El objetivo de la actuación pública debe ser conseguir tener el grado de libertad y autonomía suficiente como para poder elegir en qué momento cambiar el signo de la política económica, lo que no debería ocurrir antes de que el aumento del producto tienda a superar su tasa de crecimiento a largo plazo. Hay suficientes ejemplos -Estados Unidos en el año 37, Japón en el 97...- de cómo políticas prematuras de consolidación fiscal pueden abortar el comienzo de una recuperación y retrotraernos al punto de partida. Manejar adecuadamente el cambio de política es tarea más que suficiente para los responsables de la economía.
Pero también es claro que políticas tan expansivas como las actuales no pueden continuar indefinidamente, siendo el problema fundamental financiar transitoriamente déficit públicos que previsiblemente supondrán pronto más del 10% del PIB, niveles no sostenibles a largo plazo y difíciles y costosos de manejar.
Es verdad que hemos entrado en la recesión con una situación de las cuentas públicas comparativamente buena, pero también es verdad que vivimos un período extraordinario en el que se aplican políticas nunca antes experimentadas, y no conocemos bien cuáles pueden ser los efectos de políticas monetarias tan poco convencionales y de crecimientos tan masivos de los déficit y de los niveles de endeudamiento público.
Por ello, si bien hoy es el momento de políticas expansivas, la transmisión de confianza a la sociedad y a los mercados exige explicar, en primer lugar, cuál será la estrategia de salida que permitirá en su momento corregir los actuales déficit y, en segundo lugar, que el gasto público será empleado de forma eficiente, confiando en que las autoridades monetarias gestionarán adecuadamente el momento y la forma del cambio de signo de la política monetaria (conviene recordar que tras la gran recesión en Estados Unidos se tardó 30 años en volver a los niveles de tipos de interés de los años 20)
Pero la única vía realista de reducción de los actuales niveles de déficit pasa necesariamente por recuperar las tasas de crecimiento. Sin esta recuperación no es posible la vuelta a los equilibrios financieros, ni del sector público ni tampoco del sector privado. Ni los recortes del gasto, ni las subidas de los impuestos permitirán la vuelta al equilibrio si no hay crecimiento. La reducción del grado del apalancamiento pasa por el crecimiento del producto nominal y del precio de los activos. Y si bien es verdad que nuestra recuperación depende de la recuperación mundial, esta la aprovecharemos con mayor o menor intensidad dependiendo de cuál sea nuestra competitividad productiva.
Por ello, la financiación de los déficit exige también poder explicar a los mercados qué actuaciones tomaremos para mejorar nuestra competitividad y recuperar las tasas de crecimiento. De nuestra capacidad de convencer a los mercados de esta estrategia dependerá la capacidad de financiar nuestros desequilibrios. Este círculo se cierra pues si bien es verdad que sólo volviendo a crecer recuperaremos el equilibrio financiero, sólo con este último ese crecimiento podrá ser sostenible. La rapidez con que se han deteriorado nuestras cuentas públicas es una indicación de las mayores dificultades que para una economía como la española puede tener la gestión de los déficit durante el próximo periodo de ajuste. En definitiva, todo ello sólo reafirma la necesidad de tener un plan de consolidación fiscal que explique cómo transitaremos hacia una senda en que los niveles de déficit y de deuda sean sostenibles, que debe ser lo suficientemente flexible como para no impedir el principio de una recuperación, y que será más creíble cuanto más monitorizable sea su ejecución.
Desde el punto de vista de esa estrategia de salida no son importantes sólo los niveles de los déficit sino también la naturaleza de los mismos. En efecto, no es lo mismo incurrir en gastos de naturaleza transitoria, que en compromisos que signifiquen aumentos permanentes de los mismos. Tampoco es igual financiar gasto público que ayude a aumentar la competitividad de la economía, que gasto improductivo. Siendo inevitable el aumento del gasto público es importante, por tanto, preguntarse por su estructura, por sus objetivos y por sus implicaciones en el sistema de incentivos de los agentes sociales ¿Es necesario impulsar aún más el gasto en infraestructuras o es más útil hoy gastar en educación o en políticas activas de empleo? Son estos ejemplos de preguntas que deberíamos contestar.
Actuar sobre la estructura del gasto público puede no ser fácil, por las expectativas creadas, por las presiones y resistencias que generan los grupos organizados, pero la actual situación requiere nuevos planteamientos y prioridades, y exige, en definitiva, primar el rigor sobre el populismo, y tratar las causas y no sólo los síntomas de nuestros problemas.
Hoy se habla mucho de la necesidad de grandes pactos sociales -¿no se plantean Pactos de Estado para demasiados temas?- pero esto quiere decir poco o nada si no se aclara sobre qué y para qué. Se ponen como ejemplo a los pactos de la Moncloa, pero estos tenían un objetivo y un instrumento muy claros, cortar la espiral de una inflación que superaba el 20% mediante un acuerdo de rentas. Pero, ¿cuál es hoy el objetivo y qué se propone para alcanzarlo, en definitiva, cuál es el contenido del Pacto?
- ¿Hacia un nuevo modelo de crecimiento? Se habla también de la necesidad de cambiar nuestro "modelo económico" y, en efecto, la introducción de determinados cambios en nuestras pautas de crecimiento es lo importante, pero siempre que no ponga en peligro la recuperación de la demanda agregada. Una parte de este cambio en el modelo ya ha comenzado. La participación de la construcción en el PIB, el doble de lo normal y la razón por la que hemos destruido más empleo que los países de nuestro entorno, perderá peso en los próximos años como consecuencia de la caída de la construcción residencial y, si bien esto es sano, el riesgo a corto plazo lo puede constituir la excesiva rapidez con que se producirá este ajuste.
Cuando se habla de cambiar nuestro modelo económico, el discurso suele referirse a la parte fácil y obvia de este proyecto, como es ir hacia una economía con mayor peso en actividades con nivel de productividad y de contenido tecnológico superior. Sobre esto es difícil que no exista acuerdo, ha sido siempre nuestro objetivo, y, por ello, la discusión relevante no es hacia dónde ir sino el cómo hacerlo.
El desarrollo de sectores de mayor valor añadido requiere, sobre todo, facilitar la movilidad de los factores de producción, capital y trabajo, de unos sectores y empresas a otros, lo que no es ni fácil ni rápido. ¿Qué estamos dispuestos a hacer para facilitar ese proceso? Existen políticas horizontales que pueden facilitar este tipo de transición, y que en cualquier caso deberíamos acometer, pero estas pueden tardar tiempo en manifestar sus impactos, o éstos son más intangibles y no son de explotación política fácil como la inauguración de una obra pública. Tal vez el ejemplo más claro sea el de la mejora de la educación escolar, uno de los factores más importantes a la hora de explicar el crecimiento económico, por encima incluso de los gastos en I+D.
Son muchas las políticas a desarrollar en este campo, pero muchas también las resistencias que desarrollarán los grupos afectados. Muchos de los que hoy abogan por políticas de liberalización y de reforma del mercado de trabajo, se opondrán a este tipo de políticas en sus propios sectores, y siempre con nobles justificaciones. Pero es difícil imaginar un cambio de modelo sin cambios institucionales significativos.
A veces, se propugna el desarrollo de sectores específicos desde el sector público y así, por ejemplo, se menciona mucho recientemente el de energías renovables como candidato a apoyar para generar empleo, para superar la crisis y como ejemplo del nuevo modelo de crecimiento. El desarrollo de las energías renovables es necesario para reducir las emisiones de CO2 -el 25% de las cuales son producidas por el sector eléctrico- y creo que hoy ya es difícil negar la importancia que tiene descarbonizar nuestro aparato productivo. Las inversiones en este sector tendrán, como cualquier otra inversión, un impacto positivo en el nivel de actividad, y en el potencial de crecimiento si el desarrollo de este sector va asociado a exportaciones y a actividad internacional, es decir, si nosotros somos también los suministradores de las políticas energéticas de otros. No es lo mismo convertirnos en suministradores y agentes de las políticas energéticas de otros que simplemente aumentar el peso de las energías renovables en nuestro sistema.
Por ello, conviene distinguir entre el impacto de promocionar actividades empresariales relacionadas con mejoras de la eficiencia energética, sin duda con un gran futuro por delante, de otras que sólo encarecen el coste energético para el usuario. Conviene no olvidar que a corto y medio plazo el aumento de generación con renovables supone un encarecimiento del coste energético -si no fuera así, su desarrollo no necesitaría el apoyo que recibe y ha recibido- y, por ello, esto no constituye por sí un elemento de recuperación de la competitividad o lo hace un motor especialmente generador de empleo. Algunas de estas nuevas tecnologías son muy intensivas en capital y tienen un coste varias veces superior a las convencionales. Que sea importante y necesario el desarrollo de este sector no significa que sea el más adecuado para la recuperación del crecimiento.
Por otra parte, es importante no caer en la tentación de que sean las políticas públicas las que decidan qué sectores desarrollar, cuáles proteger, subsidiar, etc. Existen suficientes experiencias negativas en este sentido como para querer sustituir el papel del mercado y de los agentes individuales. Recordemos que el sector de la construcción residencial, origen de gran parte de nuestros actuales problemas, ha sido internacionalmente uno de los más protegidos e incentivados desde el sector público.
Pero si hay algo claro es que, en el nuevo contexto internacional, el futuro modelo de crecimiento no podrá descansar tan intensamente como en el pasado en la expansión de la demanda interna, y en déficit exteriores tan elevados como para que nuestra cuenta corriente requiera una financiación exterior equivalente al 10% del PIB, uno de los ratios mayores del mundo. Estos déficit necesariamente se corregirán, pero ello podrá ser con mayor producción o, por el contrario, con menor demanda interna y más paro. El que la solución final sea de mayor y no de menor crecimiento depende de nuestro grado de competitividad internacional, es decir, de nuestra capacidad de exportar y del atractivo de la producción doméstica frente a las importaciones. Si hay algo claro de nuestro futuro modelo de crecimiento es que para que sea sostenible deberá estar basado más que en el pasado en exportaciones y en inversión productiva y menos en otros componentes de la demanda interna. Por encima de otras consideraciones es este el reto realmente importante de nuestro futuro modelo de crecimiento.
Es difícil negar que hemos perdido competitividad relativa, consecuencia de la subida de los precios internos y del bajo crecimiento de la productividad, lo que se ha reflejado en la revaluación de nuestro de tipo de cambio real (y no sólo porque haya aumentado el peso de sectores con bajo nivel como el de la construcción, sino que es algo que se aprecia individualmente en diferentes sectores). Nuestro actual problema de competitividad es parecido al experimentado a primeros de los ochenta y que dio lugar a las llamadas políticas de reconversión. Hoy la competencia que sufre nuestra economía viene de un grupo más amplio de países, pues a los de siempre se han sumado un buen número de economías, China y la India entre otras, que en los ochenta no estaban incorporados a la competencia internacional y hoy compiten incluso con industrias con nivel tecnológico más avanzado que el nuestro. El proceso de reajuste llevado a cabo en los ochenta y noventa puede considerarse un éxito, la economía demostró sorprendente capacidad de reacción ante el desarme que supuso la incorporación a la Comunidad Económica Europea, y que permitió la configuración, y consolidación en los noventa, de las actuales multinacionales españolas.
En el pasado, el acceso a la Comunidad Económica Europea, la creación del mercado único o la incorporación al euro constituyeron retos nacionales claros que, con convulsiones y dificultades, fueron entendidos como tales por la sociedad y explican los logros de la modernización de nuestra economía y el éxito de nuestra integración internacional. De aquellos procesos de ajustes y reformas deberíamos sacar lecciones. No deberíamos dejar pasar hoy la oportunidad que siempre ofrece una crisis.
ÓSCAR FANJUL - "El País" - Madrid - 6-Sep-2009
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