle
y virada del barco fue sencilla, salvo que al cargar las velas para parar la
arrancada, corrimos grave riesgo de que se nos cayera algún gaviero de los palos
por efecto del alcohol que les habían suministrado los
crimps.
Es característico de los marineros del norte
emborracharse al llegar a puerto e iniciar peleas, pero lo nuestro había sido
prematuro y temíamos que la tripulación abandonara el barco ni bien atracáramos,
dejándonos solos en su el cuidado del mismo.
Lo único favorable era que la paga recién se
realizaría cuando llegara el agente marítimo a bordo con los fondos necesarios,
eso tranquilizó a la tripulación, y evitó el inmediato
abandono.
Al atracarnos al muelle, una cuadrilla de
estibadores y capataces apareció en cubierta corriendo a los pañoles a buscar
los elementos para armar sus maniobras de descarga. Digo corriendo porque la
productividad para ellos era moneda de oro y cobraban en relación de las
descargas por día.
También habíamos sido prevenidos del peligro de
robo con estas cuadrillas a bordo, pero evidentemente mas allá de su catadura
moral, el trabajo lo conocían a la perfección.
Mientras tanto nuestra tripulación que estaba a
un paso de la sublevación a medida que el nivel etílico subía, no colaboraba,
aunque afortunadamente la estiba nada necesitaba para realizar su trabajo.
Algunos peones corrían los encerrados de lona, apartaban las maderas de los
cuarteles que cubrían la tapa de bodega, mientras otros subían a la arboladura
con los aparejos para armar la maniobra de descarga usando nuestros propios
palos para sus improvisados guinches.
Así se inició la descarga del guano en bolsas,
ni bien llegamos.
Nuestros marineros, mientras tanto, seguían de
brazos cruzados haciendo cumplir el contrato que es de “la zarpada, hasta el
amarre de cabos”. Nada los haría cambiar y para nosotros que ya teníamos sereno
a bordo, poco nos importaba la suerte de estos pobres desgraciados, que esa
noche en la taberna, con el dinero del viaje serian desplumados por las
prostitutas y las ratas de puerto, amén de los que cayeran presos de los crimps
y amanecieran en un clíper con nombre cambiado y tres o cuatro meses de mar por
delante. Si el destino era un ballenero pasarían más de dos años en el agua. Así
de dura era la vida de los marinos y quienes no fueran cuidadosos de su
libertad, recién abandonarían la cubierta de los barcos cuando dejaran este
mundo.
La gente de mar en el sur no tenía tanta
complicación porque las tentaciones eran menores, pero de vez en cuando tanto en
Montevideo, Buenos Aires, Valparaíso o Lima, sufrían la leva de estos seres
abominables.
Mientras la descarga se iba acelerando y los
tripulantes en la puerta del sollado esperaban la llegada del dinero, fuimos
preparando nuestro plan con el Capitán y Sam.
Permaneceríamos a bordo hasta la finalización
de la descarga, conseguiríamos nueva tripulación, enviaríamos el barco de
regreso a Montevideo y luego viajaríamos a Nueva York a entregar la encomienda
que Samuel T. nos había encargado.
Decidimos que mientras estuviéramos en el barco
en el muelle de Baltimore por seguridad el viejo dormiría en el cuarto de
derrota en su cucheta, vigilante de la caja fuerte, mientras el contramaestre,
Sam y yo lo haríamos en la timonera, atentos a lo que pudiera
ocurrir.
Debo reconocer que el cocinero se mantuvo fiel
al comando del barco y no intervino en ningún desmán, protegió la cocina y los
víveres y ahora dormía en ella actuando como guardián.
La primera noche no ocurrió nada, al otro día
temprano se volvió a armar la mano de descarga y seguía viajando el guano de la
bodega a los carretones en el costado del muelle. Aprovechamos después de
desayunar para ir a tierra, presentarnos a la agencia marítima y procurarnos
para un par de semanas adelante un medio de transporte para los tres a Nueva
York. Ese medio de transporte resultó ser el ferrocarril B&O, primer
ferrocarril en los Estados Unidos.
Para nosotros todo esto era una aventura, que
unida a los secreto de la entrega nos provocaba una importante ansiedad por
finalizar el viaje.
Esa noche regresamos a nuestros puestos de
guardia. Tal como lo temíamos, poco después de la medianoche se desató el ataque
preanunciado. Siete piratas de muelle que salieron de un embarcadero cubierto
del muelle 8 remando sigilosamente, se atracaron a nuestra proa, amarrándose a
un cable que había quedado enganchado en la cruz de nuestra ancla, y que además
les permitía trepar hasta la misma y de ahí saltar a bordo
Su bote quedó tomado con una codera a ese
cable. Una vez a bordo los piratas empezaron sus labores delictivas desde proa,
irrumpiendo en el sollado y los pañoles, pero al no encontrar nada de interés se
desplazaron hacia popa por cubierta, hasta que providencialmente uno de ellos se
tropezó con un cabo de manila arrollado y se desmoronó sobre el lateral de la
cocina. Eso fue milagroso, porque el chino que dormía con un solo ojo, se puso a
tocar una campana con la que avisaba cuando el rancho estaba listo y con ese
sonido logró despertarnos, porque dormíamos un sueño liviano ante el riesgo que
ocurriera lo que estábamos viviendo.
El pobre cocinero pagó cara su valentía dado
que los maleantes al advertir que se estaba alertando a la tripulación voltearon
la puerta de acceso a la cocina y lo demolieron de un
garrotazo.
Pero ya nuestro contramaestre corría hacia
ellos con un hierro en una mano y una maza en la otra, cuando recibió un
hondazo, arma que usaban los piratas con suma habilidad, pero la fortuna fue que
la piedra lanzada golpeó en la maza de madera que blandía William, la cual se
partió sin lastimar seriamente a nuestro hombre de mar.
Sam que se había abalanzado sobre ellos con
unas improvisadas boleadoras formadas por una par de grilletes unidos con un
cabo, a los cuales revoleaba como satélites enloquecidos provocando el pánico de
los atacantes, que en la penumbra advirtieron el tamaño del indio, y sintieron
sobre sus cuerpos la potencia del arma .
El capitán y yo nos habíamos armado con
pistolas y disparamos contra dos de ellos, cortándoles la iniciativa y
dejándolos sangrantes en cubierta.
La balanza de la pelea se inclinó a nuestro
favor y los tres restantes huyeron, lanzándose desde la borda al agua para
embarcar en el bote que seguía por el cable enganchado al ancla, justo cuando
con el Capitán llegamos a proa y viendo que el bote de los piratas se encontraba
en la vertical del ancla, la cual estaba lista a fondear, disparamos el gancho
disparador de la misma y el pesado artefacto de hierro cayó sobre el bote
hundiéndolo y llevándose a uno de ellos al fondo.
Los otros dos que habían saltado al agua y aun
no estaban en el bote, ganaban el espacio bajo el muelle para escapar robando un
chichorro que estaba amarrado al espigón siete. Los disparos de pistola avisaron
a los guardias marítimos de la ciudad de Baltimore, los cuales corrieron a
nuestro costado soplando pitadas de alerta y abordando el chichorro redujeron a
los delincuentes.
Los cuatro que quedaron groggi a bordo y mal
heridos por los tiros de pistola fueron arrestados por la misma policía
marítima.
Lo que realmente nos impresionó fue que uno de
los piratas era una mujer, que peleaba con la misma fuerza y saña que los
hombres.
Esa noche salvamos el pellejo y cumplimos con
el encargo que nos hiciera Toledano, de defender la encomienda con nuestra
vida.
A partir de ahí los días transcurrieron con
tranquilidad, finalizando la descarga y no sin dificultad pudimos conseguir
tripulación para la Samuel Martin para que pudiera emprender la navegación de
regreso a Sudamérica.
De conseguirle carga se ocuparía el agente
marítimo de Baltimore.
Habiendo cumplido con la tarea marítima de
nuestro encargo, nos quedaba aun viajar a entrevistarnos con los abogados. Así
fue que el día de nuestro viaje en tren, con John Schimd y Sam aparecimos en el
andén ferroviario con la caja conferida a nuestra custodia, rumbo a Nueva
York.
El viaje en tren fue muy interesante en
especial para los que nunca habíamos subido a uno, arribando a la estación que
se encontraba al sur de Manhattan, el corazón de esa América que asombraba por
su pujanza y modernismo.
Me emocionó pensar que esta ciudad sería
nuestro hogar durante los próximos años.
John como oriundo de la ciudad se orientó
rápidamente y nos condujo caminando al estudio de abogados ubicado en el mismo
edificio donde funcionaban las congregaciones presbiterianas de la calle Spring
y Central. Evidentemente los lazos de Toledano eran de carácter comercial, pero
también religioso.
Arribamos a un edificio de cinco pisos de
frente de ladrillos muy bien mantenidos que impresionaba por su puerta principal
de buena madera y bronce. Por una escalinata de mármol subimos al segundo piso
donde fuimos recibidos por el reverendo Lewis Morris Pease, quien junto con su
esposa eran los grandes trabajadores humanitarios que buscaban la regeneración
de los Five Points , las cinco esquinas más peligrosas del mundo, y la
desaparición de sus antros de vicio y miseria.
Lewis y Jane, tal el nombre de su esposa, nos
atendieron con deferencia y nos preguntaron con interés por las novedades de
Montevideo y Buenos Aires. Además querían saber cómo le iba a Samuel en su
actividad pastoral y de hombre de negocios. Sentían un gran afecto por él.
Después de ponerlos al día con las noticias le
entregamos correspondencia de la parroquia uruguaya dirigida a la conducción
presbiteriana de Nueva York. Nos agradecieron y Lewis nos acompañó al tercer
piso donde funcionaban las oficinas del bufete de abogados.
Ahí nos presentó a Clarence Darrow quien era el
principal profesional y titular de la firma, a quien debíamos entregar la
misteriosa caja.
Clarence la destapó y verificó su contenido.
Eran libras esterlinas para pagar los servicios de ellos y documentación
absolutamente secreta que comprometía el futuro de las Islas Malvinas reclamadas
por los argentinos desde la ocupación ilegal de las mismas por parte de los
ingleses.
Lo que había ocurrido es que en enero de 1846
se había celebrado un contrato entre el gobierno de Su Majestad Victoria de
Inglaterra y Samuel Toledano, en el que se le asignaban al segundo derechos
exclusivos de caza sobre el ganado de las islas y explotación de los campos de
la Isla Soledad. Este contrato había significado un duro golpe para la población
británica de las islas, que en ese momento vivían en el villorrio de
Stanley.
Se le habían otorgado a Samuel unas extensiones
de tierra en la isla Soledad, donde se encontraba la mayor parte del ganado
salvaje, dichos terrenos eran para construir corrales y áreas de embarque.
Según el convenio nuestro armador debía
introducir colonos de ascendencia británica, pero en cambio envió contingentes
de gauchos e indios, que se establecieron en 1846 en Hope
Place.
En 1853, se iniciaron los conflictos entre
británicos y norteamericanos por la caza de lobos y ballenas en las aguas de las
Islas y Samuel que veía tambalear su posición por la presión de los británicos
que habitaban Stanley, pensó defender sus posesiones con el apoyo de Estados
Unidos.
Jugaba una carta muy fuerte contra el Imperio
Británico. El argumento que presentaba para convencer a los norteamericanos era
el derecho argentino a las Islas de donde habían sido desalojados a la fuerza y
les prometía permisos de pesca y caza, si lo apoyaban en esta
empresa.
Quien debía gestionar esto era el abogado con
quien estábamos reunidos.
Lo que ocurrió después es otra
historia.
Cumplida nuestra misión, John Schmid fue a
reunirse con su joven esposa e hija y nosotros con Sam a conocer este mundo
fascinante de Nueva York.
Luis P. - Fundación Nuestromar - Buenos Aires - 17-Ene-2014
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