Nos arrastra una ola de irresponsabilidad. El medio específico de la política, se sabe, es el poder, pero ese instrumento puede transformarse en una rueda loca que gira con velocidad creciente sobre sí misma y oscurece, en quienes están montados sobre ella, la visión del mundo que los rodea. Esta metáfora pretende señalar que estamos perdiendo ciertos atributos sin los cuales la política deriva en una acción dominada por la irresponsabilidad de los gobernantes, el contrapoder de la calle y los liderazgos de ocasión. ¿Por qué subrayar el argumento de la irresponsabilidad? Debido a que la política es la acción social en la cual la responsabilidad representa un papel eminente. Responsabilidad en el sentido de la obligación moral del gobernante para prevenir errores posibles derivados de sus decisiones. Por lo tanto, el ejercicio del poder es el que debe atender con más atención a las consecuencias previsibles e imprevisibles de sus propias acciones. En estos cien días los argentinos hemos dilapidado este componente básico de la política. En las pantallas de televisión observamos el penoso desperdicio de centenares de litros de leche. Más difícil, acaso, resulta percibir otra privación no menos relevante. La responsabilidad es, en efecto, a la política lo que un buen alimento al organismo: otorga fortaleza e impide fracturas innecesarias. ¿Se ha pensado un momento, al cabo de esta agobiante dialéctica, dónde radica el origen último del conflicto entre el sector rural y el Gobierno? Para los voceros oficialistas se trata de la resistencia ilegal a una justa medida tendiente a mejorar la distribución del ingreso. Para la dirigencia contestataria y la oposición, se trata, en cambio, de una decisión mal hecha, sin consultas previas, que omite la necesaria intervención en los asuntos legales del Congreso Nacional. Supongamos que el primero de estos argumentos sea el correcto. ¿Qué requisitos serían, en suma, necesarios para distribuir el ingreso -meta que compartimos- en la Argentina? De todos ellos, el más importante es aquel que postula que una política de distribución del ingreso, como cualquier otra política pública, debe efectuarse teniendo en cuenta los efectos de esa política y atendiendo a los imperativos constitucionales de nuestro régimen democrático. Ninguna de estas condiciones se había cumplido hasta anteayer. La primera, porque parece que hemos olvidado que la pasión política, energía indispensable en la persona que busca obtener poder para gobernar, es una fuerza ciega si no está morigerada por la mesura. Ya lo dijo Max Weber, en 1919, mientras en Alemania arreciaba el viento de la revolución: "La pasión no convierte a un hombre en político si no está al servicio de una causa y no hace de la responsabilidad para con esa causa la estrella que oriente su acción. Para eso se necesita (y ésta es la cualidad psicológica decisiva para el político) mesura, capacidad para dejar que la realidad actúe sobre uno sin perder el recogimiento y la tranquilidad, es decir, para guardar la distancia con los hombres y las cosas. El «no saber guardar distancia» es uno de los pecados mortales de todo político. ( ) El problema consiste, precisamente, en cómo puede conseguirse que vayan juntas en las mismas almas la pasión ardiente y la mesurada frialdad". El cuadro que nos pinta Weber no puede ser más adecuado a nuestra circunstancia. Como en otras oportunidades, el imperio de las pasiones está imponiendo su férula sobre nuestro comportamiento. Decíamos a comienzos de abril que cuando se desatan "las furias" oímos de inmediato su estrépito e ignoramos hacia qué suburbios de la civilización ellas nos conducen. Los meses pasan y las furias siguen creciendo para satisfacción de los extremistas y consternación de los moderados. Unas se alimentan en los establos del Estado; otras corren, francas, en la política callejera. Esta disposición de las cosas -puro grito, agresión y tumulto- no sería factible si entre nosotros mediase la mesura. Lejos de ello: para desconcierto de los espectadores extranjeros (nosotros, los domésticos, ya estamos curados de espanto), el rasgo peculiar de nuestra política es la desmesura fabricada artificialmente. Salvo las tradiciones típicas de los temperamentos facciosos y excluyentes, nada podría hacernos imaginar esta ordalía de excesos en un contexto económico favorable. Lo que debía haber representado un umbral propicio al consenso se ha convertido en una invitación al combate. La apropiación de un concepto belicista de la política tiene también efectos. Si el político no sopesa las consecuencias posibles de sus decisiones y no actúa con mesura, la distancia necesaria para gobernar, ínsita en la definición del régimen representativo, se acorta hasta desaparecer. Aunque se busque consolidar una praxis hegemónica del poder, no hay vallas ni resguardos. Es una hegemonía desnuda, paradójicamente débil. De resultas de ello, entre nosotros prima la inmediatez: el poder reivindicado por los rebeldes de la calle, que no omiten escraches; los séquitos amparados por el Gobierno que los contrarrestan en el mismo espacio; la coacción oficial administrada con arbitrariedad hacia los presuntos enemigos; las movilizaciones oficialistas en la Plaza de Mayo y las contramovilizaciones opositoras en otros lugares y ciudades; las acciones criminales de sabotaje; las imágenes desbocadas de los gobernantes, confundidos en la plaza con sus seguidores y, luego, las un poco más serenas en una conferencia de prensa. ¿Es ésta, acaso, la única versión que podemos representar de la política democrática? No nos engañemos. Estamos chapoteando en este barro de violencia y resentimientos porque no fijamos nuestra mirada en el norte de la responsabilidad. Si hablamos de distancia y mesura, podríamos postular que las instituciones de la Constitución serían un resorte adecuado para colmar el vacío de esas ausencias, Sin embargo, la lentitud para recurrir a ellas es tan visible como la rapidez para tomar la calle. Mientras el Congreso remedó hasta hace apenas cuarenta y ocho horas un órgano atrofiado que hacía de convidado de piedra en este conflicto, los sectores rurales afectados recurren a una Justicia ineficiente meses después de desencadenados los paros y las movilizaciones. Fallamos, pues, por partida doble. En un caso, el más importante, por defecto voluntariamente querido de un gobierno que despreció la deliberación institucional; en el otro, por no atender suficientemente los resguardos y garantías de nuestra Constitución. Lo más triste de esta historia construida a manotazos de intemperancia, es que con un mínimo de mesura podrían encauzarse los antagonismos y recuperar el tiempo perdido. Pero la mesura estuvo contaminada por fantasmagóricas percepciones que, por todos lados, veían crecer la hidra de la conspiración. Después de los discursos recientes parecería que estas percepciones se han modificado levemente con el envío al Congreso de la resolución ministerial acerca de las retenciones móviles. Es un punto de partida que, si bien por un lado abre un poco la hegemonía que concentra las decisiones en el Poder Ejecutivo, por otro apuesta a favor de una rápida votación a libro cerrado. Mientras tanto, conviene recordar que, en lugar de hacer política callejera, los sectores sociales deben actuar como grupos de presión frente a los legisladores y el Gobierno debe aceptar que el Congreso no es caja de ratificación sino de resonancia.
Natalio R. Botana - "La Nación" - Buenos Aires - 20-Jun-2008
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