BARACK Obama menciona continuamente a Abraham Lincoln. Pero, el 12 de abril, al enviar a los «marines» para liberar de los piratas somalíes al capitán estadounidense Richard Phillips, debía de estar pensando forzosamente en Thomas Jefferson.
Jefferson, tercer presidente de Estados Unidos, que en su «estreno», en 1801, proclamó que Estados Unidos era «el Imperio de la libertad». Sobre todo en el Jefferson que, en cuanto accedió al poder, mandó también a los «marines» a liberar a los rehenes estadounidenses en Trípoli. Fue en esta ocasión cuando se creó el cuerpo de «marines» y la flota estadounidense apareció por primera vez en su historia en la escena mundial.
Lord Nelson, que patrullaba en el Mediterráneo, no se equivocó y advirtió que una nueva potencia occidental acababa de surgir. Jefferson inauguró así lo que se convertiría en ese «imperialismo estadounidense» que ya no daría marcha atrás.
Las razones de lo que se transformaría en una larga guerra contra los berberiscos, desde 1801 a 1815, resuenan actualmente con una excepcional vigencia. Jefferson intervino, como Obama, para liberar a los rehenes de los piratas: los pachás locales de Trípoli, Túnez y Argel, respaldados a distancia por los otomanos, reclamaban rescates que, si se hubieran pagado, habrían representado un 10 por ciento del presupuesto federal estadounidense.
Pero Jefferson no tenía en mente sólo la liberación de los rehenes: al justificarse ante el Congreso de Estados Unidos (al que informó con retraso, como harían más tarde George W. Bush o Barack Obama), Jefferson invocó la libertad de comercio. Estados Unidos se presentaba ya como guardián y garante de una primera globalización.
La guerra contra los berberiscos despojaba ya de antemano a Gran Bretaña (enzarzada contra la flota francesa frente a las costas de España) de su papel de policía del comercio internacional.
Y la lucha contra el Islam no fue del todo ajena a esta expedición pionera: en Londres, en 1785, Jefferson había oído al embajador de Trípoli justificar con el Corán la toma de rehenes «infieles» y la petición de rescate. Allí también apareció el «imperialismo democrático» en ciernes de Estados Unidos, ya que Jefferson consideró que era legítimo luchar contra unos tiranos.
Obama se reconoce heredero de todos estos combates y de toda la retórica -económica, humanitaria, religiosa e ideológica- que los legitima.
¿Ha tenido elección Obama? ¿Y pudo elegir Jefferson?
Sí, porque ya en contra de Jefferson, un movimiento pacifista recomendaba la negociación, el acuerdo y el pago del rescate. Dirigidos por el anterior presidente, John Adams, los pacifistas de la época se rebelaban contra un conflicto que «Estados Unidos no podía ganar» y que, según Adams, sería «una guerra interminable». Casi dos siglos más tarde, recordamos que Jimmy Carter negoció -en vano- la liberación de los rehenes de la embajada estadounidense en Teherán con los «ayatolás» de Irán, exactamente igual que Adams quiso ponerse de acuerdo con los berberiscos.
Entre los dos, Jefferson o Adams, Obama ha elegido en Somalia el partido de Jefferson: esta elección no era obvia, e incluso sorprende. Evidentemente, la opinión pública habrá influido en Obama igual que decidió a Jefferson: el pueblo estadounidense era tan hostil hacia los berberiscos de antaño, como lo es actualmente hacia los berberiscos contemporáneos.
¿Era previsible esta decisión de Obama?
Uno duda al responder. Por una parte, escuchamos al Obama de la campaña, dispuesto a conferenciar, sin demasiadas condiciones previas, con Siria, Irán, Cuba y Corea del Norte. Pero ahora observamos al otro Obama, al que gobierna realmente: de entrada, este Obama ha confirmado en sus funciones esenciales a
- Robert Gates, ministro de Defensa de George W. Bush y
- al general David Petraeus, también nombrado por Bush, autor de la doctrina antiterrorista del ejército estadounidense y estratega de la guerra casi ganada, en cualquier caso no perdida, en Irak. David Petraeus, al que Obama ha encargado ahora reproducir en Afganistán exactamente la misma estrategia, casi ganadora y no perdedora, que en Irak. Un Petraeus que declara de buen grado que el ejército estadounidense se alegra de la «continuidad» de la estrategia militar, ayer de Bush, que actualmente legitima Obama.
Obama, es pues Jefferson y no Adams, más bien Bush padre e hijo que Carter: ante la desesperación, desde luego, de una determinada izquierda estadounidense y de una derecha conservadora que esperaba perdonar la vida a un Obama blandengue.
Esta expedición somalí para liberar a un único rehén, aparentemente insignificante, pero sin embargo dirigida con competencia, hace prever lo que se avecina. Me parece que Obama, en este umbral de la gran Historia,
- no buscará el acuerdo con los «enemigos de la libertad»,
- de la libertad de comercio,
- de la de los ciudadanos o de las dos.
- No cederá ante Mahmud Ahmadineyad en Teherán o Kim Jong Il en Piongiang, ni ante los talibanes.
En resumen, el Imperio Estadounidense continúa.
Obama decepcionará a los que temen este imperialismo, y a los que desearían sustituirlo por el suyo o remplazar el mundo unipolar por un orden multipolar. Pero es una decepción inocua puesto que, en el campo de los decepcionados o de los indignados, nadie está dispuesto a pagar el precio de una alternativa militar, ni con dinero, ni con sangre.
Y desde luego no los europeos, España en absoluto y los franceses muy poco.
Es verdad que la Marina francesa combate la piratería en el Golfo de Adén pero, con una docena de buques desplegados en el mundo, no puede ni se propone aventurarse en el papel de policía del mundo. Por lo demás, esta Marina francesa siempre ha actuado, con la OTAN o sin ella, en estrecha cooperación con la Marina estadounidense.
El siglo XXI, tanto si nos alegramos de ello como si lo lamentemos, con crisis o sin ella, antes de Obama y con él, está en camino de convertirse en un nuevo siglo estadounidense.
No se ve claro quién podría o querría oponerse realmente a ello, salvo con palabras, ni quién tendría los medios para hacerlo.
Al menos con Obama, el Imperio parece más amable.
Lord Nelson, que patrullaba en el Mediterráneo, no se equivocó y advirtió que una nueva potencia occidental acababa de surgir. Jefferson inauguró así lo que se convertiría en ese «imperialismo estadounidense» que ya no daría marcha atrás.
Las razones de lo que se transformaría en una larga guerra contra los berberiscos, desde 1801 a 1815, resuenan actualmente con una excepcional vigencia. Jefferson intervino, como Obama, para liberar a los rehenes de los piratas: los pachás locales de Trípoli, Túnez y Argel, respaldados a distancia por los otomanos, reclamaban rescates que, si se hubieran pagado, habrían representado un 10 por ciento del presupuesto federal estadounidense.
Pero Jefferson no tenía en mente sólo la liberación de los rehenes: al justificarse ante el Congreso de Estados Unidos (al que informó con retraso, como harían más tarde George W. Bush o Barack Obama), Jefferson invocó la libertad de comercio. Estados Unidos se presentaba ya como guardián y garante de una primera globalización.
La guerra contra los berberiscos despojaba ya de antemano a Gran Bretaña (enzarzada contra la flota francesa frente a las costas de España) de su papel de policía del comercio internacional.
Y la lucha contra el Islam no fue del todo ajena a esta expedición pionera: en Londres, en 1785, Jefferson había oído al embajador de Trípoli justificar con el Corán la toma de rehenes «infieles» y la petición de rescate. Allí también apareció el «imperialismo democrático» en ciernes de Estados Unidos, ya que Jefferson consideró que era legítimo luchar contra unos tiranos.
Obama se reconoce heredero de todos estos combates y de toda la retórica -económica, humanitaria, religiosa e ideológica- que los legitima.
¿Ha tenido elección Obama? ¿Y pudo elegir Jefferson?
Sí, porque ya en contra de Jefferson, un movimiento pacifista recomendaba la negociación, el acuerdo y el pago del rescate. Dirigidos por el anterior presidente, John Adams, los pacifistas de la época se rebelaban contra un conflicto que «Estados Unidos no podía ganar» y que, según Adams, sería «una guerra interminable». Casi dos siglos más tarde, recordamos que Jimmy Carter negoció -en vano- la liberación de los rehenes de la embajada estadounidense en Teherán con los «ayatolás» de Irán, exactamente igual que Adams quiso ponerse de acuerdo con los berberiscos.
Entre los dos, Jefferson o Adams, Obama ha elegido en Somalia el partido de Jefferson: esta elección no era obvia, e incluso sorprende. Evidentemente, la opinión pública habrá influido en Obama igual que decidió a Jefferson: el pueblo estadounidense era tan hostil hacia los berberiscos de antaño, como lo es actualmente hacia los berberiscos contemporáneos.
¿Era previsible esta decisión de Obama?
Uno duda al responder. Por una parte, escuchamos al Obama de la campaña, dispuesto a conferenciar, sin demasiadas condiciones previas, con Siria, Irán, Cuba y Corea del Norte. Pero ahora observamos al otro Obama, al que gobierna realmente: de entrada, este Obama ha confirmado en sus funciones esenciales a
- Robert Gates, ministro de Defensa de George W. Bush y
- al general David Petraeus, también nombrado por Bush, autor de la doctrina antiterrorista del ejército estadounidense y estratega de la guerra casi ganada, en cualquier caso no perdida, en Irak. David Petraeus, al que Obama ha encargado ahora reproducir en Afganistán exactamente la misma estrategia, casi ganadora y no perdedora, que en Irak. Un Petraeus que declara de buen grado que el ejército estadounidense se alegra de la «continuidad» de la estrategia militar, ayer de Bush, que actualmente legitima Obama.
Obama, es pues Jefferson y no Adams, más bien Bush padre e hijo que Carter: ante la desesperación, desde luego, de una determinada izquierda estadounidense y de una derecha conservadora que esperaba perdonar la vida a un Obama blandengue.
Esta expedición somalí para liberar a un único rehén, aparentemente insignificante, pero sin embargo dirigida con competencia, hace prever lo que se avecina. Me parece que Obama, en este umbral de la gran Historia,
- no buscará el acuerdo con los «enemigos de la libertad»,
- de la libertad de comercio,
- de la de los ciudadanos o de las dos.
- No cederá ante Mahmud Ahmadineyad en Teherán o Kim Jong Il en Piongiang, ni ante los talibanes.
En resumen, el Imperio Estadounidense continúa.
Obama decepcionará a los que temen este imperialismo, y a los que desearían sustituirlo por el suyo o remplazar el mundo unipolar por un orden multipolar. Pero es una decepción inocua puesto que, en el campo de los decepcionados o de los indignados, nadie está dispuesto a pagar el precio de una alternativa militar, ni con dinero, ni con sangre.
Y desde luego no los europeos, España en absoluto y los franceses muy poco.
Es verdad que la Marina francesa combate la piratería en el Golfo de Adén pero, con una docena de buques desplegados en el mundo, no puede ni se propone aventurarse en el papel de policía del mundo. Por lo demás, esta Marina francesa siempre ha actuado, con la OTAN o sin ella, en estrecha cooperación con la Marina estadounidense.
El siglo XXI, tanto si nos alegramos de ello como si lo lamentemos, con crisis o sin ella, antes de Obama y con él, está en camino de convertirse en un nuevo siglo estadounidense.
No se ve claro quién podría o querría oponerse realmente a ello, salvo con palabras, ni quién tendría los medios para hacerlo.
Al menos con Obama, el Imperio parece más amable.
Guy Sorman - "ABC" -Madrid - 20-Abr-2009
No hay comentarios:
Publicar un comentario