"Nadie se nos montará encima si no doblamos la espalda" - Martin Luther King
Periódicamente, nos preguntamos la razón por la que Argentina no progresa y con cierta regularidad se precipita a un ciclo de profunda crisis.
¿Por qué, a pesar de los discursos incendiarios, la distribución del ingreso no mejora?
Todos sabemos que
- la fragmentación social es más aguda que hace una década y
- mucho más que hace 25 años, cuando se retornó a la democracia.
El Papa Benedicto XVI ha calificado como “escándalo” haber alcanzado una cifra récord de 40% de pobres en el país.
- ¿Por qué nuestra sociedad se ha convertido en una “fábrica” de pobres?
- ¿Cuál es la razón por la que nuestros ingentes recursos naturales y humanos permanecen dormidos a la espera de inversiones que nunca llegan?
- ¿Por qué los argentinos no invertimos lo suficiente?
- ¿Cuál es la causa por la que, hasta los más encumbrados dirigentes políticos, han preferido depositar los fondos públicos en el extranjero, en lugar de aplicarlos a proyectos necesarios para el desarrollo del país?
En todos los sectores, incluido el energético que nos ocupa primordialmente, se ensayan múltiples respuestas a estos interrogantes pero casi todos los argumentos están obscurecidos por
- visiones particulares de la coyuntura o
- sesgadas por el interés.
Sin embargo, hay una respuesta que, aunque evidente, ha sido pasada por alto por la gran mayoría:
- El Estado –en todos sus niveles- se apropia de casi toda la riqueza, más de 60% de los ingresos de los contribuyentes argentinos.
- Se trata de la exacción más alta de toda la historia argentina; y así lo prueban varios trabajos de investigación.
Solamente sobre las tarifas energéticas, la carga impositiva total es la mayor de toda la región,
- duplicando al Brasil y Uruguay y
- cuadruplicando a Chile.
Hace pocos días, se dio a conocer un informe comparativo realizado por la consultora Ernst & Young –sobre 56 países- en el que se demuestra que los niveles de carga tributaria global e individual de Argentina, supera a todos los países de América Latina e incluso a varios países europeos como Suiza, Alemania y España.
También los números de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) dejan en claro que ninguno de los 20 países relevados tuvo un incremento de la presión fiscal y del gasto tan alto como el experimentado aquí en los últimos 7 años.
Todas las mediciones de la relación de la carga impositiva respecto del PBI revelan la parte oculta de un iceberg, contra el que chocamos sistemáticamente.
En sólo una década, la carga que lleva nuestra sociedad sobre sus espaldas, se incrementó casi un 50%; mientras otros informes paralelamente muestran que el gasto público se disparó en una medida aún mayor que la presión fiscal.
Tal es la conclusión del trabajo difundido por el centro de estudios IDESA que señaló que el crecimiento del gasto público en diez años, tanto en el nivel Nacional como Provincial “ha sido extremadamente alto” (70% y 69% respectivamente, en términos reales, descontada la inflación).
“La expansión de gasto público, en una década, permitió al Estado apropiarse de más de 7 puntos del PBI, de los cuáles más de la mitad fueron absorbidos por el nivel nacional.
Semejante incremento de erogaciones sólo pudo ser financiado transitoriamente, en el marco de precios internacionales inéditamente favorables y con la acumulación de impuestos altamente distorsivos, como
- las retenciones a las exportaciones,
- el impuesto al cheque,
- los impuestos a los combustibles,
- el impuestos a la ganancia mínima presunta,
- los incrementos de contribuciones patronales,
- la estatización de los aportes personales y
- los incrementos del impuesto a los ingresos brutos”.
Los gobiernos, sean municipales, provinciales o nacional, sin excepción compensan la suba de los gastos y deudas en que incurren, con mayores impuestos.
La proporción de impuestos distorsivos sobre el total recaudado ha experimentado un importante aumento en los últimos años.
La estructura tributaria es perversa e injusta, ya que la participación de los impuestos a las rentas y ganancias alcanza al 19%, mientras el 70 % del incremento en la presión impositiva proviene de impuestos muy volátiles que castigan a la producción de bienes y servicios y otros socialmente muy regresivos, impuestos al trabajo y al consumo 45%.
El sector del trabajo, que representa un 25% del PBI, contribuye con casi 50% de la recaudación fiscal.
Hasta la economía informal –que no sería viable si tuviera que afrontar la carga impositiva normal- queda atrapada en la gravosa maraña de impuestos al consumo.
Muchos sectores –como acontece ahora con el campo- van siendo aplastados por la voracidad fiscal y gradualmente pierden sustentabilidad. Otros, como el energético, caen en el estancamiento y, con el transcurso del tiempo, van consumiendo su patrimonio.
Las finanzas provinciales, sin embargo, no se han beneficiado de este brutal incremento de la presión fiscal. Muy por el contrario, la tasa de coparticipación de los impuestos con las provincias en 20 años se ha ido reduciendo desde el 56,6% hasta el 31% en la actualidad.
Esta rebaja aconteció mientras que el Gobierno Federal transfirió a las provincias la atención sanitaria, la educación primaria y secundaria, sin la contrapartida de los recursos específicos para atender al financiamiento de esos servicios. Hoy, de 24 distritos, 20 provincias languidecen al borde del colapso.
Muchos políticos y funcionarios, cuando se les señala la exorbitante presión fiscal argentina, enseguida recurren a comparaciones engañosas sobre la carga impositiva de otros países ubicada en un nivel similar a la que soportan los argentinos como –por ejemplo- de Suecia (54%), donde el Estado –al revés que aquí- presta excelentes servicios de salud, educación, seguridad, justicia y desarrollo de una infraestructura básica de primer nivel.
Para políticos y funcionarios –que se han auto-exceptuado del pago de los principales gravámenes y que perciben parte de sus ingresos “en negro”- es muy fácil creer que la carga fiscal en Argentina no es demasiado elevada. La misma confusión acontece al considerar el nivel de ingreso individual del “resto” de la ciudadanía, bastante lejos por debajo de sus privilegiados emolumentos y adicionales.
Esta presión fiscal “oficial” omite computar la totalidad de los gravámenes que existen. Ya sea por falta de información o por el carácter de tasa o contribución que revisten, se excluyen las tasas municipales, inmobiliario, patentes y otros cargos específicos.
También los políticos y funcionarios se saltean del cómputo los aportes y contribuciones a la Seguridad Social. Asimismo se deben incluir dentro de la recaudación tributaria, los aportes a las cajas provinciales de previsión y a las obras sociales de origen nacional y provincial.
Finalmente, lo más trágico es el destino que el Gobierno le da a los voluminosos recursos que el Estado implacablemente succiona de todos nosotros.
Es muy marcada la prioridad que tienen los crecientes subsidios
- a determinadas empresas privadas,
- a las empresas estatizadas,
- al clientelismo y
- a los negocios particulares.
Esto implica desplazar inversiones estratégicas en áreas importantes, contribuyendo a multiplicar la regresiva distribución del ingreso.
Nadie tiene la menor duda que el sistema está intoxicado por
- la ineficiencia,
- la burocracia innecesaria o maliciosa,
- el clientelismo,
- la prebenda y, por supuesto,
- nuestra vieja conocida: la corrupción.
Con lo que sobra, después de aplicar esta desaprensiva administración, se encaran las prestaciones a cargo del Estado con un resultado más que decepcionante; ya que los bienes y servicios públicos que recibimos a cambio de la mayor presión fiscal no pueden ser peores.
Así, un amplio sector se ve obligado a contribuir nuevamente reemplazando las funciones del Estado al tener que contratar salud, educación y seguridad privadas.
Los mayores impuestos, en conjunción con la generalizada falta de cumplimiento de las obligaciones del Estado, no sólo
- invitan a la evasión, sino que
- destruyen la competitividad,
- paralizan la inversión productiva y las posibilidades de crear empleos genuinos,
- anulan el ahorro interno,
- rebajan el salario real.
- asfixian de manera dramática la capacidad de consumo, y, consecuentemente,
- reducen constantemente la calidad de vida.
Hemos encontrado, finalmente, al verdadero destructor del progreso.
Carlos José Aga - www.proyectoargentino.org.ar - Buenos Aires - 5-Sep-2009
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