Durante muchos años los
economistas creímos que las personas tenían aversión a tomar
riesgos y que por esa razón se priorizaban comportamientos
conservadores, como por ejemplo comprar seguros.
Pero en la década del ’70,
Daniel Kahneman, un viejo conocido de esta columna,
hizo varios experimentos en los que descubrió que en
realidad
- la gente es aversa a los
riesgos solamente en el terreno de las ganancias, pero
- que preferimos
sistemáticamente las conductas más riesgosas cuando
- lo que está en juego
es perder más o menos.
Es decir,
- nos
gustan
- las
ganancias seguras y
- las
pérdidas inciertas.
Ante las ganancias parecería que
pensamos: “Ya lo he ganado, ya es mío, a cobrar”, y
ante las pérdidas imaginamos que aún existe una posibilidad de reducir el daño,
“no lo he perdido todo aún”.
Llevada al extremo, esta conducta
respecto de las pérdidas explica el conocido comportamiento de los
jugadores compulsivos que no pueden parar de apostar
cuando van perdiendo, pues creen que aún existe una pequeña oportunidad
de recuperarse.
Es muy factible que esa conducta haya
evolucionado en nuestra especie como resultado de las presiones
selectivas del medio ambiente.
De hecho, el biólogo
Thomas Carasco, de la Universidad de New York,
encontró ese mismo comportamiento en una especie de aves llamadas
“juncos de ojo amarillo”.
En los
orígenes
Resulta claro que, en el proceso de
evolución de nuestra especie, los cazadores y
recolectores que perdían su alimento o su pareja
estaban prácticamente destinados a perecer sin
reproducirse, por lo cual bien valía arriesgarse a
sufrir una pérdida aún mayor -que en términos de la transmisión de
sus genes a futuras generaciones de todos modos no cambiaría mucho el panorama-
si el premio podía ser recuperar el alimento y la pareja, lo que implicaba
extender en el tiempo las chances de sobrevivir y de aparearse algunas veces
más.
En cambio, quien ya tenía
asegurados su sustento y su pareja tenía comprado el pasaje de sus
genes hacia la próxima generación, por lo cual para ese sujeto no
tenía mucho sentido arriesgarse, máxime cuando una
amplia varianza en los resultados podía conducir a
la extinción de sus genes si perdía la comida o la
pareja que ya poseía y después no tenía la suerte de encontrar otros recursos
rápidamente.
Esta aversión a perder lo
que ya tenemos sirve para
- dar cuenta de muchas
conductas de preferencia por
- proyectos de inversión
relativamente poco riesgosos,
pero esta semana el periodista
Paulino Rodríguez me hizo una pregunta que me dejó
pensando:
- ¿Por qué en Argentina la
gente no usa otros activos financieros para canalizar sus
ahorros,
como por ejemplo las
acciones que cotizan en bolsa o los bonos públicos, del mismo modo
que
sucede en tantos otros
países?
- ¿Por qué la aparente
obsesión por ahorrar en dólares?
- ¿Es algo cultural?
La clave de la
respuesta, creo, reside en
- el modo en que funciona
el mecanismo de memoria de nuestra especie y en
- las particularidades
de la historia macroeconómica de nuestro país.
Resulta que como nos enseñó el
psicólogo cognitivo Alan Baddeley, nuestra memoria se
separa básicamente en
- un almacén
episódico, que conserva los recuerdos de
nuestras experiencias,
- siempre asociados con
un contenido emocional, los marcadores somáticos
que
descubrió Antonio Damasio, y
- una memoria
semántica que guarda la información que no
experimentamos
sino que adquirimos leyendo,
consumiendo medios, o escuchando amigos.
Recuerdo y
olvidos
El
problema es que como descubrieron Daniel Shacter y
Elizabeth Loftus,
- nuestra memoria nos
engaña muy a menudo y muchas veces
- guarda
aparentemente de manera caprichosa algunos recuerdos,
- mientras que olvida
otros.
Así, tenemos
- pocos recuerdos de momentos
en los que haya sido una mala inversión
comprar dólares,
- como ocurrió por ejemplo a
mediados del 2003 en que el billete
norteamericano casi llega
- a tocar los $4,
para retroceder hasta menos de $3, pocos meses después.
Y en cambio es mucho más común que nos
acordemos de
- fuertes
oscilaciones en los precios de las acciones que generaron
- profundos shocks
bursátiles en unos pocos días.
A largo
plazo,
- las inversiones en la bolsa
y en títulos públicos dolarizados, son
- una mejor inversión
que la simple especulación con una subida del dólar, pero
- el problema es que
esto no es siempre así en períodos cortos de tiempo.
Durante 2008, por ejemplo, con la
crisis del campo
- la bolsa perdió más del 50%
de su valor.
Lo mismo sucede con los
bonos públicos, cuya cotización suele depender de los vaivenes de
la macro.
En un escenario de mayor
estabilidad macroeconómica como el que exhiben los países
desarrollados, la gente se anima a invertir en la bolsa porque
- no observa oscilaciones muy
bruscas en el precio de las acciones y bonos, pero
- en nuestras tierras
la gente que compró una acción y al otro día en el diario
ve que
- bajó de precio, sufre
la baja como una pérdida y no se queda con una mirada de largo plazo; -
no se olvida de las acciones y vuelve a mirar el precio dentro de dos años, por
ejemplo.
Compramos dólares, entonces,
porque
- no queremos arriesgar a perder lo
que ya tenemos,
- no tenemos paciencia para esperar
el largo plazo y
- nuestro sistema de memoria nos
juega la mala pasada de hacernos creer que
- otras opciones son más riesgosas,
aunque no sea ésa la realidad.
Por eso el dólar está a
$10, y cuando la gente nuevamente tenga un excedente de pesos en
el bolsillo (por ejemplo con el próximo pago de aguinaldos)
volverá a
subir.
Martín Tetaz - El Día - La Plata - 17-Nov-2013
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