A finales del siglo XIX, el socialista alemán Eduardo Bernstein publicó una serie de artículos en los que postulaba una adecuación entre el lenguaje político y la práctica política de los socialistas.
Partiendo del presupuesto de que la socialdemocracia era "un partido revolucionario que no hacía revoluciones", Bernstein planteó la necesidad de ajustar las concepciones a la realidad concreta.
En su opinión,
- ni el capitalismo marchaba a una catástrofe,
- ni la estructura de clases correspondía al cuadro bipolar burguesía-proletariado,
- ni ninguna revolución social aparecía en el horizonte.
En 1889, se reunió en París la II Internacional y allí pronto se visualizaron dos corrientes socialistas.
- Una radical, conformada por los marxistas ortodoxos, entre los que destacaba Rosa Luxemburgo, partidarios de una revolución que destruyera al capitalismo para dar lugar al nacimiento de una sociedad sin clases.
- Otra, más moderada, liderada por Bernstein, que preconizaba abandonar la idea de revolución y llegar al socialismo mediante una vía pacífica, utilizando la participación de los partidos obreros en el juego parlamentario.
La distancia entre Bernstein y la corriente radical que luego, liderada por Lenin, daría lugar a la conformación de la III Internacional Comunista, consistía también en una diferente mirada sobre la democracia.
Lenin escribe en "El Estado y la revolución" que "marxista sólo es el que hace extensivo el reconocimiento de la lucha de clases al reconocimiento de la dictadura del proletariado. En ello estriba la más profunda diferencia entre un marxista y un pequeño (o gran) burgués adocenado".
En contraposición, Bernstein hace una valoración positiva de la democracia, que lo lleva a afirmar que
- "La democracia es un medio y un fin.
- Es el medio de lucha del socialismo y
- es la forma de realizar el socialismo".
Lo que lleva implícito su rechazo definitivo a la dictadura del proletariado.
La historia del siglo pasado es
- la del conflicto larvado entre capitalismo y comunismo en la llamada Guerra Fría, pero también
- la del enfrentamiento entre las tesis de la socialdemocracia frente al comunismo.
La caída de la Unión Soviética, en 1989, marca la derrota del comunismo pero también, dentro de la izquierda, el fracaso de las tesis radicales que defendían la necesidad de la dictadura del proletariado.
El resultado en Europa ha sido el desprestigio de los partidos de izquierda radical, que han quedado reducido a pequeños grupúsculos y la preeminencia clara de la izquierda democrática.
En América Latina, en tanto, las tesis radicales fueron alentadas desde Cuba en el siglo pasado, dando lugar al fenómeno de la insurgencia guerrillera con los resultados conocidos. Sin embargo, cuando todo apuntaba a que la izquierda radical iba a quedar limitada al reducido espacio de una isla en el Caribe, las tesis revolucionarias han resurgido impulsadas por el liderazgo creciente de Hugo Chávez en Venezuela.
Hace apenas una semana Chávez ha dado instrucciones a la Asamblea Nacional en orden a aprobar varias leyes revolucionarias para "terminar de demoler las viejas estructuras del Estado burgués y crear las nuevas estructuras del Estado del proletariado bolivariano".
El problema que enfrenta Chávez y el grupo de líderes regionales integrados en su proyecto de "revolución bolivariana" es que
- la pretensión de llevar a cabo una empresa de transformación revolucionaria de la sociedad es irreconciliable con la preservación de los marcos constitucionales democráticos.
La democracia moderna es, básicamente, alternancia, es decir la posibilidad cierta y concreta de que la oposición ocupe el poder. Entonces,
- ¿Cómo "demoler las viejas estructuras del Estado burgués" y admitir, al mismo tiempo, que a los cuatro o cinco años la oposición gane las elecciones y vuelvan las cosas al estado original?
Esa dificultad, casi ontológica, explica la creciente predilección de los presidentes que giran en la órbita de la "revolución bolivariana" por las reelecciones indefinidas, que apuntan a establecer "presidencias vitalicias" al estilo de la de Fidel Castro.
Un proyecto revolucionario demanda mucho más tiempo que el acotado mandato presidencial que ofrecen las constituciones democráticas.
El afán del destituido presidente de Honduras, Manuel Zelaya por crear ahora un "ejército pacífico" que lo restituya en el poder, apunta en la misma dirección. Nadie alienta la conformación de un grupo guerrillero sólo para recuperar los cinco meses de mandato constitucional que le restan, sin que esta opinión signifique abrigar la menor simpatía política por sus actuales oponentes, ya que en definitiva todos provienen de un mismo partido conservador.
Como en Europa en los comienzos del siglo XX, en América latina se hace visible de un modo cada vez más claro la existencia de dos corrientes de izquierda.
- Por un lado, está la izquierda radical, liderada por Chávez, caracterizada por una deriva paulatina a lo que Dahrendorf denominó el "autoritarismo progresivo", un estadio anterior a la "dictadura del proletariado". El actual proyecto de criminalizar la opinión de la prensa en Venezuela es una muestra elocuente de este sesgo.
- Por otro, hay una izquierda moderada que ocupa el poder en Brasil, Chile y Uruguay. Ni Lula, ni Bachelet ni Tabaré Vázquez, pese a su popularidad, se han planteado la reelección. Siguiendo la estela de Bernstein, consideran que "el socialismo está en camino, pero no como desenlace de una colosal batalla política decisiva, sino como fruto de toda una serie de victorias económicas y políticas del movimiento obrero en sus distintos campos de actuación".
Probablemente, suscriban la inteligente opinión de aquel maestro cuando afirmaba que "en una buena ley industrial puede haber más socialismo que la nacionalización de centenares de empresas y fábricas".
En la Argentina, los grupos portadores de la visión radical han encontrado un nicho favorable en el gobierno del matrimonio Kirchner. Ganados con los métodos de cooptación característicos de esta peculiar etapa,
- han heredado la visión profética y mesiánica del leninismo, pero
- operando sólo en el nivel simbólico de la palabra.
Como en la época de Bernstein,
- su relato es revolucionario, pero
- sus prácticas clientelares nada tienen que ver con la revolución.
Desde su adocenado oficialismo, todo pensamiento crítico con el poder es estigmatizado como expresión de una "nueva derecha".
No conciben la posibilidad que
- una izquierda no dogmática, respetuosa de las formas democráticas,
- les dispute, codo a codo, el mismo espacio en la lucha por los valores de la igualdad.
El dogmatismo, una vez más, se muestra incompatible con el pluralismo.
Aleardo F. Laría - "La Capital" - Mar del Plata - 5-Jul-2009
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