EN la tradición milenaria de la fe cristiana -la católica en nuestro caso- se han combinado siempre, en diferentes proporciones,
- las creencias del pueblo fiel
- con la reflexión de los teólogos y
- el magisterio de los pastores.
Todo ello bajo el influjo invisible y suave del Espíritu Santo, garante de la fidelidad de la Iglesia a la Palabra divina, revelada en las Santas Escrituras. Ejemplo esclarecedor al respecto es la Inmaculada Concepción de María, un misterio de nuestra fe que, antes de ser asumido y proclamado por la Iglesia universal, hubo de recorrer un apasionante itinerario de interacción entre los tres elementos, en el que la fe del pueblo ha tenido un papel determinante.No es justo equiparar a los sencillos con los ignorantes, ni enfrentarlos con los teólogos; pues, aunque las creencias populares pueden estar amenazadas por el fanatismo, la superstición o las contaminaciones ideológicas -de las que deben ser protegidos- ofrecen a menudo un fuerte valladar contra los falsos profetas o los doctores por cuenta propia.
La creencia secular de que María de Nazaret estuvo exenta del pecado de Adán desde el primer instante de su concepción no aparece explícitamente formulada
- ni en el Antiguo
- ni en el Nuevo Testamento;
- por lo que tampoco figuró como artículo de fe en los primeros siglos del cristianismo.
Cierto que, en el siglo II, hablaba ya San Ireneo del contraste Eva-María, entre la que legó a nuestra especie el pecado y la muerte, y la que nos trajo después la gracia de Cristo Salvador. Las enemistades del Génesis entre la serpiente y la mujer provocaron siempre en los discípulos de Jesús un rechazo visceral de cualquier sombra de culpa en la madre del Señor, sin entrar en más disquisiciones.
En el siglo V el gran obispo San Agustín no quería escandalizar lo más mínimo a sus feligreses, que consideraban a María totalmente limpia de la culpa original; pero sus saberes de teólogo, opuesto al optimismo antropológico de Pelagio, y su propia experiencia de pecador lastimado por la herencia de Adán, le impedían percibir la exclusión absoluta de María de ese tributo universal; aunque sí que proclamaba su «renacimiento» por la gracia, a partir de su nacimiento natural.
En esta longitud de onda se mantienen en los siglos siguientes los teólogos y predicadores más conspicuos, que aclaman con entusiasmo a Santa María como «pura, limpia y sin mancha», como «Santuario de la impecabilidad», mas no desde el seno materno, sino desde su nacimiento.Hasta que, en el siglo XII, el monje benedictino Eadmero, discípulo de San Anselmo, en su Tratado sobre la Concepción de María apostó por su total exclusión del pecado de origen, optando a favor de la fe de los sencillos «a los que Dios se comunica» -que celebraban la fiesta de la Inmaculada- contra «la Ciencia superior y la disquisición competente» de las gentes más cultas y principales, que querían impedírsela, por considerarla sin fundamentación.
Eadmero elaboró también un interesante argumentario a favor de sus posiciones, que daría frutos en siglos posteriores.
Todavía, sin embargo, los grandes santos teólogos de los siglos XII y XIII, Bernardo de Claraval, Alberto Magno, Tomás de Aquino y Buenaventura se mantuvieron firmes en la convicción de que María, sólo después de nacer fue purificada de la mancha original. Todos ellos sin rendirse a las presiones de un movimiento popular iletrado, pero considerando el fenómeno como un reclamo de Dios para ahondar más seriamente en el gran misterio mariano, mediante
- la exégesis bíblica,
- la tradición patrística,
- la reflexión doctrinal y
- la coherencia con otras verdades en el edificio armonioso de la fe.
En esas claves se movería, en la segunda mitad del siglo XIII, el franciscano Duns Scoto, gran maestro de Oxford y de París, que defendió el misterio inmaculista en toda su plenitud, apelando a la «redención preventiva» de María por Cristo su Hijo antes de venir al mundo. Abrió así el primer filón de una rica cantera de estudios mariológicos, sobre la Llena de Gracia y Morada del Verbo encarnado, asociada a su Misión redentora, que implicarían a la Orden franciscana como abanderada de la Declaración dogmática de esa creencia para la Iglesia universal.
Ésta no iba a producirse hasta el 8 de Diciembre de 1854 por obra del Papa Pío IX, tras la previa consulta al Episcopado universal, con resultado favorable y plebiscitario (546 entre 603).Durante los cuatro siglos precedentes habían sido los doctores, de ésta y de otras grandes órdenes religiosas, alentados también por los Papas, los que incentivaron el estudio y el fervor inmaculista en las universidades de la Europa cristiana, en las instituciones públicas y, por supuesto, en el pueblo fiel de los burgos y parroquias. Al pueblo volvía lo que del pueblo salió.
Por su exención radical de toda culpa se invoca ya, sin más, a María como La Inmaculada, con el sinónimo de «la Pura y Limpia» o con el superlativo de La Purísima, cifrando en ese título todas sus prerrogativas: Llena de Gracia, Madre de Cristo y nuestra, Bendita entre las mujeres, Gloriosa en el cielo; con todas las galas de la naturaleza y de la gracia que harían de ella La Mujer eterna, tan bellamente descrita por Gertrudis Von Lefort. Lo cual sería incorrecto en estricta Mariología, porque la gradación teológica de los misterios marianos descansa sobre tres pilares;
- «Asunta (al cielo), por Inmaculada;
- Inmaculada y
- Asunta, por Madre (del Señor)».
Más, no se va a molestar ella porque, en la iconografía interior de sus devotos puedan mezclarse, en un cóctel teológico entrañable, todo un conjunto de dones, más bien sin orden y concierto. Son las razones del corazón, de las que hablaba Pascal.
Me he planteado en ocasiones el porqué del atractivo singular que el misterio de la Inmaculada ha ejercido en tantos tiempos y lugares sobre nosotros pecadores, los desterrados hijos de Eva. Y pienso que, ¡por eso mismo! Por la nostalgia del Paraíso, porque los hombres perdimos la luz, la inocencia, la transparencia y el júbilo de nuestros primeros padres. «Aquel que yo soy, decía Rabindranath Tagore, saluda llorando a aquel que quisiera ser».María es una mujer de nuestra propia pasta, que colma en absoluto el ideal de pureza, belleza y santidad, la descrita en el Apocalipsis como vestida del sol, coronada de estrellas, con la luna por pedestal y pisando la cabeza de la serpiente.
De ahí que, con flores a porfía, se apiñen a sus plantas los místicos y los artistas, los pecadores y los santos. Díganlo, si no, quienes han contemplado su iconografía sublime en las diez ediciones de las «Edades del hombre», o en las magníficas exposiciones del 2004 -ciento cincuenta aniversario de su Definición dogmática- en numerosas diócesis españolas, destacando las catedrales de la Almudena y de Sevilla.
Recordemos a los pintores, con infinitas versiones de la Doncella virginal, y mencionemos, tan sólo de pasada, la poesía lírica, las piezas dramáticas (Autos Sacramentales), los escritos teológicos y los libros de devoción popular, que desbordan la bibliografía inmaculista (sólo de los jesuitas 300 obras en los siglos XVII a XIX).
Pero cerremos, al menos, el recuento con dos tercetos de sendos poetas de esta Casa y página, José María Pemán y José LuisMartín Descalzo.Del gaditano: Así en la blanca altura / la limpia nieve se convierte en río / sin perder su limpieza y su blancura.Y del vallisoletano: ¿Qué sintieron los pájaros el día / que, asombrados, rozaron tu blancura? / ¿Qué sintió el sol que te besó primero?
ANTONIO MONTERO MORENO - Arzobispo Emérito de Mérida-Badajoz - "ABC" - Madrid - 8-Dic-2007
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