GROUCHO Marx siempre ha sido mi marxista favorito. Una de sus bromas llega al corazón del fracaso de la ideología infligida a nuestro pobre mundo por su homónimo, Karl.
«¿A quién van a creer -preguntó una vez Groucho-, a mí o a sus propios ojos?»
Para cientos de millones de ciudadanos en los países de régimen comunista en el siglo XX, quien formulaba la pregunta era un dictador. La realidad era cualquier cosa que dijera el partido gobernante.
Groucho planteó dos problemas insuperables para los «defensores de no importa qué» dentro del comunismo.
Primero, nuestros propios ojos y nuestra razón seguramente nos dirían que el idilio comunista -la desaparición gradual del Estado y el triunfo sobre la necesidad- nunca llegaría. El comunismo, como el horizonte, siempre estaba fuera de alcance.
La segunda aplicación de la cuestión de Groucho era que los ciudadanos de la mayoría de los países comunistas enseguida aprendieron que la pérdida de la libertad que sufrieron no se vio compensada por una mayor prosperidad. Cuanto más veían los rusos, polacos, checos y otros el estilo de vida en las democracias occidentales, más cuestionaban su propio sistema.
De manera que, en la esfera política, la razón triunfó tanto sobre la fe en un objetivo inalcanzable como sobre el autoengaño respecto de las consecuencias de su búsqueda.
Los estados-partidos autoritarios, como China y Vietnam, sobreviven, pero no gracias a un compromiso con el comunismo. Su legitimidad depende de su capacidad para ofrecer crecimiento económico a través de un capitalismo gestionado por el Estado.
Las democracias, por supuesto, permiten a la gente utilizar la razón para tomar decisiones basadas en la evidencia frente a sus propios ojos. Cuando a uno no le gusta un gobierno, puede sacar a los canallas sin derrocar a todo el sistema.
El cambio se puede implementar de una manera evolutiva, y no revolucionaria. Pero nadie debería pensar que el debate en las democracias siempre se basa en la razón, o que la democracia necesariamente vuelve a la gente más racional.
A veces la razón sí prevalece. Esto es lo que pareció suceder en la última elección en la India, y la elección en Estados Unidos del presidente Barack Obama también representó claramente un momento sumamente racional. Pero no parece que se le esté prestando demasiada atención a la razón durante el actual debate sobre el sistema de salud en Estados Unidos.
Sabemos que el sistema de atención sanitaria de Estados Unidos es desastroso. Es inmensamente caro. Sus costos agobian los planes de seguro médico laboral.
Los pobres están desprotegidos. Muchos enfermos no reciben tratamiento. Sin embargo, los intentos de Obama de reformar la atención médica se han topado con una oposición histérica.
Sus propuestas llevarían, se dice, a que el Estado mate a la gente mayor. Introducirían el comunismo soviético en Estados Unidos, igual al que aparentemente existe en Canadá y Gran Bretaña, con sus sistemas de salud patrocinados por el Estado.
- ¿Comunismo en Toronto y Londres?
- ¿O simplemente una atención médica mejor, más barata y más confiable para todos?
Las razones parecen vérselas difícil en Estados Unidos en este momento. Quizá no sea coincidencia que Groucho Marx fuera un ciudadano norteamericano.
Pero lo cierto es que la manera en que una sociedad se ocupa de sus enfermos, sus necesitados y su gente mayor es suficientemente importante como para merecer una discusión seria y profunda, basada en lo que realmente podemos ver con nuestros propios ojos y no en un prejuicio partidario desinformado.
Chris Patten - Rector de la Universidad de Oxford - "ABC" - Madrid - 1-Sep-2009
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