Persiste la polémica sobre las reverberaciones ideológicas de la crisis. Aquí y fuera. A mediados de octubre, a poco de conocida la nacionalización parcial de los bancos por Gordon Brown, Christopher Caldwell se atribulaba en una columna del "Financial Times".
Según Caldwell, las sociedades de Occidente, en el trance de elegir entre democracia y prosperidad, se habían manifestado claramente a favor de la prosperidad.
A finales de mes, el "Neue Zürcher Zeitung" coronó su página editorial con un encabezamiento dramático: Globale Krise der Freiheit, «Crisis global de la libertad». Nos habíamos hecho a la idea de que libertad, democracia y mercado repetían el portento trinitario consagrado por el Concilio de Nicea:
- Tres manifestaciones distintas de una misma sustancia.
Ahora, empezamos a no estar seguros de nada. Dediqué a nuestro desconcierto fabuloso una Tercera hace pocas semanas. Conversaciones ulteriores, y un malestar creciente, me inducen a retomar el asunto. Diré algunas cosas que ya dije, pero también otras en las que aún no había pensado. Creo que, en conjunto, las novedades prevalecen sobre las reiteraciones, y que esta segunda entrega no es ociosa. Vayamos por partes.
1. En España, la polémica se ha centrado en un falso señuelo, tremolado con alborozo infantil por el presidente Zapatero: el retorno de la socialdemocracia. Esto es un disparate.
Lo propio de las socialdemocracias no es intervenir en el mercado, sino redistribuir la riqueza que el último genera con el propósito de reducir las diferencias de renta y promover la igualdad.
Enunciado lo mismo de otra manera: el instrumento de gobierno típico de la socialdemocracia, al menos de la socialdemocracia clásica, es el impuesto progresivo.
Es notorio, no obstante, que la clase política, española y de otras latitudes, ha eludido referirse hasta la fecha a una subida de la presión fiscal, temerosa de que el mensaje no fuese bien recibido por el electorado.
Lo que ha ocurrido, en definitiva, no es una palingenesia (*) de la socialdemocracia sino algo mucho más prosaico, a saber, que el Estado, por motivos obvios, ha creído oportuno bajar al ruedo para evitar que la gente hiciera cola delante de los bancos y exigiera en aluvión la retirada de sus depósitos.
2. Esto dicho, y esto admitido, hay que agregar que el descenso en picado de los gobiernos sobre la sociedad civil no integra, en absoluto, un asunto baladí.
A lo largo de unos años, quizá pocos, acaso muchos, los gobiernos reunirán prerrogativas enormes, ya sean de izquierdas, ya de derechas. De ahí que lo más apremiante, desde una perspectiva democrática, sea cómo sujetar las manos a Leviatán.
Resulta interesante, sí, determinar quiénes han sido más responsables del desaguisado, si los banqueros centrales o los agentes económicos desbocados. Pero se trata de un problema menor, o de segundo orden.
En España se ha hablado muy poco de controles. Unas semanas atrás Alfredo Sáez, consejero delegado del CHS, afirmó que no era partidario de publicar las listas de los bancos a los que hubiesen de comprarse activos tóxicos, ya que ello equivaldría a «estigmatizarlos».
David Vergara, secretario de Estado de Economía, concurrió en la misma opinión. Tras algunas leves protestas, se apunta ahora una solución salomónica, más ventilada en las páginas de economía que de información general.
Todo esto se me antoja decepcionante, y de algún modo, desfalleciente. La propuesta Sáez/Vergara, en efecto, supone ocultar a los ciudadanos una información a la que tienen derecho evidente.
En Estados Unidos, las listas se divulgan de modo automático, y nadie comprendería que no se hiciera así. El contencioso, lo repito, es democrático, todavía más que económico.
Imaginen que varias empresas alimentarias hubiesen distribuido material averiado y dañino para la salud. ¿Qué argumentos podrían esgrimirse para que su identidad permaneciese ignota? ¿El de la paz social? ¿El de la tranquilidad pública?
Son éstas alegaciones de carácter autoritario, sólo aceptables en sociedades poco conscientes de los límites del poder. Con independencia de que la inyección masiva de dinero en el sistema bancario nos saque o no del atolladero, nos enfrentamos al riesgo indudable de que los gobiernos usen esos recursos para
- el soborno o
- la compra de voluntades, o,
- formulado menos brutalmente, para la evacuación de urgencias políticas no subordinadas en principio a la causa que justificó el aporte inicial de fondos.
De ahí que sea fundamental insistir en la transparencia y los mecanismos de control.
La relativa falta de interés en este punto explica el tono alarmado del titular del Neue Zürcher Zeitung.
Es natural que los catedráticos de economía y los analistas de los servicios de estudio desgranen sus reflexiones y discutan entre sí. Pero el momento estelar debería corresponder a los ciudadanos.
Lo que está en juego, es la libertad.
3. Paso con ello a la reacción azorada de los liberales. Algunos se han inhibido. Otros han puesto el acento donde menos conviene, quiero decir, en la infalibilidad del mercado como asignador de recursos. Estos desmayos no son casuales.
Existe una fragilidad, un equívoco, en la manera como muchos liberales se representan la democracia. En su versión preliberal, la democracia es un régimen de libertades públicas, entiéndase, de participación por todos en la conducción de los intereses colectivos. En su acepción contemporánea, la democracia incluye asimismo las garantías individuales y el reconocimiento de un área de inmunidad alrededor de los ciudadanos, tomados uno a uno.
Este régimen compuesto, también denominado «democracia liberal», es irreducible a cualquiera de sus partes. Las cartas de derechos, por ejemplo, persiguen proteger al hombre aislado de los abusos de la mayoría y son informulables desde la perspectiva democrática clásica; conceptos tales como
- el de responsabilidad pública, o
- el de la entrega de gobernantes y gobernados a la causa común, son de estirpe democrática, no liberal.
Las democracia liberales se han asentado históricamente no sólo porque eran liberales, sino, además, porque eran democracias, esto es, regímenes capaces de contraer los músculos alrededor de valores en peligro.
- Inglaterra se las tuvo tiesas con Hitler porque era una gran democracia;
- los Estados Unidos triunfaron del despotismo hitleriano o japonés porque eran una gran democracia.
La justificada crítica liberal a los excesos estatistas de los gobiernos posteriores a la Segunda Guerra Mundial o a la Gran Depresión, se ha salido de órbita y ha velado la doble raíz del sistema moral que nos nutre por dentro.
Leyendo a Oakeshott, o a Hayek, se tiene en ocasiones la impresión de que el Estado es una prótesis enojosa, y de que nuestras sociedades serían mejores si cada cual vacara a sus ocupaciones, fiado no más que en las virtudes estabilizadoras de la mano invisible y en la probidad de los jueces.
Esto supone olvidar el pasado y malinterpretar el presente.
Implica, también, cortar el cordón umbilical que comunica el mercado con nuestro entendimiento de la democracia.
El mercado no es precioso sólo porque sea eficiente.
El mercado no es sólo encomiable porque sume y concilie las preferencias individuales, y se erija, por este medio, en una expresión de libertad.
El mercado es imprescindible, también, porque
- dispersa el poder y
- rompe la estratificación en castas en que inevitablemente degenera una sociedad tutelada por pocos.
Lo natural sería que los liberales defendieran el mercado, sin entrar en precisiones impertinentes sobre su grado exacto de pureza, desde posiciones, por así decirlo, constitucionales, no utilitaristas o anarco/libertarias.
El predominio, a lo largo del debate, de los argumentos utilitaristas, con esporádicos brindis libertarios al sol, delata una confusión profunda, y en el caso de España, una comprensión insuficiente de lo que es la democracia liberal.
Se nos está olvidando lo que es la democracia, y se nos está olvidando lo que es la libertad.
En la hipótesis, claro, de que nos haya constando alguna vez lo que son en realidad.
ÁLVARO DELGADO-GAL - "ABC" - Madrid - 13-Nov-2008
(*) Palingenesia: Regeneración, renacimiento de los seres.- Dic. de la Lengua Española 20a. edición - R.A.E
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