Dicen que llegó a América como tantos otros. Rico en ambición y pobre de bolsillo. Era uno de aquellos miles de italianos que cruzaban el Atlántico con la esperanza de que la miseria también se perdiera en el horizonte. Pisó la tierra prometida en 1903. Su patrimonio, dos dólares y cincuenta centavos. Su nombre, Carlo. Su historia, a punto de comenzar.
Vivió en la costa este a la manera del oeste. En su ansiedad por buscarse la vida hurgando en los más oscuros rincones, probó como huésped en las prisiones de Quebec y Atlanta. Pero Carlo, que por entonces ya se hacía llamar Charles, decidió echarle el pulso definitivo a la escasez. Vender cupones ofreciendo una rentabilidad del 50% en 45 días. Y si usted no queda satisfecho, se le devuelve su dinero.
Miles de inversores siguieron hipnotizados a Carlo, el flautista de Hamelin italiano. Los pagos de los últimos en llegar servían para pagar los intereses de los primeros. Un castillo de naipes levantado con papel moneda que acabó derrumbándose. Carlo regresó a la cárcel y murió en la pobreza.
Pero legó un patrón de estafa. El esquema Ponzi. En honor a Charles Ponzi, el hombre de los dos dólares y cincuenta centavos.
El gran Madoff perfeccionó el espejismo. En su caso, el vendedor del zoco era además el genio de la lámpara. Un especulador con galones. Ex presidente del Nasdaq y mago del interés. Un tiburón que usaba cebos gigantescos, preparados para paladares selectos.
El mejor trapecista del circo de las finanzas. Irresistible. Hasta Spielberg, el rey Midas, sucumbió a sus cantos de sirena.
¿Quién no va a bailar cuando el que toca es uno de los reyes del mambo? Hasta que todos despertaron del sueño.
Cuando Madoff trató de explicar la hecatombe a sus empleados, escupió la mayor verdad de su vida. El secreto de la pirámide. Dijo: «Todo es mentira».
Mariluz Ferreiro - "La Voz de Galicia" - Santiago de Compostela - 17-Dic-2008
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