Como miles de niños gallegos, hijos de hombres de mar, mi infancia estuvo marcada por las ausencias de mi padre. A menudo sus mareas se alargaban hasta cinco meses o más, demasiado tiempo para acostumbrarse.
Cada vez que llovía afuera o ululaba el viento sufríamos por él, como si esa tormenta fuese la suya aunque estuviese faenando a miles de millas de distancia. Mi madre marcaba los días en el calendario de la cocina, pero no por recordar en qué fecha estábamos, sino para ir descontando los que quedaban para su regreso.
Y sobre esa referencia futura, de algún modo, transcurría nuestra existencia: era, en fin, nuestro único y posible homenaje. Las familias de los tripulantes, cuando el feliz momento llegaba, nos reuníamos en el muelle para ver entrar el barco por la ría con la firma de la fatiga en el casco herrumbroso, batido por los mares del mundo.
Después, ya en casa, venía ese momento mágico de las sobremesas, cuando al calor del whisky y del eterno cigarrillo evocaba las anécdotas de la marea con ese laconismo tan gallego, refractario a la épica, que le hacía hablar muy poco de tempestades y mucho más de embarres, de los aparejos o de la tripulación.
La belleza es un concepto moderno, y de la misma forma que en la Edad Media no había paisajes hermosos, sino tierras fértiles, la gente de mar como mi padre no estaba para evocar tormentas perfectas o marinas de Turner, sino grandes copadas de pescado, puertas que trabajasen bien el arte, fondos sin riesgo de roturas, caladeros feraces que les ayudasen a sellar las bodegas para volver a casa cuanto antes.
A veces, y sólo cuando mi hermano y yo se lo pedíamos, mordidos ya por ese veneno de mar grabado en nuestros genes durante generaciones, abría sus muy guardadas carpetas y nos mostraba las cartas marinas, sus auténticos tesoros. En ellas, en forma de pequeñas anotaciones escritas con letra pulcra y cuidadosa, estaba, como se diría hoy, todo su know how, toda su sabiduría, la síntesis de sus desvelos, de todos sus errores y aciertos.
Apenas entendíamos aquellos extraños arcanos, aquella sopa de grados y minutos, pero sólo de verla nos imaginábamos olas gigantes, peces inmensos y, cómo no, al héroe de mi padre cabalgando el mar aferrado a su timón.
Hoy, una de esas cartas se muestra en el Museo del Mar de Galicia, y este pasado viernes, durante su inauguración, viendo a mi padre -ya felizmente jubilado- observándola en la vitrina, rodeado de sus amigos y disimulando malamente su emoción, entendí que en ese viaje desde la cocina de la infancia al museo se había producido un pequeño gran milagro, el milagro del hecho cultural; en rigor, de la verdadera cultura, la que restituye a los hombres en su identidad más profunda.
Las ausencias de tantos como él, y nuestra pasada y virtual orfandad, cobran, así, sentido. Este museo es motivo de orgullo, pero, sobre todo, es un acto de justicia.
Álvaro Otero - "Faro de Vigo" - Vigo - 23-Dic-2007
Cada vez que llovía afuera o ululaba el viento sufríamos por él, como si esa tormenta fuese la suya aunque estuviese faenando a miles de millas de distancia. Mi madre marcaba los días en el calendario de la cocina, pero no por recordar en qué fecha estábamos, sino para ir descontando los que quedaban para su regreso.
Y sobre esa referencia futura, de algún modo, transcurría nuestra existencia: era, en fin, nuestro único y posible homenaje. Las familias de los tripulantes, cuando el feliz momento llegaba, nos reuníamos en el muelle para ver entrar el barco por la ría con la firma de la fatiga en el casco herrumbroso, batido por los mares del mundo.
Después, ya en casa, venía ese momento mágico de las sobremesas, cuando al calor del whisky y del eterno cigarrillo evocaba las anécdotas de la marea con ese laconismo tan gallego, refractario a la épica, que le hacía hablar muy poco de tempestades y mucho más de embarres, de los aparejos o de la tripulación.
La belleza es un concepto moderno, y de la misma forma que en la Edad Media no había paisajes hermosos, sino tierras fértiles, la gente de mar como mi padre no estaba para evocar tormentas perfectas o marinas de Turner, sino grandes copadas de pescado, puertas que trabajasen bien el arte, fondos sin riesgo de roturas, caladeros feraces que les ayudasen a sellar las bodegas para volver a casa cuanto antes.
A veces, y sólo cuando mi hermano y yo se lo pedíamos, mordidos ya por ese veneno de mar grabado en nuestros genes durante generaciones, abría sus muy guardadas carpetas y nos mostraba las cartas marinas, sus auténticos tesoros. En ellas, en forma de pequeñas anotaciones escritas con letra pulcra y cuidadosa, estaba, como se diría hoy, todo su know how, toda su sabiduría, la síntesis de sus desvelos, de todos sus errores y aciertos.
Apenas entendíamos aquellos extraños arcanos, aquella sopa de grados y minutos, pero sólo de verla nos imaginábamos olas gigantes, peces inmensos y, cómo no, al héroe de mi padre cabalgando el mar aferrado a su timón.
Hoy, una de esas cartas se muestra en el Museo del Mar de Galicia, y este pasado viernes, durante su inauguración, viendo a mi padre -ya felizmente jubilado- observándola en la vitrina, rodeado de sus amigos y disimulando malamente su emoción, entendí que en ese viaje desde la cocina de la infancia al museo se había producido un pequeño gran milagro, el milagro del hecho cultural; en rigor, de la verdadera cultura, la que restituye a los hombres en su identidad más profunda.
Las ausencias de tantos como él, y nuestra pasada y virtual orfandad, cobran, así, sentido. Este museo es motivo de orgullo, pero, sobre todo, es un acto de justicia.
Álvaro Otero - "Faro de Vigo" - Vigo - 23-Dic-2007
Pintura "Fog Warning" - Winslow Homer
No hay comentarios:
Publicar un comentario