Tony Blair, el largo adiós
LA política es un invento de los griegos que los ingleses manejan mejor que nadie. El secreto reside en que esperan muy poco de la retórica del poder y confían en las virtudes austeras de la libertad. Lecciones de la historia y de la forma de ser. Conviene tenerlas muy presentes ahora que toda Europa mira a Francia, racional y cartesiana para bien y para mal.
Pensar sobre el Reino Unido trae un soplo de aire fresco, empirista y utilitario. He aquí el criterio para juzgar a Tony Blair en la hora de su largo adiós: para un inglés, hacer bien las cosas significa dejar el mundo mejor de lo que estaba cuando accedió a su puesto de trabajo. Víctima de Irak y de los límites intrínsecos al socialismo posmoderno, se marcha con un proyecto agotado pero con los deberes (casi) hechos.
Cuando se olviden las miserias partidistas, quedará un buen recuerdo. Cuando los laboristas conozcan mejor a Gordon Brown, es probable que echen de menos a Tony y a Cherie. Cuando los «tories» asuman que ya no vive en Downing Street, van a respirar con alivio. Luces y sombras de la política británica, ajena por definición a sectarios, radicales o demagogos. Es una suerte, ganada a pulso desde la «Gloriosa», incluso desde la Carta Magna o la primacía del Derecho común sobre la prerrogativa regia. También en la sociedad de masas y en el Estado-providencia los poderes del gobierno de Su Majestad son objeto de interpretación restrictiva. Así se escribe la historia.
Tony Blair fue la gran esperanza del socialismo errático y aturdido en la Europa de los noventa. El sustento intelectual era una sedicente Tercera Vía. Anthony Giddens puso la doctrina: algo así como los fabianos adaptados a la sociedad del conocimiento. Un Estado de bienestar moderno y activo: más sociedad civil, mucha educación y una idea ingeniosa, el «Estado facilitador».
En la etiqueta ponía Nuevo Laborismo, pero con recetas liberales: estabilidad económica y reducción de impuestos. Otros tiempos: la «cumbre» ideológica de Londres (julio de 2003) certificó la conversión de la socialdemocracia clásica en «izquierda progresista». Allí estaban todos, excepto Zapatero. Blair deja una huella -quizá superficial, pero efectiva- en la batalla de las ideas. Basta con leer el programa suave de David Cameron para cambiar la suerte electoral del Partido Conservador, que ha consumido ya cuatro aspirantes a partir de sus tres derrotas en las urnas desde 1997. Queda claro que esa «izquierda del centro» no era ni es un adversario fácil de batir.
Aunque no lo parezca, hubo tiempos gloriosos para la Tercera Vía... Pero su padrino tiene que purgar el estigma de Irak. Si es difícil para cualquiera gobernar en contra del progresismo ambiental, resulta literalmente imposible para un socialista. El discurso antiamericano y la fiebre helenística dictaron sentencia inapelable: Blair nunca se repuso de la foto de las Azores. Sobre todo, entre los suyos.
El Primer Ministro sacrificó su proyecto partidista ante el interés general del Reino Unido. Pocos se lo van a agradecer, y mucho menos ahora cuando la guerra y la paz a medias pasan factura a casi todos. Con el tiempo, quedará claro que la «relación especial» entre la vieja metrópoli y su antigua colonia importa más que los errores coyunturales o la torpeza de algunos líderes.
Dice Paul Johnson, quizá con razón, que el mundo moderno nació con esa «partnership» entre ingleses y americanos que configura el poder global más duradero de la era moderna. Conviene leer las reflexiones de John Stuart Mill acerca de quiénes eran los buenos y los malos en la Guerra de la Independencia. Así se entienden muchas cosas. Por eso Inglaterra está tan segura de sí misma y el 7-J apenas dejó un rasguño en la corteza de una sociedad pétrea. Más vale no hacer comparaciones. Incluso para un socialista sin convicciones fuertes, lo importante es que el Espíritu de la Época siga siendo anglosajón. Así pues, Blair prefirió equivocarse con Bush antes que ganar la batalla de la opinión pública con retórica pacifista y escrúpulos multilaterales. Tal vez lo sabía, y en ello reside su mayor virtud. Desde entonces nunca volvió a ser el mismo. Gestión farragosa del despliegue militar, conspiraciones internas y maniobras para conservar el cargo se llevaron por delante su imagen atractiva. Perdido el impulso, todo ha sido mera lucha por la supervivencia.
Parecía que no llegaba nunca, pero es el tiempo del adiós y la hora del balance. Nada es seguro en política, pero ciertos datos apuntan al regreso de los «tories». Blair ha hecho muchas cosas, unas mejor y otras peor. Deja el camino expedito en el Ulster, tras un proceso llevado a la manera británica. Inútil buscar equivalencias. Entre otras razones, por el acuerdo pleno entre gobierno y oposición y porque aquellos terroristas entregan las armas y permiten la verificación. No obstante, el polvorín sigue allí. La «devolución» de poderes a Escocia y a Gales alimenta el localismo. Nadie en sus cabales pretende la independencia, pero ya sabemos cómo actúan algunos políticos nacionalistas. Ha sido leal con Europa, pero a la hora de la verdad supo mirar al Atlántico, defender el «cheque» de Thatcher y esperar a que la Constitución tropezara por sí sola. Luchó hasta el último minuto por el interés nacional y tal vez sobreviva en forma de cara amable de nuestra Unión en apuros.
Curiosa paradoja, porque la libra esterlina sigue a lo suyo. Según una sabia crueldad democrática, sufrió mucho más por causa de sus compañeros de partido que por las críticas benévolas de la oposición. Se equivocó en cambio con las reformas institucionales.
La tradición de los Lores no es democrática, por supuesto, pero eso ya lo sabían los teóricos del equilibrio de poderes. En política social y económica contribuyó a buscar la mayor felicidad para el mayor número, según la fórmula utilitarista. Fallan demasiado los servicios públicos, pero el Reino Unido goza de una salud envidiable: como siempre, aunque ahora con más achaques. Es llamativa la relación con España. Buena, muy buena incluso,con Aznar, que le dedica cálidos elogios en sus «Retratos y perfiles». Gibraltar no pudo ser, pero el acuerdo razonable estuvo más cerca que nunca. Indiferente hacia Zapatero, lejos de cualquier complicidad ideológica. Aquí le despiden sin pena, aunque les gustaría copiar la foto de Stormont.
Aprobado alto, quizá lastrado por ciertos límites inherentes a su ideología y a su tiempo. Termina con un desahogo feroz contra la prensa. Falla en los matices, pero es un buen tema para la reflexión. Hubo unos cuantos mejores entre los antecesores, pero también algunos mucho peores. Deja un regusto amargo y -casi seguro- empleará buena parte de su tiempo en reivindicar ciertas decisiones. «Estamos hartos de la gente que abusa de nuestra naturaleza bondadosa», dijo poco después del 7-J. Así, con notable sagacidad política, certificó el final de «Londonistán» y el multiculturalismo permisivo.
Predijo entonces el cambio de las reglas del juego en materia de inmigración ilegal, el control de los predicadores del odio y la primacía de la seguridad sobre las libertades utilizadas en fraude de ley. Si es así, no será él quien tenga que gestionarlo. Salvó la vida de los soldados en Irán, evitando un final catastrófico para su propia imagen,aunque la historia militar del Imperio haya conocido episodios más gloriosos. Al final, Tony Blair deja el mundo algo mejor de lo que estaba cuando le encargaron ese trabajo apasionante, pero poco agradecido. Como siempre, Britania, orgullo y prejuicio...
BENIGNO PENDÁS - "ABC" - Madrid - 23-Jun-2007
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