La idea de mutilar a un delincuente, para castigarlo o para que no vuelva a delinquir, es tan antigua como la humanidad, y sobre ella se basaron los primeros códigos que, al contrario de lo que ahora creemos, trataban de poner límite a la tentación de la venganza. Por eso hay que concluir que entre las bárbaras propuestas de hace veinte o treinta siglos y las memeces dichas por Sarkozy sobre las castraciones químicas, no hemos avanzado nada.
Claro que, al contrario de sus antecesores de la Mesopotamia, Esparta, Israel o Arabia, el señor Sarkozy pasó por la universidad, y por eso puede hablar de tal manera que, diciendo una cosa brutal y desnortada, parece que está diciendo otra. En vez de emparedarlos, los mete en psiquiátricos. En vez de caparlos con un hierro oxidado, los castra químicamente. Y en vez de extender el método a otros delitos -cortarle las manos al que roba, las orejas al que espía, la lengua al que murmura o el dedo índice al que dispara-, se muestra contenido en la demagógica posición de quien explora una nueva política penal sobre la base de crímenes nefandos y socialmente hipersensibles.
Pero no nos engañemos. Con las bases teóricas de Sarkozy se puede proponer la sustitución de las cárceles por mazmorras, o la vuelta a los castigos físicos y a la muerte cruel -tantas veces defendida por santos y moralistas- como instrumento de reparación social. Porque todos los avances de la política penitenciaria están basados en un único principio -la inviolabilidad del delincuente una vez convertido en reo- que si se rompe una vez es muy difícil de reparar, y que Sarkozy acaba de triturar con la ayuda de los instrumentos más deleznables de la demagogia rampante: hablar de la reforma ante los afectados directos, parapetar la barbarie detrás de un crimen que bloquea la capacidad de raciocinio de muchos ciudadanos, y dar por supuesto que la espita de la barbarie, la que funcionó en Roma y la Edad Media, y la que abrieron los nazis y el estalinismo, se puede abrir y cerrar a voluntad.
Lo malo es que esta batalla ya está perdida. Porque, en el marco de la tipificación social de los delitos repugnantes, la cultura jurídica occidental se ha dejado llevar a una situación en la que, hablando de determinados crímenes -terrorismo, violencia sexual e infantil y narcotráfico-, se da por supuesto que quiebran los principios procesales y penales, y que, por tratarse supuestamente de crímenes irracionales, sólo cabe la respuesta del endurecimiento penal y la prevención absoluta.
Y nadie recuerda ya que todas las épocas de barbarie jurídica, moral y política empezaron así: rompiendo el imperio de los principios para dar satisfacción a demandas desviadas del cuerpo social.
Xosé Luís Barreiro Rivas - "La Voz de Galicia" - 27-Ago-2007
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