En teoría, y de acuerdo con la Constitución, los vicepresidentes de Estados Unidos sólo tienen asignadas dos funciones: sustituir al presidente en caso de fallecimiento o incapacidad y dirimir con su voto, en su calidad de presidente del Senado, los posibles empates que se produzcan en la Cámara alta. En la práctica, su quehacer diario está indefectiblemente ligado a lo que decida su jefe, el ocupante de turno de la Casa Blanca. Ante esa indefinición constitucional de sus tareas no es de extrañar la frustración, rayana en el desprecio, que algunos vicepresidentes han expresado sobre la importancia del cargo que desempeñaban. De las descripciones de la inoperancia de la vicepresidencia, las más crueles son las expresadas por John Garner, un tejano conocido como Cactus Jack por su lenguaje descarnado en la mejor tradición de su Estado natal y vicepresidente en las dos primeras Administraciones de Franklin Delano Roosevelt. Ahí van dos de sus perlas, citadas en todos los trabajos históricos, sobre el cargo de vicepresidente: "La vicepresidencia no vale ni un cubo lleno de escupitinajos calientes" y "el vicepresidente se encuentra en una tierra de nadie entre el ejecutivo y el legislativo". Con estos antecedentes no es de extrañar que Sarah Palin, la novicia gobernadora de Alaska designada por John McCain como compañera de candidatura a la presidencia, respondiera con una evasiva -"voy a enterarme primero de qué hace un vicepresidente"- a la pregunta sobre sus planes futuros en el caso de ser elegida.
Pero, a pesar de esa fama de inoperancia, la historia demuestra que el cargo de vicepresidente desempeña una función fundamental en la arquitectura constitucional americana. Como todo en la vida, depende de la calidad humana y política de las personas que ocupan el cargo. Es verdad que, si excluimos las elecciones con resultados cantados a finales del XVIII y principios del XIX de los padres fundadores John Adams y Thomas Jefferson, como sucesores de George Washington y John Adams, respectivamente, la influencia de la mayoría de los ocupantes de la vicepresidencia en la vida política durante el siglo XIX fue imperceptible. Incluso un vicepresidente, Andrew Johnson, que se convirtió en presidente cuando Abraham Lincoln fue asesinado en 1865, ha sido el único jefe del ejecutivo procesado (impeached), hasta ahora, por la Cámara de Representares por abuso de poder (Johnson se salvó por un solo voto en el Senado de su destitución).
Sin embargo, el siglo XX se inaugura con el acceso a la presidencia, tras el asesinato del presidente William McKinley, de uno de los políticos más carismáticos de la historia presidencial americana, el hasta entonces vicepresidente Theodore Teddy Roosevelt, el verdadero héroe de McCain. Hay que esperar cerca de cuatro décadas para encontrar otro vicepresidente convertido en personaje histórico, Harry S. Truman, que accede a la Casa Blanca a la muerte, por causas naturales, del segundo Roosevelt en 1945. Por si alguien lo ha olvidado, Truman es el presidente que crea, entre otras cosas, esas minucias llamadas Naciones Unidas, el Plan Marshall y la Alianza Atlántica. Richard Nixon es, quizás, el único vicepresidente que brilla como tal en el desempeño de su cargo. A causa de las muchas veces salud precaria del presidente Dwight D. Eisenhower, el cuáquero californiano puede enunciar las políticas que luego llevaría a la práctica tras su elección como presidente en 1968: reconocimiento de la China comunista y acuerdo de desarme con la Unión Soviéticas. Lyndon B. Johnson es otro vicepresidente que deja su impronta en la presidencia cuando accede la Casa Blanca tras el asesinato de John Fitzgerald Kennedy. Masacrado por su apoyo a la guerra de Vietnam, Johnson, sin embargo, ha pasado a la historia como el máximo defensor de los derechos civiles, una postura que le granjeó el reconocimiento del ala liberal de su partido y de la minoría negra, pero que le costó a los demócratas, desde entonces, la pérdida electoral de los Estados del sur. Y un apunte final. Nadie pone en duda la influencia ideológica que ha tenido Dick Cheney sobre George Bush. Pero, a la hora de la verdad, esa influencia se desvaneció con la llegada a la Casa Blanca de un nuevo equipo presidencial en el segundo mandato del 43º presidente. La destitución inesperada de su gran protegido, el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, y el giro copernicano de la estrategia en Irak así lo prueban.
En todo caso, no hagan muchas cábalas. Nunca, hasta ahora, el triunfo electoral de una candidatura ha sido decidido por los méritos o deméritos del aspirante a la vicepresidencia. Obama o McCain son los que ganarán o perderán. No Biden o Palin.
CARLOS MENDO - "El País" - Madrid - 12-Sep-2008
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