En su formidable obra Tiempos Modernos, Paul Johnson en el primer capítulo planteó un problema que llega hasta nuestros días, y que es la relación entre la civilización y la cultura. Y más aún, tenemos la necesidad de ponernos de acuerdo sobre el significado de estos dos vocablos trascendentes. Una de las mayores confusiones al respecto fue la definición que fuera dada por Spengler en su lamentablemente exitosa obra La Decadencia de Occidente. En esa obra, que fuera publicada en 1918, es decir al fin de la Gran Guerra, este representante de “Los Maestros Pensadores” define a la civilización como el anquilosamiento de la cultura. Es decir, la decadencia producida por lo que considera la artificialidad frente a la dinámica creativa de la cultura. Así dice: “La civilización es el destino inevitable de la cultura... Las civilizaciones son los estados más externos y artificiales de los cuales una especie del desarrollo humano es capaz. Son una conclusión, sustituyendo la cosa que es a la cosa que está siendo; la muerte que sigue a la vida, la rigidez sucediendo a la expansión.
Alemania, pues, después de la Gran Guerra estaba a la espera de un reverdecimiento de la cultura y así volvió la “cosa siendo” en el nazismo supuestamente de la mano de la “voluntad de poder” de Hilter. Aquí entra Nietzsche en acción que considera a la aristocracia del superhombre como la alternativa y ahí tenemos a Hegel entre Spengler y Nietzsche. Ya Nietzsche había dicho igualmente que la única ventaja de la Revolución Francesa fue que ella permitió el surgimiento de Napoleón. O sea otra aristocracia sin nobleza, al decir de Ortega y el águila imperial daba la tónica del nacionalismo como sustituto de las monarquías.
Por supuesto, en su conceptualización, Nietzsche desprecia al buen salvaje, ya así como a la búsqueda del hombre nuevo, exaltada por Jean Jacques Rousseau. “Así, en su Discurso sobre las ciencias y las artes, don “Jacobo” nos decía: “Hemos visto a la virtud volar tan pronto como la luz de las ciencias y las artes se elevan sobre el horizonte, y el mismo fenómeno ha sido observado en todo tiempo y lugar”. Me suena que estas palabras reflejan el sentimiento spengleriano de la decadencia preñada de civilización. Pero el ilustre ginebrino intentaba, no obstante, crear una alternativa y así propuso la creación de un “hombre nuevo” (no se parece como al superhombre sino que parecería ser racional y moral). Así en el Contrato Social nos dice: “cualquiera que se atreva a encarar la tarea de instituir una nación, se debe sentir capaz de cambiar la naturaleza humana; así decía: “de transformar a cada individuo que en sí mismo es un todo completo y solitario, en parte de un todo mayor del cual en este sentido recibe su vida y su ser”. Ahí estaba esperando Hegel pero, entre tanto, surgía la figura trascendente del hombre nuevo en Robespierre, el incorruptible, seguido de Marat, el representante del pueblo, de Babeuf y su conspiración de los iguales y no olvidemos al carnicero de Lyon, el Sr. Fusleé.
Pero volviendo a Hegel, en este proceso de creación del hombre nuevo, supongo que en aras de la cultura, mal que le pese a Nietzsche, Rousseau le sirvió en bandeja de plata igualmente la “voluntad general” encarnada en la soberanía indivisible e inalienable. El Estado prusiano se encargaría igualmente en otro desliz de la cultura, Kant y Hegel mediante, de devolver la soberanía a las sienes del monarca, supongo que por efecto de la voluntad de poder que se apoderaba así de la voluntad general
Ya vendría Marx para devolverle al pueblo la voluntad general, y el nuevo hombre nuevo y valga la redundancia, se apoderaba de la voluntad general a través de la dictadura del proletariado. Así, después de los múltiples avatares bélicos y revolucionarios de la “virtuosa” historia europea, llegó finalmente la dictadura del proletariado allende los Urales en un tren alemán. Lenin, el hombre nuevo encargado de hacer los nuevos “hombres nuevos” en función de la “voluntad general”. La soberanía volvía así al “pueblo” y Lenin, tanto como el nuevo monarca sin corona, representaba el poder de la subjetividad como última decisión de la voluntad... tal como había propuesto Hegel.
No podría decir que la “voluntad general” del hombre nuevo, Lenin, carecía de voluntad de poder. Dado que la salud de Nietzsche no le permitió ver la luz del siglo XX, no podemos saber cuál habría sido su valoración de este nuevo Robespierre incorruptible al igual que él, y que sustituyera a los comité de “salud pública” por la cheka que con el hombre de acero (Stalin) se convertiría en la KGB encargada de eliminar todo intento de no participar de la naturaleza del hombre nuevo. El intento fallido de crear hombres nuevos tuvo un costo enorme en vidas, donde quiera que apareciera este Estado que respondía a la dictadura del proletario, perdón, del proletariado.
Cuando Spengler escribía su Decadencia de Occidente, parece que no estaba muy seguro de que bien Rusia no fuera Occidente o que al igual que Nietzsche, no compartía las virtudes del hombre nuevo, ya fuera con el ciudadano de Ginebra o con el filósofo de Treves . Al poco tiempo de la llegada de la cultura a Alemania, al menos de la “voluntad de poder” del “pintor”, Adolfo Spengler entregaba su alma. Por consiguiente, si bien sabemos de su teoría, poco sabemos de su experiencia, que en general en estos casos la brecha entre la teoría moral y la praxis política ha sido, es y seguirá siendo enorme
Lo que sí sabemos es que estos dos caracteres, hombre nuevo y superhombres, léase Stalin (sucesor de Lenin) desde las estepas y el superhombre de la Selva Negra, se dieron la mano en 1939 a través de sus representantes, Molotov y Ribentrop. El propósito era dividirse el mundo hasta que el superhombre encontró que el hombre nuevo no estaba a su altura, y la “Operación Barbarroja” decidió que el “milenio” se acortara tanto como le había ocurrido a su predecesor que al paso de la Marsellesa terminara en Elba como paso previo a Santa Elena y Beethoven se inmortalizara en “La Heroica”.
Cualquier atisbo de libertad en estos mundos del “deber ser” inspirado en el imperativo categórico kantiano, es un sueño imposible y la realidad una pesadilla de la historia. El triunfo de las huestes del “hombre nuevo” amparado por el “Préstamo y Arriendo” y acordado en “Yalta” lograra en gran parte su proyecto pactado con el “superhombre” y se quedó con la mitad de Europa. Las casacas rojas permanecerían y durante toda la llamada “Guerra Fría” encontraron en las “camisas negras” la descalificación más absoluta de todo intento de salir de aquella trampa tendida por Zeus entre el hombre nuevo del buen salvaje, al buen salvaje del superhombre.
Todo este prolegómeno viene a mano con un objetivo esencial y es mostrar que existe una alternativa real y manifiesta a la predicción spengleriana entre Rousseau y Nietzsche. Para ello vale recordar que los ingleses en medio de su cultura también descripta por Shakespeare, desde los climas de su insularidad en los tiempos de los Tudor y de los Estuardo no se diferenciaban demasiado, salvo en el idioma de sus congéneres, los Romanov, Habsburgos, Horhenzollern, Borbones, etc que imperaban del otro lado del Canal de la Mancha. Y tanto que al respecto escribiera David Hume en su Historia de Inglaterra, refiriéndose a los tiempos de Elizabeth I: “En esa época los ingleses se encontraban tan completamente sometido, que como los esclavos del Este, estaban inclinados a admirar aquellos actos de violencia y tiranía que eran ejercidos sobre ellos y a sus propias expensas.”
No parecería pues que fue el clima o la cultura la que produjo la Revolución Gloriosa de1688, casi desconocida por no haberse matado a nadie, y respecto a la cual Hume igualmente dijo: “Y puede decirse con justicia, y sin ningún peligro de exageración, que en esta isla, desde entonces hemos disfrutado sino el mejor sistema de gobierno, al menos el más completo sistema de libertad que fuera conocido por la humanidad”. Precisamente porque antes de esa fecha no existía la libertad en Inglaterra que los peregrinos cruzaron el Atlántico en el Mayflower y a partir de 1787 iniciaron el proceso civilizador más grandioso que conociera la historia.
Basta leer ElFederalista, para encontrar los principios elementales de la libertad, que como bien había señalado John Locke, se definían por el respeto a los derechos individuales; la vida, la libertad, la propiedad y el derecho del hombre a la búsqueda de su propia felicidad. Y en sentido similar se pronunció Hume sobre las condiciones de la estabilidad en la sociedad: “la seguridad en la posesión, la transferencia por consenso y el cumplimiento de las promesas”. Pero recuérdese que Hobbes también era inglés y en su Leviatán había justificado igualmente la voluntad de poder como antítesis supuesta de la voluntad general de Rousseau.
Entonces, puedo coincidir con Hume que la civilización es un aprendizaje de la historia y la libertad es el perfeccionamiento de la sociedad civil. Y por supuesto sostiene que la verdadera libertad incorpora las restricciones de la ley, “Requiere aquellas limitaciones que son necesarias para que el individuo esté seguro del daño causado por otros individuos o por el gobierno.” Y por supuesto, esa realidad era reconocida por Hamilton que en El Federalista escribió: “una peligrosa ambición subyace más detrás de la espaciosa máscara del celo por los derechos del pueblo, que bajo la apariencia prohibida del celo por la firmeza y la eficiencia del gobierno.”
Creo que he mostrado que la libertad es un aprendizaje de la historia y no surge de la cultura sino que se impone por sobre la cultura. Y si faltaba un ejemplo de esta realidad, lo encontramos en el proyecto argentino de la segunda mitad del siglo XIX, basado en la Constitución de 1853-60. Por supuesto, en las ideas de Alberdi, que ya había sabido distinguir entre la libertad anglosajona y la que denominara libertad latina y a la que se refiere así: “Es la libertad de todos referida y consolidada en una sola libertad colectiva y solidaria de cuyo ejercicio exclusivo está encargado un libre Emperador o un Zar liberador. Es la libertad del país personificada en su gobierno y su gobierno todo entero personificado en un hombre.”
A partir de allí, Argentina dio un vuelco en su historia, superando la cultura del fanatismo y de las leyes de India para alcanzar la civilización. Tanto así que de las “culturas” europeas venían los inmigrantes en busca de la libertad que había sido establecida no por la cultura sino precisamente por su superación. Alberdi así no sólo descreía de la voluntad general, sino que describía a Nietzsche antes de que este escribiera sobre la “voluntad de poder” (will of power). Tanto así que Sarmiento en sus Comentarios a la Constitución de 1853 dice: “Dícenos que los pueblos no están en estado de usar instituciones tan perfectas. Si hubiéramos de juzgar por ciertos hechos de la República Argentina, diríamos que esos pueblos no están preparados, sino para degollar, robar, haraganear, desvirtuar y destruir. Pero hay otro orden de hechos que muestra que esos pueblos en nada ceden a otros americanos en cuanto a su capacidad de aprender el juego de las instituciones.”
De las anteriores palabras, surge que era posible, y así fue, superar la cultura por la civilización, lo que no logró Europa Occidental hasta la llegada de los tanques Sherman y el Plan Marshall en 1945. Y precisamente igualmente podemos decir que la involución argentina resultó de que cuando Europa accede a la civilización, Argentina impone a su política el pensamiento que había perdido la guerra. O sea al respeto de los derechos individuales, que la había caracterizado, es sustituido políticamente por el pensamiento de la voluntad de poder y así el superhombre Perón alcanza el poder ante la misma disyuntiva europea de enfrentar al hombre nuevo y la voluntad general. Ésta es, lamentablemente, la disyuntiva que en nombre de la democracia, o sea de los derechos del pueblo, sigue vigente en Argentina, y los resultados están a la vista. No la menor expresión de libertad; el argentino hoy teme por su seguridad amenazado por el gobierno y en la calle por otros argentinos. Por ello es que insito en que en la falacia de Braden o Perón la alternativa sigue siendo Alberdi o Perón. Y mientras siga ganando Perón en ausencia de una oposición que interprete y rescate a Alberdi, continuaremos inmersos en la desesperanza, la inseguridad y la pobreza.
Armando Ribas
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