El Gobierno italiano anuncia un día de luto
nacional
El rescate ha logrado salvar la vida de 150 personas, aunque 200
están desaparecidas.
La única novedad es el número. Un
número suficientemente alto como para arroparlo con grandes palabras de luto y
alarma, una fila interminable de muertos sin nombre al principio del telediario. El resto sucede cada día, por
capítulos, sin que merezca el relato trágico de una barcaza con unos 500
inmigrantes a bordo —entre ellos muchos niños y mujeres embarazadas—
que, antes del amanecer del jueves, se avería y empieza a hundirse a
media milla de la isla italiana de Lampedusa. “Como
estábamos cerca de la costa”, cuenta uno de los náufragos,
“hemos decidido encender fuego para llamar la atención, pero el
puente estaba sucio de gasolina y en pocos segundos el barco quedó envuelto en
llamas. Muchos nos hemos lanzado al agua gritando mientras el barco
volcaba”. Del medio millar de eritreos y
somalíes que intentaban alcanzar suelo europeo, 200 han
sido encontrados muertos, alrededor de 150 aún continúan
desaparecidos y solo 150 lograron ser
rescatados con vida por pesqueros y patrullas de la Guardia
Costera. Algunos supervivientes han declarado que tres barcas de pesca pasaron cerca, vieron sus llamadas de auxilio y
siguieron su camino.
El Gobierno ha decretado un día de luto nacional y
todas las autoridades, desde el presidente de la República para abajo, han
levantado la voz para que Europa les ayude a frenar una tragedia que, desde
1990, ha arrojado a la isla siciliana más de 8.000 cadáveres
—de ellos, 2.700 durante 2011, coincidiendo con el conflicto
libio—. Pero de todas las palabras pronunciadas, las que tal vez
mejor definan la tragedia continua de los fugitivos de África, la rabia ante un
desastre conocido y jamás combatido en serio, sean las que, en medio de un
discurso escrito, improvisó este jueves el Papa Francisco —“se
me viene la palabra vergüenza. Es una vergüenza”— o las que, harta de tanta muerte, dirigió la
alcaldesa de Lampedusa, Giusi Nicolini, al primer
ministro Enrico Letta: “El mar está lleno de muertos. Venga aquí a
mirar el horror a la cara. Venga a contar los muertos
conmigo”.
La barcaza, como muchas de las que cruzan el Canal
de Sicilia, había partido del puerto libio de Misrata. Teniendo en cuenta que
Lampedusa se encuentra a 205 kilómetros de Sicilia y a 113 de las costas de
África, los viejos pesqueros, tripulados por empleadas de las mafias y
abarrotados de inmigrantes, alcanzan suelo europeo en tres o cuatro días de
navegación. Los últimos días del verano aumentan además el trasiego. Solo unas
horas antes del naufragio, otro barco había arribado a Lampedusa con 463
refugiados sirios a bordo y, el lunes 30 de septiembre, 13 jóvenes de
nacionalidad eritrea se ahogaron a solo unos metros de la playa siciliana de
Sampieri. Pero solo es cuando se produce un gran naufragio —y este último es uno
de los más grandes de los que se tienen noticia— la vista se vuelve a una isla
de apenas 5.000 habitantes, cuya alcaldesa —harta de la sordera de las
autoridades italianas y europeas— envió el pasado mes de febrero una carta a la
Unión Europea en la que se preguntaba exclamando: “¿Cuán grande
tiene que ser el cementerio de mi isla?”.
La respuesta no oficial le ha
llegado. En el cementerio ya no hay más tierra para tumbas sin
nombre. Y tampoco en la morgue ni en el pequeño puerto hay espacio para tantos
cadáveres de hombres, niños y mujeres embarazadas. Los cuerpos recuperados de
las aguas y los localizados, a última hora de la tarde, en el interior del pecio
hundido se están trasladando a un hangar del aeropuerto, adonde también llegó a
media tarde el vicepresidente del Gobierno y ministro del Interior, Angelino
Alfano, quien confirmó los detalles del naufragio —los teléfonos que no
funcionaban, los trapos que se prendieron, las cifras cada vez más insoportables
de ahogados—, pero no quiso entrar en la cuestión que ensombrecía aún más la
jornada. ¿Es verdad que tres barcos pesqueros habían visto la
angustia de los inmigrantes y no les habían ayudado? “No los han
visto”, respondió el ministro, “si no, habrían
intervenido. Los italianos tienen un gran corazón. Hemos salvado la vida a
16.000 náufragos”.
Giusi Nicolini, en cambio,
no lo tiene tan claro. La
alcaldesa sí dio validez a la denuncia de los inmigrantes,
pero atribuyó la supuesta actitud insolidaria de los pescadores a la
actual legislación italiana, aprobada en 2008 por el Gobierno de Silvio
Berlusconi bajo la inspiración de su entonces ministro del Interior, Roberto
Maroni, de la xenófoba Liga Norte. “Si se han
ido y no los han ayudado”, explicó Giusi
Nicolini, “es porque nuestro país ha procesado a
pescadores y armadores que han salvado vidas humanas por complicidad con la
inmigración clandestina. Por eso, lo que el Gobierno tiene que hacer hoy mismo
es cancelar este delito, cambiar la norma”.
Mientras los equipos de rescate iban aterrizando en
la isla para recuperar los cadáveres —ya se descarta encontrar a más inmigrantes
con vida—, las declaraciones de los políticos se fueron sucediendo, idénticas a
las de la última tragedia. Se resumen muy bien en las palabras del presidente de
la República, Giorgio Napolitano: “Es indispensable
luchar contra el tráfico criminal de seres humanos en colaboración con los
países de procedencia de los flujos de emigrantes y solicitantes de asilo. Son,
por tanto, indispensables los controles en los países de procedencia de los
emigrantes o de los que solicitan asilo”. Pero no hay que irse muy lejos, solo
al 11 de julio de este año, para recordar las palabras —allí en Lampedusa— del papa Francisco e
intuir que esta conmoción oficial terminará pronto, muy pronto.
“¿Quién es el responsable de la sangre de estos hermanos? Ninguno. Todos
respondemos: ‘yo no he sido, serán otros’. ¿Quién de nosotros ha llorado por la
muerte de estos hermanos y hermanas, de todos aquellos que viajaban sobre las
barcas, por las jóvenes madres que llevaban a sus hijos…? La ilusión por lo
insignificante nos lleva hacia la indiferencia hacia los
otros”.
Sobre todo si el otro yace bajo una tumba sin nombre
en una isla perdida.
Información - El País - Madrid - 4-Oct-2013
Morir en Lampedusa
La UE tiene los medios para establecer una gran
política de acogida de inmigrantes
Una tragedia más, pero esta sin precedentes: varios
centenares de muertos tras el naufragio, el 3 de octubre, cerca de Lampedusa, de
una barcaza que transportaba a unos 500 inmigrantes subsaharianos que intentaban
atracar en esta pequeña isla europea, cerca de Sicilia. Una tragedia que es
también, como ha subrayado el Papa Francisco en varias ocasiones en referencia a
los acontecimientos: "una vergüenza".
Justamente, el Papa aparece hoy como el
último defensor de estas decenas de miles de condenados de la tierra, que huyen
del hambre y las guerras civiles, y que, estafados por los
contrabandistas clandestinos y las mafias del éxodo, no encuentran al término de
su recorrido más que la cárcel, los campos de internamiento, las
expulsiones brutales y, cuando logran pasar entre las estrechas
mallas de las redes de acero construidas por los países de "acogida",
desembocan en la miseria de la clandestinidad y de la vida sin
derechos.
Estos últimos años, con la crisis en Europa,
los inmigrantes, sus condiciones de vida, sus penas y sus
sufrimientos, todo ha sido ocultado y, en los países que han
sufrido lo peor de esta crisis, como Grecia, han surgido partidos
abiertamente racistas que les hacen caza a la luz del día. El
nacionalismo xenófobo se ha convertido en mercancía en
Europa, pero los lejanos subsaharianos, los egipcios, los sirios,
albaneses, romaníes, y muchos más, siguen
afluyendo, como si el paraíso europeo tuviera también la virtud de
esconder su cara infernal, como si, además, la esperanza de otra vida fuese más
fuerte que la otra cara de la vida: la
muerte.
Lampedusa constituye un giro. La
conciencia humana no puede permanecer indiferente ante tal tragedia: hay que
decirlo, recordarlo, nunca olvidar el grito de dolor a la cabecera
de esas mujeres embarazadas y de esos niños ahogados y ocultos en bolsas de
plástico. La solución de estas migraciones de la desesperación no
reside fundamentalmente en políticas represivas ni de
contención. Es Europa al completo la que se enfrenta a estos
dramas y solo una estrategia europea común puede hacerles
cara. Los ministros del Interior europeos que deben reunirse en
Luxemburgo el 23 de octubre, precisamente para contestar a la cuestión de la
afluencia de emigrados de los Balcanes, se ven, sin embargo, tentados de caer en
la trampa de una restricción de visados y del endurecimiento de la
política de acogida. Tal evolución no hará más que
confortar la inmigración clandestina y reforzar el rol de las
mafias.
Ciertamente es indispensable regular
estos flujos, pero ello no se puede hacer en detrimento de un
tratamiento humano de la cuestión migratoria. Hay que tratar la petición
migratoria lo antes posible en las zonas en conflicto, en los países vecinos e,
igualmente, aceptar recibir a una parte de esta población en los
países europeos.
La Unión Europea tiene los medios
para establecer una gran política de acogida, con la condición
de que todos los países que la componen acepten tener la misma
estrategia y no la que se practica hoy en día, y que sirve para
trasladar al vecino la carga de la acogida. La política de asilo
debe humanizarse; es indispensable volver a evaluar las decisiones
que han sido tomadas estos últimos años y que están destinadas
todas ellas a acabar con el derecho de asilo.
En algunos países europeos ricos se han puesto en
marcha estos últimos años restricciones enormes a la concesión
del título de refugiado. Es ahí donde radican la
"vergüenza" y esta "globalización de la indiferencia"
de la que habla el Papa Francisco. Esto no atañe a tal o cual
ministro del Interior europeo, es la ausencia de visión europea,
de reflexión común, que falla de forma cruel, sobre lo que hay
que trabajar.
Este fenómeno de fuga de poblaciones
no es un problema técnico que una u otra medida policial
podría resolver; es un problema político y solo una estrategia de
solidaridad política de los países europeos, como la responsabilización de los
países de tránsito, puede hacerle frente. Los muertos de
Lampedusa deberían apelar a la buena conciencia occidental, tan fácil de
conmover en cuanto a la defensa de derechos del hombre en 'casa' de los demás,
que debería mirarse a la cara una vez más en su propia casa y aportar
solidaridad, compasión y una humanidad elemental a esas mujeres, a esos niños, a
esos hombres que corren al encuentro de la tragedia para huir de su destino
infernal.
Sami Nair - El País - Madrid - 4-Oct-2013
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