Los aniversarios de la Declaración Universal de los Derechos Humanos no deberían celebrarse el 10 de diciembre, en recuerdo de aquel glorioso día de 1948 en que se hizo su solemne proclamación, sino el 11, como hago yo, para que esa extraña magnitud de los «sesenta años y un día» que hoy se cumplen, y que tomo prestada del derecho penal,
- nos recuerde el secuestro permanente que se hace de esos derechos, y
- nos obligue a reflexionar sobre la extraña deriva que están tomando las libertades en las dos últimas décadas.
Mientras la sociedad civil progresa adecuadamente
- en el reconocimiento de la igualdad y los derechos humanos, y
- en la sensibilidad para detectar todos los ataques directos e indirectos que contra ellos se producen,
los Estados y las organizaciones internacionales están creando un duro caparazón que, bajo el amable aspecto de la protección del orden mundial y la lucha contra el terror, les permite hacer mangas y capirotes no solo con los derechos proclamados, sino también con los derechos y costumbres que nadie se atrevió a cuestionar, al menos teóricamente, desde la Revolución francesa.
Los países más avanzados establecen leyes de defensa de la democracia que son contrarias a los derechos humanos.
La pena de muerte se aplica con profusión, incluso en países democráticos, sin que los organismos internacionales, la Iglesia y los líderes estatales se mojen contra ella. El centro de Guantánamo demuestra a quien quiera verlo que la violencia y el fascismo de Estado siguen vigentes en la gran nación americana y en sus principales aliados de la Unión Europea.
- Las persecuciones discriminatorias del Tribunal Internacional de La Haya -que solo juzga a los derrotados y a los que no pertenecen a la OTAN- y
- los palos de ciego que da la Justicia ordinaria -que persigue a los dictadores derrocados pero no los abusos criminales que se hacen sobre Chechenia, Afganistán, Kosovo, Irak, Afganistán, la mayor parte de África y otros países,
demuestran que la Justicia institucional sigue estando al servicio de los poderes dominantes.
Y las ceremonias que se les hacen a las dictaduras como China, en nombre de la pura economía, demuestran a su vez que los derechos humanos distan mucho de ser la primera preocupación en el gobierno del mundo.
Si a esto añadimos
- el hambre,
- la dictadura,
- la falta de agua,
- la destrucción del planeta,
- el expolio material e intelectual del Tercer Mundo,
- la pésima distribución de la salud y la vivienda y
- el creciente recurso a las guerras como arma de política económica,
veremos que las mayores amenazas a los derechos humanos vienen hoy de los Estados más poderosos, que gestionan el mundo, más que nunca, aplicando la "ley del embudo".
Xosé Luis Barreiro Rivas - "La Voz de Galicia" - Santiago de Compostela - 11-Nov-2008
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