La democracia no tiene rival en el terreno de la legitimidad, pero necesita ajustar algunas cuentas consigo misma. Cada cual enfoca el asunto a su manera
La izquierda diseña teorías abstractas en busca de una democracia poco liberal y algo menos capitalista. La llaman «participativa», «deliberativa», ahora «inclusiva», y refuerzan su prestigio a través de la tradición republicana, tal vez idealizada. Me refiero, claro, a Grecia y Roma, las ciudades de la Italia renacentista y la hermosa utopía de Kant.
Curiosa paradoja: en el caso español, apelar a la república significa todo lo contrario. Una vez más, la derecha esta incómoda en la batalla de las ideas. Produce buenos gestores y les coloca etiquetas centristas. Se hace cargo de Europa una nueva generación de políticos, unas veces austeros y otras amantes del lujo, pero siempre honrados y laboriosos.
Veamos algún ejemplo. Angela Merkel padeció una sobredosis de ideología en la Alemania comunista. Por eso ahora deja pocas pistas sobre sus bases doctrinales. Manda mucho y trabaja bien. La Gran Coalición funciona como un reloj. Los alemanes lo agradecen. Quedan lejos los tiempos de Schroeder, simpático y liviano, y de los «verdes» convertidos al industrialismo. En Berlín todo son grúas y los demás pagan la factura del orgullo patriótico recuperado. Ahora los marcos se llaman euros...
Nicolas Sarkozy es un caso particular. Activo hasta el exceso, polémico incluso en vacaciones, rompe los tópicos al uso. Nada que ver con Chirac, esfinge distante y política oportunista. Tampoco con Mitterrand, ideología sin conciencia, ni con Giscard, antipático y elitista.
La V República vuelve a sus orígenes gaullistas, con un presidente que manda en todo y un sistema institucional a la medida del «roi soleil». Sarkozy no para ni un minuto. Maneja claves teóricas para consumo inmediato: quiebra del 68; trabajar más para ganar más; retorno de la excelencia. Hace guiños inteligentes al gigante americano, pero dista de ser un liberal amante del espíritu anglosajón. Es la mejor expresión de la derecha adaptada a la sociedad de masas:
- ideas claras,
- decisiones rápidas,
- presencia permanente.
Desconcierta a los dogmáticos con giros a la izquierda y gestos multiculturales. Realismo puro. Francia ya es así, y la madurez intelectual exige aceptar las cosas como son. Hace casi dos siglos lo decía el aristócrata Tocqueville: la igualdad social se impone a través de una guerra continua contra los detalles. Si se conocen las reglas del juego, es posible salvar lo sustancial. De lo contrario, espera la nostalgia y acaso el resentimiento. Para bien y para mal, el estilo Sarkozy, vivaz y algo contradictorio, marca la pauta del futuro.
Tal vez hay que incluir a Gordon Brown en el elenco de políticos laboriosos. Aunque sea socialista, eso en Inglaterra apenas se nota. Es menos simpático que Tony Blair, pero transmite franqueza y honradez.
La nueva generación que manda en Europa adopta los modales de un escrupuloso funcionario de Hacienda y no los de un líder carismático. Según la famosa teoría de Max Weber, sería la apoteosis de la legitimidad racional.
La antítesis se llama José Luis Rodríguez Zapatero: exceso de ideología envuelta en gestos para la galería. Ya no están de moda los políticos que tienen un sueño y nos conducen de buena o de mala gana hacia el final de una ilusión. Merkel, Sarkozy, Brown y algunos otros no tienen tiempo para soñar: están trabajando.
La gente agradece el esfuerzo. La clase política reivindica su función por medio de la eficacia. Administración de las cosas, y no gobierno de los hombres. Antes de Marx, lo dijo Saint-Simon, padre de la mentalidad politécnica. Importa más la gestión presupuestaria que la estrategia al servicio del visionario. Lejos de la retórica incierta, la democracia busca su legitimidad en la política de los hechos. Nada nuevo bajo el sol: en los sesenta se llamaba «fin de las ideologías». Algo de eso viene otra vez.
Cuidado, sin embargo, con la primacía del especialista porque la política vuelve siempre por sus fueros. Occidente tiene defectos, por supuesto, pero produce más riqueza y la distribuye mejor que ninguna otra sociedad histórica o actual. Nadie se atreve a negar la evidencia. La política democrática alivia las tensiones porque deja espacio al desahogo individual.
El totalitarismo no admite tal cosa: de ahí su fracaso a gran escala, confirmado en 1945 y en 1989. Es curioso: el sistema semiliberal es más útil para encauzar a las masas que las escuadras y los batallones organizados a toque de corneta. La sociedad mediática permite descargar sobre los líderes muchas frustraciones personales. Si yo trabajo más de la cuenta, ellos también. Si a mí me agobia el jefe, a ellos les amarga la prensa libre. Si gozan de privilegios, deben pagar la cuota de servidumbre. La única forma de acallar las críticas es la cercanía, el esfuerzo y la eficacia. Al menos, de cara a la opinión pública, esa falacia estadística convertida en verdad operativa a efectos electorales. Aquí reaparece la ilusión que transmite el poder. El líder democrático es el único «famoso» y lo más parecido a un «rico» que depende de nuestro voto. Los demás son inaccesibles. La masa los quiere, pero también le incomodan. Sabe que son de carne y hueso pero, igual que a los ídolos, prefiero no tocarlos con las manos por si acaso pierden su condición.
¿Sirve un honrado funcionario para descargar tensiones a gran escala? Es probable que no, aunque el modelo puede funcionar en una sociedad madura y en tiempos de bonanza razonable. No está claro si el político atrapado en la red de la gestión tiene tiempo para consultar al oráculo. Me refiero, cómo no, a las encuestas y sus intérpretes, herederos de los viejos augures. Viene a la memoria la singular historia de Apio Claudio Pulcher. Las aves sagradas se negaron a comer, presagio inequívoco del fracaso en la batalla inminente. Entonces, el impulsivo cónsul ordenó que fueran arrojadas al mar. Aquel mismo día, Cartago destruyó la poderosa flota romana. Ahora bien, ya se sabe quién ganó las guerras púnicas... Cada cual que aplique el cuento a su gusto. Pero una cosa es la prudencia y otra la sumisión al «minipopulus» que participa en los sondeos. Los líderes amantes de la estrategia preguntan todos los días: al fin y al cabo, la teoría habla de «gobierno de la opinión».
Sin embargo, los gobernantes volcados en la eficacia luchan por superar esa tiranía. Juristas y economistas se frotan las manos ante la expectativa de recuperar posiciones perdidas a manos de sociólogos y politólogos. A los periodistas les preocupa menos: como su propio nombre indica, la democracia mediática ya es suya. En el fondo de cualquier cambio social cabe descubrir una querella corporativa.
Zapatero circula en dirección contraria a la nueva generación de políticos europeos, tan eficaces como poco excitantes. Dentro de poco los españoles tenemos la palabra en las urnas. Veremos qué sucede. Es fácil distinguir cuál es la oferta política que coincide entre nosotros con las tendencias actuales. He aquí un ejemplo elemental. Los aviones no despegan a su hora, los trenes nunca llegan al andén y pagar el peaje de la autopista se convierte en tarea propia de héroes. En tal caso, Merkel o Sarkozy destituyen sin más trámite al ministro incompetente. Aquí no pasa nada. El discurso es diferente. ¿Sueños? ¿Utopías? ¿Ansias de paz infinita? Tal vez... pero lo primero es llegar a tiempo a la oficina. Cosas del capitalismo tardío.
BENIGNO PENDÁS - "ABC" - Madrid - 20-Ago-2007
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