Hay que asumirlo. Como pocas veces, la política en el continente latinoamericano está siendo afectada por un torbellino de palabras. Parece que se nos hubiera olvidado contar hasta diez y resuenan las altisonancias por encima de las fronteras. Estamos perdiendo, precisamente, la oportunidad de comunicarnos con las certezas que nos otorga un idioma común.
El lenguaje ha sido un elemento fundacional de muchas asociaciones regionales en nuestro planeta. A lo largo de la historia, la lengua -esa condición central en el entendimiento entre los seres humanos-, ha sido un elemento de cohesión y de construcción de espacios con identidad. En cierta forma, es lo que ha buscado la Commonwealth Británica o la Francofonía, como lo demostró su reciente reunión en Laos.
Y entre nosotros las lenguas española y lusitana han dado origen a un espacio cultural de una profundidad innegable. En el mundo no existe una cantidad de países que compartan historia, símbolos, ideas, literatura, canciones y también esperanzas, como ocurre en el hoy llamado espacio iberoamericano. Por eso se echó a andar la Comunidad Iberoamericana, donde los de aquí podemos ser un poco más fuertes por tener una conexión a Europa desde los fundamentos comunes con la península Ibérica, como también España y Portugal pueden hablar con voz más potente en el reordenamiento internacional por su ligazón natural con la América Latina. En un mundo global el lenguaje común se convierte en un patrimonio a cuidar.
En democracia, desde la polis griega, es el verbo lo esencial. El diálogo entre opiniones diversas otorga la legitimidad a la decisión final, más aún si las razones entregadas no van impregnadas del afán de vencer, sino de convencer. Ningún demócrata puede tenerle miedo a las diferencias y al debate.
La confrontación de ideas enriquece, pero el primer requisito para procesar nuestras diferencias es el respeto que nos debemos todos, los unos a los otros, y este respeto se expresa a través de la forma como somos capaces de dialogar.
Si este respeto es determinante en la vida política del interior de una nación, con mayor razón el respeto y la práctica del diálogo cabe esperarlos entre representantes de países diversos, cuando éstos concurren voluntariamente a un debate común. Claro, un líder puede sacarse el zapato y golpear su pupitre cuando otro habla, como una vez ocurrió en Naciones Unidas. Pero no son las maneras ni los ritos tácitamente acordados. Y cuando ellos se rompen, generan situaciones como las registradas en la última Cumbre Iberoamericana.
Fue precisamente el no respeto al sentido de las palabras lo que produjo un gran daño al logro político alcanzado. En la víspera, como resultado del diálogo se había aprobado un importantísimo consenso en torno al tema de la cohesión de nuestras sociedades, pero éste fue opacado como resultado de la sinrazón subyacente en el no respeto básico del diálogo.
Es lamentable porque los resultados de la Cumbre fueron importantes. Podemos tener distintas opiniones entre nuestros gobiernos sobre cómo se logra la cohesión social: se dirá que es más fácil hacerla en unas condiciones que en otras; habrá quienes argumenten la urgencia de crecer primero para después discutir cómo distribuimos el propósito de ese crecimiento; pero también se querrá que no sean sólo las leyes del mercado las determinantes en el devenir de nuestras sociedades; como también se dirá que para crecer es necesario primero invertir y para invertir se requieren reglas claras, bien definidas, un Estado de derecho, entre otras condiciones. Puede haber opiniones discrepantes sobre estos temas, pero eso no significa negarnos al diálogo con el respeto que cada uno de los participantes se merece.
En una Cumbre como ésta cada uno representa a su sociedad, a su país, a su sistema democrático y de gobierno, al de él y al de los antecesores. Y por lo tanto hay que ser extremadamente cuidadoso y a ratos nos olvidamos de ello. Un olvido capaz de sembrar situaciones tan complejas y difíciles como las vividas al final de esa cita. Si no respetamos las palabras, las palabras dejan de tener sentido y cuando ello ocurre se está a un paso de la violencia.
No hace mucho, Saramago lo dijo con mucha sabiduría. "Hoy existe una especie de desprecio por esa cosa tan sencilla que antes era hablar con propiedad. Cuando yo era obrero, siempre tenía las herramientas limpias y en buen estado. No conozco una herramienta más rica y capaz que la lengua. Y esto no significa que hay que ser elegante en la dicción. Hablar bien es una señal de pensar bien".
Es lamentable que algo tan elemental se olvide. Más aún cuando algunos asumen los medios de comunicación como la forma de relacionarse entre los Estados. Una retórica política hecha desde los medios y para los medios. Con el mayor respeto para éstos, la diplomacia requiere de diálogo discreto y a ratos ese diálogo debe ser reservado para que fructifique. Ello si buscamos ser capaces de convencer y no vencer.
Se vence normalmente con la fuerza, se convence normalmente con las palabras y la razón.
Detrás de todo ello también está la sabiduría de saber escuchar. Como muy bien lo dijo Bolívar, "el que manda debe oír aunque sean las más duras verdades y, después de oídas, debe aprovecharse de ellas para corregir los males". Ahí está la clave del desarrollo del ser humano a lo largo de su historia. Aprendamos del pasado. Es hora de poner atención en el respeto de las palabras, las propias y las del otro.
RICARDO LAGOS - "El País" - Madrid - 3-Dic-Nov
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