Hace ahora medio siglo una polémica entretuvo a las mejores cabezas económicas. Se la bautizó como "la disputa entre los dos Cambridges", porque sus más importantes protagonistas ejercían en el Cambridge original, en Inglaterra, y en el de Massachusetts, el que da cobijo a la Universidad de Harvard.
Aunque la pregunta que la desencadenó, formulada por Joan Robinson, parece ingenua -y engañosamente- clara:
- "¿Cómo se mide el capital?",
el debate era lo bastante técnico como para que no se deje contar en pocas líneas sin maltrato irreparable.
La polémica, en suma, era ciencia en estado puro.
Y, sin embargo, como dijo uno de sus comentaristas, bastaba conocer la opinión de cada uno sobre la guerra de Vietnam para anticipar en qué bando se alineaba. Una apreciación intranquilizadora para quienes confían en la objetividad de la ciencia.
Si así estaban las cosas entre aquellos respetables académicos que se ocupaban de cosas tan sesudas como "la función agregada de producción", con discutibles implicaciones -que sobre su alcance también discrepaban- teóricas y prácticas, es normal que nos preguntemos cómo estarán ahora cuando los "conceptos" que se cruzan son cosas como "neoliberales", "soluciones socialdemócratas", "globalización", "refundación del capitalismo".
Para muchos críticos las cosas están claras: no podemos fiarnos de los economistas. En realidad, la culpa de nuestros males sería
- de la economía real,
- del capitalismo, y
- también de la economía teórica,
- de las ideas de unos economistas a la altura científica de "los echadores de cartas".
Los economistas ni han anticipado la crisis ni son capaces de darles respuesta. Sobre todo, rematan algunos, los "economistas del sistema".
Vayamos por partes.
La incapacidad predictiva, como tal, no descalifica a ninguna ciencia. La geología dispone de solventes explicaciones de los terremotos pero atina bien poco a la hora de anticiparlos. En realidad son pocas las disciplinas en condiciones de establecer predicciones afinadas. Pero es que, además, la acusación es precipitada.
Desde hace al menos cinco años se podían escuchar prestigiosas voces de economistas anticipando el lío inmobiliario y sus consecuencias. Y no tirando a bulto, a ver si sonaba la flauta, que también los echadores de cartas aciertan de vez en vez, sino dando cuenta de cómo han sido las cosas, que es lo que caracteriza al buen hacer científico.
Otra cosa es que confundamos a los economistas profesionales con los opinadores, algo así como si confundiéramos a los politólogos con los tertulianos. Las malas noticias se dijeron. Claro si no fuerte.
Otra cosa es que nos resistamos a escuchar las malas noticias y que necesitemos redecorar el mundo con nuestros sueños. La teoría del amor de Stendhal y la moderna psicología nos lo llevan diciendo desde hace mucho tiempo.
Un indicio de que el problema es menos de las teorías que de la realidad lo sugiere el hecho de que el núcleo último de conceptos que manejan los mejores -o al menos los más escuchados- críticos de cómo se han llevado las cosas, los Stiglitz o los Krugman, por mencionar algunos que aparecen con frecuencia por estas mismas páginas, es el mismo que el de la mayor parte de sus colegas. Basta con ojear sus manuales de microeconomía o de economía internacional. No se puede tomar como buenos sus diagnósticos -y buenos lo son- y, a la vez, sostener que no sirven las teorías en que se basan.
Por supuesto, eso no quiere decir que la teoría económica no tenga problemas. Ellos, y otros más que ellos, han destacado con frecuencia lo fantasioso -que raya en la simple falsedad en muchos casos- de muchos de sus supuestos, pero eso es bien distinto de convertir a la economía en un simple ditirambo del mercado.
De hecho, si se piensa bien, esa misma irrealidad permite interpretarla como una crítica de la economía real. Si, como sostiene la teoría, el mercado sólo funciona eficientemente si se dan unas imposibles condiciones -eso que, a bulto, se subsume bajo la etiqueta de "competencia perfecta"-, ello quiere decir que es imposible que el mercado real funcione.
Convertir a los economistas en simples voceros del "sistema" es, por lo pronto, un ejercicio de esa repugnante estrategia común a cierta izquierda que consiste en asumir que los otros -a diferencia de uno mismo, forjado con el material de los santos- no tienen trato honesto con las ideas que defienden, algo que, entre otras cosas, hace imposible el diálogo, pues no cabe discutir con aquel que no cree en lo que dice, con los vendidos.
Pero acusar a los economistas de los males de la economía es ya puro delirio, sobre todo, cuando, a la vez, se sostiene la sensata tesis de que quienes mandan, al final, son los ricos, la infraestructura, para decirlo como antes.
El primer Plan Paulson no buscó sus razones entre los setenta y tantos economistas de primera línea, de muy diferente inspiración política, que el pasado 24 de septiembre dirigieron una carta al Congreso de Estados Unidos descalificándolo por impreciso, injusto y miope.
Y, más domésticamente, se me hace que los trajines de Repsol, Sacyr y Lukoil no se han decidido en ningún seminario universitario.
Ahora bien, que bastantes economistas compartan la misma caja de herramientas teóricas no impide que discrepen en sus diagnósticos o en sus propuestas ni, aún menos, que debamos dejar en sus manos las decisiones sobre la vida colectiva, que quepa prescindir de la política.
Frente a los cientificistas -que no los científicos- de viejo o nuevo cuño, conviene recordar el axioma más firme de la razón práctica: la ciencia no marca objetivos, tan sólo ayuda a sopesar sus condiciones de posibilidad.
Las decisiones de asignación y la distribución de recursos escasos no son independientes de valores, de ideas acerca de la buena sociedad, y deben recaer, finalmente, en los ciudadanos. Sucede cada día.
Aunque algunos defiendan que los órganos para trasplantes se han de entregar a quienes paguen más por ellos, otros podemos pensar que han de primar consideraciones como la necesidad, el provecho o el tiempo de espera.
Más en general, las distintas propuestas económicas suponen distintos destinos y distintas ideas acerca de cómo transitar hacia ellos. Algo que, por cierto, se escamotea bajo la pavimentadora descripción "salida a la crisis", como si todos tuviéramos el mismo problema, como si solo hubiera una solución.
En unas propuestas ganan -o pierden menos- unos y en otras otros y en casi todas pierden las generaciones futuras. Decidir si se ayuda a los bancos a deshacerse de sus cadáveres o a los hipotecados, si las inversiones públicas van a una cosa o a otra, si se alientan unas actividades y se frenan otras, asumir, en fin, que unas cosas se tocan y otras no, supone tomar decisiones acerca de qué principios y qué poderes -de nuevo, que principios- se juzgan respetables y atendibles.
Es sencillamente falso que los economistas no tengan respuestas. Pero antes de pedírselas es cosa de todos contestar a otras preguntas:
- qué intereses consideramos prioritarios y
- qué poderes intocables.
Por cierto, en la disputa de los dos Cambridges los americanos reconocieron su derrota, que no tenían réplica a los argumentos de sus rivales, los críticos.
Por supuesto, cada cual seguía pensando lo mismo sobre Vietnam.
FÉLIX OVEJERO LUCAS - Universidad de Barcelona - "El País - Madrid - 19-Dic-2008
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