La huelga de los transportistas, un cierre patronal de profesionales autónomos, suscita muchas emociones comprensibles pero pocos análisis que vayan más allá de la inmediata obviedad. Y sin embargo, poniéndola en perspectiva, plantea múltiples interrogantes tanto políticos como económicos, porque es la visualización de las resistencias al cambio inherentes al ser humano.
Es una huelga de empresarios que quieren ser asalariados. No otra cosa es su demanda irrenunciable a las tarifas mínimas. En eso los transportistas de Fenadismer no son muy diferentes de muchos otros colectivos profesionales, sólo llegan un poco tarde, porque las tarifas mínimas eran práctica habitual en colegios profesionales hasta que fueron liberalizadas en tiempos del Aznar.
Hoy la sociedad española entiende que esa demanda es incompatible con la defensa de la competencia. Un objetivo que no es una estúpida obsesión neoliberal europea, como a veces irresponsablemente se hace creer desde posiciones oficiales en un vano intento de seguir poniéndose de perfil ante la crisis y buscar culpables exógenos, sino la garantía de que se respeta el derecho de los consumidores a un servicio eficiente, de calidad y al mejor precio posible.
Los consumidores, por su número dispersión y pluralidad de intereses, tienen muy difícil hacer huelga. Unirlos es prácticamente imposible, como bien saben todos los politólogos, y en las raras ocasiones en que así sucede y surge el boicot a determinados artículos, suele ser por causas altamente emocionales como el trabajo infantil o el uso de la lengua.
Es una huelga de profesionales que, en la mejor tradición de la política económica castiza que describieron los profesores Fuentes Quintana y Velarde, pretenden socializar las pérdidas de la globalización.
Un shock externo clásico, la subida del precio del petróleo, ha convertido en deficitarias, probablemente tienen razón los camioneros, actividades económicas hasta entonces muy rentables.
No es la primera vez que sucede, ni será la última. Tampoco son los transportistas el único sector que será ruinoso a 130 dólares barril. Ni siquiera son muy originales en pedir que el gobierno les garantice su derecho a seguir ejerciendo el mismo trabajo, en vez de que les facilite el tránsito hacia una nueva actividad mediante políticas activas de empleo.
Pero esta vez, a diferencia de los parados de la construcción, parece que no tienen a su favor a un ministro de Trabajo ni a unas organizaciones sindicales.
Es una huelga en demanda de seguridad ante los cambios que se avecinan como consecuencia de que un bien abundante y barato, el petróleo, empieza a convertirse en una exquisita y cara rareté.
Es la primera de otras muchas que vendrán a continuación y que pondrán a prueba la capacidad de resistencia y liderazgo de un Ejecutivo pensado increíblemente, porque los síntomas de la crisis eran ya evidentes, para repartir paz, alegría, dádivas y nuevos palabros.
Pero con las cosas de comer no se juega y los ciudadanos exigen respuestas. Hay un peligro cierto de que suceda como en la primera crisis del petróleo y el miedo a la calle provoque errores de política económica que arrastraremos durante décadas. No es un buen síntoma que el vicepresidente Solbes esté ausente del gabinete de crisis, pero es peor que el secretario de organización del PSOE insista en que saldremos de la crisis sin modificar un ápice los derechos sociales, como hace la pérfida derecha en la que incluye obviamente a Clinton, Blair y Prodi.
La derecha y hasta algún socialdemócrata sensato saben que no hay dinero, porque la subida de los hidrocarburos supone una transferencia de renta de los españoles a los países productores de más de 70.000 millones de euros solo este año, como ha reconocido el ministro de Industria. Hacer promesas de imposible cumplimiento solo produce frustración, precisamente lo que critica el Gobierno que hacen los líderes de los huelguistas.
Más sensato sería hacer pedagogía sobre los cambios necesarios en una economía que ha empeorado su eficiencia energética pero aspira a mantener su prosperidad. Les dejo con una provocación para los ministros europeos,
- ¿qué sentido tiene seguir gravando intensamente un bien necesario para la producción cuyo precio de mercado se ha multiplicado por cuatro en dos años?
- ¿No sería más útil ir pensando en reemplazar los dos puntos del PIB de recaudación por una subida general del IVA, de manera que se gravase el consumo y no los costes de producción?
Será doloroso, pero más lo será seguir como si no hubiese pasado nada.
FERNANDO FERNÁNDEZ - "ABC" - Madrid - 13-Jun-2008
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