CUANDO Michel de Montaigne se recluyó en su torre, a solas con sus libros y con sus pensamientos, llevaba treinta y ocho años a cuestas, ni uno más ni uno menos. A esas alturas -escribe Stefan Zweig, parafraseando a Shakespeare- había vivido ya lo suficiente como para dejar atrás «la petulancia de los cargos, la locura política, la corte y sus enredos».
Es evidente que el autor de los «Essais» no estaba en edad de echar el cierre, ni siquiera en la Francia del siglo XVI, otro país que, como el de los hermanos Cohen, no era para viejos. Y sucedió, de hecho, que, al cabo de una década, reapareció sobre la escena, fue alcalde de Burdeos y volvió a echar el ancla en lo funcionarial y espeso.
En los tiempos que corren, el señor de Montaigne, en lugar de un maestro, sería una promesa, pues, a los treinta y muchos, la gente, al parecer, si no usa chupete es porque le da vergüenza. De la nueva portavoz del Partido Popular en la trinchera del Congreso, se alaba, sobre todo, que sea jovenzuela; algo que su carné de identidad se empeña en desmentir tajantemente.
Sin embargo, en una sociedad que aspira a estabularse en la eterna adolescencia, la juventud puntúa tanto o más que la capacidad y el mérito. Y es así hasta tal punto que se establece por decreto quién hace el papel de joven y quién de jubileta. Porque si doña Soraya Sáenz de Santamaría (que tendrá sus virtudes, por supuesto) es un ejemplo de «jeune fille en fleur», tal cual afirman sus exegetas, que «monsieur» de Montaigne baje y lo vea.
Relanzar un partido y darle nuevo impulso antes de que se quede en punto muerto no implica someterlo a tratamientos «antiaging», sino quitarle el moho a las ideas. Después de convertir en un solar lo poco que quedaba del discurso de izquierdas, el síndrome voraz de Peter Pan empieza a desplazarse a la derecha.
La inmadurez es el fenómeno de masas más generalizado (y el más letal, sin duda) de las últimas décadas. Según el italiano Francesco Cataluccio, lo juvenil es, hoy por hoy, un dogma inapelable, un patrón de conducta al que todos se pliegan. «Los adultos -afirma- se consideran obligados a respetar las normas del «pensamiento joven» aunque no pase de ser un balbuceo».
Ni los creyentes recuerdan que San Pablo levantó una barrera entre la candidez pueril y el cabal discernimiento: «También yo, cuando era niño, hablaba como un niño, pensaba como un niño y razonaba como un niño, pero, al hacerme hombre, dejé a un lado las cosas de los niños». Tras la derrota empalagosa ante el Bobo Solemne, los responsables del PP parecen empeñados en cargarle el mochuelo a un imponderable estético.
Sáenz de Santamaría (ese dulce retoño que Rajoy ha puesto frente a Toño, el adalid de Zapatero) ha declarado que el ser y el parecer tienen la misma trascendencia. «Así es (si así os parece)», sentenció Pirandello, diseccionando la verdad en clave de comedia. Y la verdad desnuda es que la oposición ha elegido la vía de guardar las apariencias y dejarse llevar por Peter Pan al territorio de los sueños. Pero de Nunca Jamás a veces no se vuelve y el Capitán Garfio no hace prisioneros. ¿Y los niños perdidos? ¿Qué pasará con ellos? Doña Soraya -que está a medio camino en la tía Tula y Wendy- les cantará una nana y ahuyentará sus miedos.
Sólo Esperanza Aguirre coincide con Montaigne -tornando a las promesas- en que
- la clave para llevarse el gato al agua y conseguir vencer y convencer al mismo tiempo, está en ser uno mismo, en «rester soi-même».
- Perseverar en el empeño sin eufemismos ni complejos y hacer oídos sordos a los cantos de sirena.
- Rechazar los enjuagues, no consentir el pasteleo, anteponer las convicciones a las componendas.
Y saber que, a la postre,
- sin principios no hay meta.
- «The economy, stupid!», la frase de James Carville convertida en eslogan imperecedero, reaparece en labios de la señora Aguirre con igual contundencia:
- «¡Es la libertad, imbéciles!». Que no se resigna, vamos. Y hace santamente.
TOMÁS CUESTA - "ABC" - Madrid - 9-Abr-2008
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