La realidad es que el capital y el individualismo se resisten a implantar la verdadera calidad en las empresas.
El cociente intelectual del equipo es potencialmente superior al de cada uno de sus miembros
Hemos crecido en un clima competitivo entre personas, equipos, departamentos, colegios, universidades. Pocos ámbitos se escapan de esta peligrosa plaga ensalzada como el comodín del desarrollo. Nos dijeron que la competencia resolverá nuestros problemas pero la realidad es que tal y como se está fomentando la competencia, es pura competitividad destructiva más que otra cosa. Todos hemos padecido sus dentelladas de una u otra manera, porque la tentación individualista está ahí: más títulos, más poder, más dinero... Y cuando se consiguen y se alcanza una posición, se dispara una nueva ambición aparejada a una nueva necesidad de reconocimiento. Son legión los que sienten eclipsados sus logros cuando no les son reconocidos, siendo capaces, en su vanidad, de relegar al logro mismo por unas gotas de vanagloria. Estuvo fino el pesimista Huxley cuando dijo que "la gente obtiene siempre lo que pide; la única dificultad es que no sabe nunca, hasta que la obtiene, qué cosa es la que realmente pidió". Nuestro mundo neoliberal predica muchas cosas, pero lo que se respira en las empresas es lo que impera en el ambiente: la cultura del ego, ese bichito que nos convence de que podemos crecer al margen del resto de los humanos; suele venir disfrazado de una hiperactividad del trabajo que esconde muchas cosas en derredor de uno mismo. Deming y su idea de calidad nos muestran que las personas no comprenden que lo mejor para un colectivo y lo que es lo mejor para todo el mundo suelen coincidir. País, empresa, grupo grande o pequeño: la cooperación de todos produce mejor ambiente que la competividad de unos contra otros y unos resultados que ésta nunca podrá lograr. En plena era postindustrial en la que tanto se habla del capital intelectual, el valor añadido se cimienta en actitudes propias de la inteligencia emocional: los padres actuando como educadores, los profesores facilitando experiencias en los alumnos, los empresarios haciendo partícipes del desarrollo del negocio a los empleados, estos compartiendo entre sí... Gestionar el conocimiento facilita las estructuras y la sensibilidad de los valores necesarios para que en una organización se potencie el aprendizaje compartido que logre extenderse fuera de las fronteras del mundo laboral.
En este sentido, David Bohm hizo una gran aportación al análisis del trabajo en equipo al percibir el pensamiento como un fenómeno colectivo en torno al diálogo para que ganen todos por encima del triunfo individual. Trabajando como colegas en la búsqueda común a partir de un conflicto de ideas, no es más que un facilitador del aprendizaje continuo: "El cociente intelectual del equipo es potencialmente superior al de los individuos". Todos sabemos que, para que una organización aprenda e innove, tiene que promover la cooperación y la colaboración entre los empleados, aceptar riesgos, dar importancia a lo global y estar orientada a la creatividad, al análisis y a la intuición. Todos proclaman que las personas son el principal activo de la empresa, pero la realidad es que el capital y el individualismo se resisten a implantar la verdadera calidad en la empresa. Se sabe cómo hay que hacer las cosas y cómo dirigir las personas, pero... Por otra parte, se quiere ganar ya, y se arriesga a perder ya. Se pretende una especie de presente continuo individualista y contradictorio. Los constructores de catedrales trabajaban sabiendo que ni ellos ni sus hijos, canteros o albañiles también, no verían terminada la catedral. Su trabajo no era para salir del paso, sino que hacían algo grande pensando en las generaciones venideras. Lo contrario nos está llevando a un desprecio por lo que pueda pasar pasado mañana. Necesitamos un cambio de talante para beneficiarnos de la cooperación. Puede que muchos intentos sean fallidos y parezca que no avanzamos por la senda de compartir talento y esfuerzos, dado que las cosas importantes requieren constancia y tiempo. Es una constante también en este tiempo, que el éxito es de los que perseveran con esperanza, sabiendo que no se puede cambiar un talante de la noche a la mañana. Que todavía estamos muy lejos de alcanzar el espíritu que atribuyen a Diógenes, cuando un día se puso a pedir limosna a una estatua de mármol. Evidentemente, no obtuvo ninguna moneda, pero él continuaba pidiendo.
"¿No es tiempo perdido?", le preguntó alguien.
"No es tiempo perdido -respondió-; estoy acostumbrándome a recibir negativas".
Gabriel Mª Otalora - "DEIA" - Bilbao - 23-Ago-2007
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