Intentaré explicar parte de la reacción de algunos países de Suramérica -en especial, los del Cono Sur-, a la decisión soberana de que Colombia permita el uso de hasta siete bases militares a las tropas de Estados Unidos.
Si bien la recuperación de la base de Manta y la salida de los efectivos estadounidenses allí estacionados fue una determinación del Gobierno del presidente de Ecuador, Rafael Correa, en buena parte del sur del continente se vivió como un logro geopolítico; en particular de Brasil.
Suramérica retornaba a la "normalidad"; es decir, como en todo el siglo XX, no habría bases militares de Estados Unidos en América del Sur. EE UU, entonces, seguiría concentrando su presencia en instalaciones militares centroamericanas y caribeñas, en su proverbial "mare nostrum".
Cuando Colombia decide habilitar la presencia de soldados estadounidenses en bases del país después de negociaciones herméticas, la percepción es que Bogotá quiere convertirse en un puente de proyección militar estratégica de Estados Unidos en el área andina-amazónica; es decir, penetrar en "terra nostra" suramericana.
En la medida en que se fueron conociendo detalles sobre el uso de Estados Unidos de varias bases militares en Colombia el grado de perplejidad inicial se tornó en inquietud creciente. En esencia, el acuerdo se ha presentado en Bogotá como necesaria continuación y complemento de la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo, y en Washington como indispensable sustitución de la base de Manta, como localizaciones para llevar a cabo "operaciones contingentes, logística y entrenamiento" y como puente para expandir el contacto entre el Comando Sur y el recientemente creado Comando Africano, de acuerdo al lenguaje específico del Pentágono.
Se entenderá que las señales que visualiza la región son distintas. Si bien para Bogotá el uso de las bases parece tener un sentido, para Washington tiene otros propósitos: el primero tiene argumentos locales; el segundo argumentos globales.
Colombia se centra en la lucha contra el tráfico de drogas; EE UU en potenciales operaciones de mayor envergadura estratégica. El argumento que utilizó el presidente Álvaro Uribe en su gira informativa por América del Sur fue interpretado en el Cono Sur con mayor preocupación pues, de hecho, significaba algo así como "con cara gano yo y con cruz pierde usted".
Bogotá ha venido reiterando internacional y regionalmente
- que el paramilitarismo está desmantelado por completo, que las FARC están ya acorraladas,
- que el ELN está, en la práctica, derrotado;
- que el Estado a través de sus fuerzas armadas recuperó soberanía territorial;
- que las cifras de decomisos de drogas,
- extradición de nacionales,
- erradicación química de cultivos ilícitos
son récords que prueban los enormes avances del país.
El planteamiento colombiano es que como todo va mejor es hora de incrementarla cooperación militar con Estados Unidos.
Ahora bien, podría decir exactamente lo mismo si todo marchara negativamente o se mantuviera en un impasse irresuelto. En resumidas cuentas, bajo cualquier circunstancia, Colombia quería y quiere que haya tropas estadounidenses en sus bases.
El incidente de los lanzacohetes suecos con Venezuela y el papel que los medios de comunicación y especialistas colombianos le fueron dando al debate interno sobre las bases, fue generando la sensación de que el tema tenía menos que ver con algo interno vinculado a la lucha antidrogas y más con fenómenos exógenos y regionales.
Esa percepción no se ha creado afuera, sino desde Colombia:
- los argumentos favorables a las bases se colocaron en términos de los peligros que generan Venezuela y Ecuador para el país.
Los vecinos ideológicamente más antagónicos no han amenazado con usar la fuerza contra Colombia a pesar de acontecimientos tales como el secuestro de Granda en Venezuela (2004) y la muerte de Reyes en Ecuador (2008).
Ningún otro vecino (Panamá, Perú, Brasil) ha insinuado que vaya a desplegar la fuerza contra el país y nadie en Suramérica ha usado la debilidad de casi medio siglo de conflicto armado interno para obtener ventajas propias y en desmedro de Bogotá. Todo ello ha producido en la región una mayor intranquilidad respecto a los objetivos político-militares no ya de EE UU sino de Colombia.
En las últimas dos décadas -y en particular, después del 11 de septiembre- se ha producido un desequilibrio notable entre el componente militar y el diplomático en la política exterior de Estados Unidos. La militarización de la estrategia internacional de Washington ha implicado un desproporcionado gasto en Defensa -en relación a cualquier potencial adversario individual o hipotética coalición de desafiantes y en comparación a lo destinado a la diplomacia convencional-, una desmesurada preponderancia burocrática en el proceso de toma de decisiones y una ascendente autonomía frente a los civiles en la política pública del país.
En ese contexto, desde mediados de los noventa el Comando Sur ha ido ganando gravitación en términos de las relaciones entre Estados Unidos y América Latina. Estacionado en Florida, el Comando Sur tiende a comportarse como el principal interlocutor de los Gobiernos del área y el articulador cardinal de la política exterior y de defensa estadounidense para la región.
El restablecimiento en 2008 de la IV Flota es apenas uno de los últimos indicadores de una ambiciosa expansión militar en la región que no contó con ningún cuestionamiento del Departamento de Estado ni de la Casa Blanca. En ese sentido, el uso de varias instalaciones militares en Colombia fue considerado en el Cono Sur como un hecho que le permite al Comando Sur lograr parte de su proyecto de largo aliento: ir facilitando -naturalizando- la aceptación en el área de un potencial Estado gendarme en el centro de América del Sur. El mensaje principal es, en consecuencia, para Brasil y no para Venezuela. Más allá de las coincidencias políticas y de negocios entre Brasilia y Washington, Estados Unidos buscará restringir al máximo la capacidad de Brasil en el terreno militar y buscará acrecentar su propia proyección de poder en la Amazonia.
La reciente creación del Consejo Suramericano de Defensa (CSD), de inspiración brasileña, nunca fue plenamente bienvenida en Estados Unidos. Ahora bien, con una simple maniobra diplomática, Washington ha mostrado que el CSD es, por ahora, un tigre de papel.
América del Sur es una región desde la cual
- no se manifiestan amenazas letales a la seguridad de EE UU,
- no hay naciones que intenten la proliferación nuclear,
- no se divisan terroristas transnacionales de alcance global que operen contra intereses de Washington.
- Es una de las zonas más pacíficas del mundo,
- posee regímenes democráticos en todos los países y
- tiene, conjuntamente, un bajo nivel de antiamericanismo.
Pero no podrá discutir por qué Estados Unidos necesita usar bases militares de Colombia. Ni Bogotá acepta debatir el tema -y de ahí la no asistencia de Uribe a la reunión de UNASUR en Ecuador- ni Washington necesita explicar su política a la región, porque no es parte del CSD.
Para algunos observadores suramericanos la cuestión de las bases corrobora, una vez más, que América del Sur tiene capacidad inventiva pero carece de cohesión. Bogotá ha contribuido así a que Washington esterilice el significado y alcance inicial del CSD.
En vista de lo anterior, la preocupación de Suramérica con el tema de las bases debe entenderse como algo natural. No hubo sobrerreacción ni ningún país actuó en función de prejuicios o preconcepciones. Todo lo que ha venido ocurriendo ha dependido exclusivamente de lo que han dicho y hecho Bogotá y Washington.
Más allá del juicio de valor que pueda producir el tema -esto es, ubicarse a favor o en contra del acuerdo bilateral- la realidad es que la opacidad y las inconsistencias de Colombia y Estados Unidos han conducido a que América del Sur se sienta hoy más vulnerable y alarmada.
JUAN GABRIEL TOKATLIAN - "El País" - Madrid - 21-Ago-2009
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