jueves, 23 de agosto de 2007

El buen izquierdista

Entre los pocos izquierdosos auténticos que quedan y algunos comentaristas críticos está extendida la idea de que Roma ya no está en Roma, quiero decir que la izquierda en el mundo en general, y en España en particular, ya no es lo que fue. Por diversas razones, mayormente por contagio del derechismo que, según ellos, predomina aquende y allende las fronteras, la izquierda ha perdido sus señas de identidad y, desnortada, cuando gobierna no sabe cómo cambiar a la sociedad, tarea ésta a la que estaba llamada y que constituía su razón de ser.
Que la izquierda ha cambiado casi por doquier, es algo de lo que no cabe duda. Lo ha hecho porque el mundo ha cambiado mucho en los últimos cincuenta años, en algunas cosas para mal, en otras para bien. Hay países que han ido ciertamente a peor, pero son los menos. Otros, verbigracia España, han mejorado claramente. Algunos, sin embargo, piensan y actúan como si viviéramos en 1950. Ser de izquierdas era entonces relativamente sencillo. Había que hacer la tercera y definitiva revolución, es decir, acabar con la sociedad de clases, con la injusta desigualdad que había traído la segunda revolución, la industrial, que creó mucha riqueza, sí, pero en beneficio de unos pocos, con lo que las ideas de libertad, igualdad y fraternidad de la primera revolución no se habían materializado.
Trastocar el orden social y económico no era, claro está, empeño mostrenco. Había, es cierto, una receta que se creía infalible: nacionalizar, para socializarlos, los medios de producción. Con ello se acabarían la acumulación de capital, la plusvalía, la explotación, la existencia misma de ricos y pobres.
Pero, sobre ser ingente, la tarea resultaba muy complicada. ¿Cómo hacer esa socialización y, sobre todo, cómo lograr que tal cosa contribuyera al bien común de un modo más eficaz, justo y racional que en el sistema capitalista? Eran varios los modelos:
-dictadura del proletariado de los comunistas,
-gestión colectiva de los anarquistas,
-conquista por los trabajadores del poder político preconizada por los socialistas, tal como se decía en el carné de los afiliados al PSOE hasta hace bien poco.
Ninguno de ellos dio resultado. El que más se aplicó, hasta en la tercera parte del planeta, fue el comunista. Centenares de millones de personas creyeron en él. Su esfuerzo y, muchas veces, su generosidad y sacrificio de poco sirvieron. Al cabo de setenta años hubo que rendirse a la evidencia.
El modelo sólo engendraba dictadura en el plano político e ineficacia en el económico. Lógicamente desapareció en lo principal y sólo subsiste en contados países. En uno de ellos, la Cuba de Castro, se mantienen dictadura e ineficacia. En cambio, en otro, la China del millardo y medio de habitantes, curiosamente la ineficacia económica del modelo inicial, tal vez por haberse introducido una paulatina privatización muy poco marxista, se ha convertido en una portentosa eficacia que dura años y años, quizá al haber aprendido un pueblo viejo de siglos de los yerros y aciertos de los demás. No obstante, por ser un modelo harto singular no se puede exportar y por ello, paradójicamente, hoy, entre la izquierda genuina, ya no hay maoístas o muy pocos, cuando antaño proliferaron. No los hay ni siquiera en la propia China, donde, a pesar de guardarse las apariencias, no se conserva casi ninguna de las ideas del Gran Timonel.
Los anarquistas, huelga decirlo, nunca consiguieron aplicar su modelo. Lo más cerca que estuvieron de hacerlo -por una vez los españoles innovamos- fue en alguna zona de nuestro país durante la Guerra Civil. Hoy sólo atrae a muy pocos por reputarse con razón que sus hermosos planteamientos son del todo inviables.
En cuanto a los socialistas no comunistas, conquistaron efectivamente el poder político en varios países europeos en el siglo XX, aunque no fueran los trabajadores quienes lo hicieran y, desde luego, una vez en el poder no introdujeron cambios revolucionarios; el sistema capitalista se mantuvo así en lo esencial, con la propiedad privada de los medios de producción.
Sin embargo, gracias a la eficacia de la economía de mercado y a unas políticas sociales de apoyo a los de abajo, hubo un incremento notable del bienestar general, lo suficientemente amplio para que los ricos se hiciesen más ricos y los pobres vivieran bastante mejor, tanto incluso como para que dejaran de ser pobres. Con todo y con ello, ni en Suecia ni en Alemania ni en España, cuando los socialistas llegaron al poder hubo cambio revolucionario alguno. Por ello, los partidarios del cambio no suelen apuntarse a la socialdemocracia.
En realidad, el difícil problema que se les plantea es que hoy no pueden apuntarse a nada. ¿Cómo van a apoyar a gobiernos que, pese a su etiqueta de izquierdas, dejan el sistema capitalista intacto? Entonces, ¿qué es lo que debería hacerse para contentar al buen izquierdista?
La dificultad estriba en que la añeja receta de socializar los medios de producción, que constituía la pieza maestra de toda política de izquierdas, resultó inservible. A decir verdad, no hay una explicación cumplida de por qué esa fórmula, en lugar de curarlos, agrava los males de la sociedad.

La afirmación de un preclaro profesor escocés de hace más de doscientos años de que no es la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero lo que nos procura nuestra cena, sino el cuidado que ponen ellos en su propio beneficio, no ha sido desmentida.

¿Pero por qué la humanidad sólo ha de funcionar si se basa en el egoísmo? Ésta es la gran contradicción en que se desenvolvió la izquierda durante el siglo pasado: su teoría del cambio, atractiva como era, fracasaba al llevarse a la práctica.
Veamos el caso de España. En los últimos veinticinco años ha habido gobiernos socialistas durante diecisiete. En ese largo periodo, excuso decir que no se ha producido socialización alguna, sino más bien lo contrario. La producción de bienes ha seguido en manos privadas. Afortunadamente, dirán algunos. Quizá con razón, pero ya que la producción no se puede tocar para no estropearla, ¿no cabría haber mejorado más la distribución de la riqueza mediante los impuestos? Es verdad que ello tiene un límite. ¿Qué ocurrirá si se priva al empresario de sus ganancias? ¿No sucederá que nos quedaremos sin cena, por falta de interés del carnicero, el panadero y el cervecero?
Con todo, en ese terreno, sí que cabe hacer más de lo que se hace, especialmente en nuestro país. Resulta que la España de los diecisiete años de gobiernos de izquierda tiene menos fiscalidad y menos gasto social que la media europea. Cierto es que partíamos de cotas bajas, pero, así y todo, el reformismo en España no ha sido nada radical en el terreno económico. También es cierto, sin embargo, que en otros aspectos ha habido más cambios, sobre todo en los últimos tres años; alguno, como el relativo al matrimonio de homosexuales, hasta cabría tildarse de revolucionario.
Tal vez sea ése el cometido de la izquierda en el siglo XXI. Ya que como parece que habrá que esperar al siglo XXII o al XXIII para que los avances del saber permitan cambiar el funcionamiento de la economía, luchemos entre tanto por las muchas causas pendientes:
-ecologismo,
-ayuda al tercer mundo,
-políticas generosas de inmigración,
-laicismo,
-educación,
-emancipación definitiva de la mujer,
-derechos humanos,
-antiimperialismo,
-coexistencia pacífica de nacionalismos, etcétera.
Además, claro está, de lograr un gasto social como el de Suecia.
El mundo actual es, desde luego, harto imperfecto, lo que hace que algunos o bien se vuelvan escépticos y piensen que todo queda siempre en buenas palabras o bien sueñen con la imposible revolución. Unos y otros olvidan, sin embargo, que la historia de la humanidad es la historia de la imperfección. Una imperfección que en lo pasado fue siempre mayor que la actual. Lo cual da alas para seguir creyendo en el progreso y en la labor de los progresistas en
-la política,
-el pensamiento,
-la educación,
-la cooperación,
-la familia,
-los medios de comunicación.
Porque al final, desde una perspectiva histórica, ser revolucionario o ser reformista es cuestión de calendario. Porque la única meta que puede tener la racionalidad de nuestra especie, por incompleta que sea, es progresar. Por eso es por lo que se puede ser razonablemente optimista. Por eso es por lo que al agorero, que nos dice que vamos de mal en peor, aun cuando sea un buen izquierdista, no hay que hacerle caso.
FRANCISCO BUSTELO - "El País" - Madrid - 27-Jun-2007

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