Hace tiempo que vengo tratando de desbrozar la semántica política a fin de lograr entendernos. En esta oportunidad voy a hacer un nuevo intento y en primer lugar voy a echar mano al diccionario, pero antes debo rendir homenaje a una observación realmente iluminante de Karl Popper en su obra Conjeturas y Refutaciones. Allí Popper inicia una controversia con un juicio de Bertrand Russell, según el cual “nosotros éramos muy inteligentes, tal vez demasiado inteligentes, pero no habríamos alcanzado un nivel moral y político y así como la madurez necesaria para controlar nuestra fuerza intelectual.” Popper opone a este juicio el siguiente: “Nosotros somos buenos, tal vez un poco demasiado buenos, pero somos también un poco estúpidos; y es esta mezcla de bondad y estupidez la que subyace en la raíz de nuestros problemas.
Así presentado el problema, insiste Popper: “Es triste ver como la apelación a la moral puede ser mal usada. Pero es un hecho que los grandes dictadores estuvieron siempre tratando de convencer a su pueblo de que ellos conocían el camino hacia una moral superior”. Y asimismo escribió: “Nuestro entusiasmo moral es a menudo mal dirigido, pues no nos damos cuenta de que nuestros principios morales, que seguramente son simplistas, son muchas veces difíciles de aplicar a las complejas situaciones políticas y humanas a las que nos sentimos forzados a aplicarlas.”
El recuerdo de Robespierre y el terror, siguiendo por el nacional-socialismo y finalmente el comunismo marxista, y sin olvidar las apelaciones a la fe, que hoy se encarna en el terrorismo musulmán, ponen de manifiesto la sabiduría de Popper en sus anteriores observaciones. Es pues en esa línea de pensamiento que intento abocarme a al problemática política que surge de la semántica y así en cumplimiento de lo prometido, dice el diccionario de la Academia de la Lengua, que fija, limpia y da esplendor al idioma: “Ética: parte de la filosofía que trata de la moral y de las obligaciones del hombre”; y entonces define la moral diciendo: “que no cae bajo la jurisdicción de los sentidos por ser de la apreciación del entendimiento o de la conciencia; que no condice al orden jurídico sino al fueron interno...; ciencia que trata del bien en general.”
Creo que con las definiciones anteriores estamos tan confundidos como antes de leerlas. Dado que vivimos en un mundo donde el “Esperanto se ha traducido al inglés”, más allá de nuestras preferencias culturales, me voy a permitir apelar al Webster en busca de otros horizontes. Allí dice: “Ética: disciplina que trata de lo que es bueno y malo y con el deber y la obligación moral; una serie de principios morales y valores; una teoría o sistema de valores morales.” Refiriéndose a la moral dice: “relativo a lo que es correcto o errado en el comportamiento”. Seguidamente usa la palabra como sinónimo de ética.
Pues bien, yo insistiría en que la semántica que surge de los diccionarios no nos ayuda demasiado en nuestro proyecto de asimilar aspectos preponderantes de la problemática política de nuestro tiempo, tal como fuera planteada por Popper. En la primera definición castellana de moral, ya podemos observar la influencia platónica de nuestro pensamiento del Phaedro al señalar que no está en el ámbito de los sentidos sino del entendimiento, o sea de la razón. Fue Platón en la obra citada quien definió la moral en términos de la razón representada por el caballo blanco y las pasiones en un caballo negro. De más está decir que el siglo XX expermientó los mayores desastres y opresión del caballo blanco, o sea de la diosa Razón, en la que se fundara “Libertad, Igualdad y Fraternidad”.
Pero volviendo a la semántica, es indudable que tanto en castellano como en inglés el concepto de ética per se no es una escala de valores definida, sino por el contrario la ciencia o si se quiere pseudo ciencia que estudia los valores, o sea el bien y el mal. Es por esa razón que no se puede hablar de ético como sinónimo de bien. Con respecto al concepto de moral que viene de mores, o sea costumbres, tampoco se podría decir que define el bien erga omnes, por más que en este caso el propio proceso cultural tiende a determinar per se los conceptos de bien y de mal.
Ya Artistóteles en su Ética a Nicómaco había discrepado con su maestro al respecto de la razón y de la moral y así dice: “Las distinciones que se hacen del juicio son las de verdadero o falso y no las de bien o mal”. Y fue en ese mismo sentido que se pronunció David Hume al respecto y así escribió en su Tratado sobre la Naturaleza Humana: “La razón es el descubrimiento de la verdad o la falsedad. Verdad o falsedad consiste en el acuerdo o desacuerdo bien fuere de las relaciones reales de ideas, o de la existencia o real o cuestiones de hecho. Cualquier cosa, por tanto, que no sea susceptible de este acuerdo o desacuerdo, es incapaz de ser verdadero o falso y no pueden jamás ser objeto de nuestra razón. Ahora es evidente que nuestras pasiones, voliciones y acciones no son susceptibles de cualquier acuerdo o desacuerdo: siendo hechos originales y realidades completas en sí mismas y no implican referencia alguna a otras pasiones, voliciones y acciones...” Y sigue diciendo: “las acciones pueden ser laudables o culpables, pero no pueden ser razonables”.
En el párrafo anterior, encontramos quizás el divortium acquarium de la ética en lo que denominamos Occidente. Al no ser objeto de la razón, la moral en el sentido del comportamiento y de la valoración se encuentra en el campo de los sentimientos, o sea de las pasiones. Este es el pensamiento anglosajón que cruzó el Atlántico y se aposentó en Estados Unidos y que consta en El Federalista. La fuente principal de este criterio está asimismo en el cristianismo que precisamente reconoce la falibilidad del hombre. Por el contrario, la filosofía de Europa contiental, aceptado el platonismo inicial, plasma primeramente en el pensamiento de Rousseau, quien en su paso del romanticismo al racionalismo encontró en las ciencias y las artes las fuentes de la concupiscencia y en el contrato social la búsqueda del hombre nuevo que ya había comido del árbol prohibido de la ciencia del bien y el mal.
En esa misma dirección se pronunció Kant, quien en el primer imperativo categórico, “actúa de tal forma que tu acción pueda ser convertida en una norma general”, encontró la fórmula de la virtud moral que, según expresa en La Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres sostiene que “todos los conceptos morales tienen su asiento y origen completamente a priori, en la razón y ello en la razón humana más vulgar, tanto como en la más altamente especulativa, que no pueden ser abstraídos de ningún conocimiento empírico, el cual por lo tanto sería contingente.” Es ese absolutismo racional de la moral el que engendrara los totalitarismos que asolaron al mundo durante el siglo XX. Lamentablemente, la oposición a ese fundamentalismo racionalista es descalificada por sus opositores como producto del relativismo moral.
Pero es a partir del absolutismo moral que se engendra la antítesis política entre los intereses particulares y los intereses generales, tal como lo explicara Rousseau y lo sostuviera Kant. En ese sentido, una vez más, Kant en la obra citada niega el derecho a la búsqueda de la propia felicidad, lo que de hecho significa negar la moralidad del interés particular. Pero más aun desconoce el valor moral de cualquier acción que esté hecha por la inclinación o los sentimientos. Así, quien no actúa en función del deber ser, debe execrarse a sí mismo, porque la moral no puede reconocer la naturaleza del hombre, pues lo contrario precisamente del principio de la moralidad es que el principio de la propia felicidad sea tomado como fundamento de determinación de la voluntad.
La consecuencia política de esta diatriba racionalista lleva a Kant a admitir el principio de la soberanía de Rousseau, y sostiene que dado que el poder legislativo representa la voluntad del pueblo (general) y todo derecho emana del mismo, las leyes son absolutamente incapaces de hacer alguna injustica (sic). En consecuencia, concluye que el soberano del estado sólo tiene derechos frente a los súbditos y no deberes coercibles. Por tanto, dice que en la constitución no puede haber ningún artículo que permita que ningún otro poder del Estado pueda limitar o controlar al supremo ejecutivo aun en los casos en que éste pueda violar la constitución. (sic)
Como puede observarse, ésta es la receta ética del poder político absoluto, al implicar que así debe ser, debido a que representa a la voluntad general (intereses generales) y olvida el “hallazgo” de John Locke de que los monarcas también eran hombres y por tanto falibles. Así, entonces, se desconoce el rol fundamental de la Corte Suprema como garante de los derechos individuales, precisamente en función de que el límite al poder político es la única garantía de los derechos individuales a la vida, a la libertad, a la propiedad y a la búsqueda de la propia felicidad.
Kant ignora el dictum de Hume respecto a que si la naturaleza fuera pródiga y el hombre generoso, el mero concepto de justicia sería inútil; principio que fuera recogido por Madison de El Federalista donde escribiera que si los hombres fueran ángeles no sería necesario el gobierno y si fueran a ser gobernados por ángeles, no habría necesidad de controlar al poder político. Es en esa fantasía que se basa toda la doctrina ético-política totalitaria en función de la utopía del hombre nuevo, que como bien señala Karl Popper es la madre de la violencia. Y por ello, el racionalismo utópico sería la causa de la miseria y nos condena a vivir bajo un régimen tiránico.
Kant ha sido más fatídico en la historia del totalitarismo que aun Hegel o Marx, pues sus ideas nunca han sido representadas por gobiernos totalitarios y por tanto han quedado en el éter de la utopía. O sea la benevolencia y la racionalidad han quedado como la fuente del poder absoluto en nombre de los intereses generales. Así se pretende suprimir la pobreza en el mundo, ignorando que la fuente de la misma a través de la historia no ha sido otra que la ignorancia de la seguridad jurídica que no es otra cosa que los límites al poder político. La ausencia de esos límites es la corrupción del sistema que como bien señala Tocqueville supera la “virtud” de los hombres. En momentos como el que vive Argentina en que el ejecutivo adquiere poderes supremos y la Corte Suprema desaparece bajo la Constitución “deformada”, se avapora la seguridad jurídica y con ella la capacidad de generar riquezas. Ya Alberdi había señalado el peligro de que fuera la propia ley la que violara los derechos garantizados por la Constitución. Hoy podríamos decir que es de la propia Constitución de donde han desaparecido los derechos y garantías. Y como bien señala Alberdi: “La propiedad, la vida, el honor son bienes nominales cuando la justicia es mala... No hay aliciente para trabajar en la adquisición de bienes que han de estar a merced de los pícaros.” Y la justicia es mala donde quiera que el poder político es absoluto, pues los pícaros se apropian del gobierno.
Armando Ribas
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