Con crisis, menos pecado.
Estos días hacen furor en las tertulias y otros parlamentos las noticias sobre el divorcio, que parece una costumbre decadente.
Nos hemos pasado años denunciando y lamentando la crisis de la familia, y resulta que lo que realmente está en crisis es el divorcio. A la gente le da por separarse menos, qué le vamos a hacer.
Después de una pasión divorcista alentada por la novedad y facilitada por la ley del «divorcio exprés», en los últimos meses hay menos parejas rotas, aunque no sepamos si son parejas más felices. Y, como
- no es probable que nos haya entrado una repentina fiebre de fidelidad,
- ni que hayamos descubierto que con la primera pareja se ama mejor,
- ni que nos hayamos vuelto todos seguidores firmes de la doctrina de la Iglesia,
el fenómeno tiene intrigados a los sociólogos del país.
Hay muchas teorías.
- Una dice que se ha llegado al techo; que nos hemos divorciado tanto durante los últimos años, que ya no quedan candidatos y ha disminuido drásticamente el número de parejas de difícil convivencia. Se puede sostener: si cada año se deshacen cerca de 150.000 matrimonios, en diez años llegaríamos al millón y medio. Tres millones de nuevos divorciados (dos por unidad rota) en la próxima década, sumados a los que venimos de atrás, serían demasiados.
Quizá asistamos a un proceso histórico de revisión.
- La otra, y más repetida estos días, dice que el descenso del número de divorcios, tanto en números absolutos como en porcentaje, se debe a la crisis económica.
Como los separados deben vender su casa y nadie compra casas, deciden mantener el matrimonio. Como el dinero es escaso y, encima, da menos de sí, cualquiera se arriesga a tener que pagar una pensión alimenticia o compensatoria.
Como los sueldos tienen que ser estirados como una goma para llegar a fin de mes, más agujeros se tapan con dos nóminas. Y como no hay perspectiva razonable de mejora a corto plazo y hay miedo a perder el empleo, nadie escoge un camino de tanto riesgo. Los divorciables españoles, que somos todos los casados, estamos practicando la consigna de San Ignacio: "en tiempos de tribulación, no hacer mudanza".
Y no la hacemos. Si la tesis económica es la cierta, la Iglesia tiene que estar encantada con la crisis.
La crisis es mucho más eficaz para no pecar (recordemos que el divorcio es uno de los mayores pecados mortales) que todos los sermones que se dicen en todos los púlpitos de España todos los domingos y fiestas de guardar.
Cuanto más dura sea la situación, menos valga el dinero y más incierto sea el futuro, los ciudadanos están más cerca de seguir la doctrina católica.
Vista así, la crisis es una bendición. Quizá el instrumento oculto del cielo para reforzar la institución familiar.
Fernando Ónega - "La Voz de Galicia" - Santiago de Compostela" - 24-Sep-2008
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