El impuesto es el instrumento financiero más racional y eficaz para financiar el sector público. Resiste toda comparación. Además, cualquier proyecto político ambicioso, transformador de la realidad, necesita siempre de una hacienda pública solvente que lo haga posible, una hacienda basada en impuestos justos, comprensibles y aceptados como coste de oportunidad por la sociedad que los soporta.
Todas las Administraciones se financian con tributos, aunque sus presupuestos contabilicen también ingresos por
- transferencias,
- subvenciones y
- endeudamiento.
Todos son tributos.
Las transferencias y subvenciones son tributos que soportan los contribuyentes ajenos a la jurisdicción y la deuda son tributos futuros. Los presupuestos públicos se nutren, pues, de
- tributos propios,
- tributos ajenos y
- tributos futuros.
Y si esto es así, ¿cómo no hablar de impuestos si ellos son el precio de la civilización?, ¿quién teme al debate fiscal?
Si toda promesa tiene un coste, ¿quién lo paga?, ¿cuál es el patrón distributivo de las cargas fiscales?
Porque siempre hay un patrón distributivo de las cargas fiscales; un patrón que debería ser factor básico y diferencial de la oferta política, no una realidad oculta y silenciada.
Los impuestos se enjuician mediante dos criterios básicos: la equidad y la eficiencia.
La equidad exige que su distribución se fundamente en
- capacidades económicas,
- en considerar las circunstancias personales o familiares del contribuyente y
- en combatir el fraude.
La eficiencia atiende los efectos del impuesto en la producción. Todo ello da legitimidad al debate, la negociación y el acuerdo, sabiendo que favorecer la eficiencia tiene costes de equidad y viceversa. Pero tampoco se habla de esto.
Los impuestos se ignoran o desprestigian con expresiones diversas. Algunos los equiparan a robo porque altera la distribución originaria del mercado, negando en consecuencia la convicción profunda de que la garantía última de los derechos ciudadanos descansa en el compromiso colectivo con la democracia y la fiscalidad.
Otros afirman que el declive moral del impuesto se evidencia en la resignación política ante el fraude fiscal. Su excusa es la dificultad. La lucha contra el terrorismo también es difícil, pero se combate duramente por su dimensión moral. En el fraude fiscal no sucede lo mismo.
Enjuiciar los impuestos a través de una lógica mercantil (que pago y que recibo a cambio) es distorsión interesada. Así no se construye la equidad ni el interés general.
Prometer rebajas impositivas para ganar elecciones nada garantiza, pero sí exige una explicación minuciosa de sus consecuencias. No cabe aquí la levedad discursiva, el descaro o el recurso gratuito al señor Laffer y a su maravillosa curva.
Xoaquín Álvarez Corbacho - "La Voz de Galicia" - 6-Dic-2007
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