Parece que la palabra gobierno ocupa el centro de la escena. Se trata, por cierto, de un protagonismo inesperado. Hasta hace muy poco tiempo, al menos en relación con los flujos financieros, la voz de orden no la daban los gobiernos sino los mercados. En el quinquenio en que la riqueza de todas las sociedades, centrales y emergentes, crecía con extraordinario ímpetu resonaban otras voces, como la de Ronald Reagan en 1986: "Las palabras más aterradoras del idioma inglés son: «Soy del gobierno y estoy aquí para ayudar»."
Luego de que los gobiernos de los países centrales pusieran en acción un gigantesco rescate de bancos e instituciones crediticias liderado por Inglaterra, la sentencia de Reagan evoca más bien una pieza oratoria que cierra el ciclo inaugurado en los años ochenta del último siglo. Mientras tanto, en el capítulo que se abre, ya es un lugar común, cunde la incertidumbre.
¿Qué nos depara, pues, este tembladeral financiero?
A medida que pasan los días, muy pocos hablan de depresión mundial, los más de una recesión, bajo el supuesto de que ya ha pasado lo peor; los menos, de los efectos políticos que traerá aparejada esta mudanza de comportamientos públicos. Cualesquiera sea el punto de vista, las percepciones dominantes de este tiempo espeso, concentrado en pocas y vertiginosas horas, nos advierten que el paisaje de la actualidad histórica ha cambiado, acaso profundamente.
La cuestión estriba en saber si este cambio tendrá, como el mundo desea, consecuencias virtuosas. Es evidente que, de acuerdo con un tradicional precepto de la prudencia política, los gobiernos en Estados Unidos y en Europa han actuado para prevenir males mayores. El expediente práctico al que han recurrido lo dice todo: buscaron poner a punto un salvataje financiero sobre la base de las experiencias del pasado. Aunque los expertos digan que esta crisis tiene poco que ver con la que sacudió a dos continentes desde 1929 en adelante, el lacerante cuadro del desempleo, de la desaparición del crédito y del proteccionismo, que marcó a fuego aquella década previa a la Segunda Guerra Mundial, hace las veces de un recordatorio tácito.
Mediante un conjunto de actos adoptados al calor de los acontecimientos, los gobiernos han llegado a la conclusión de que los errores del mercado no deben ser sancionados exclusivamente por el mismo mercado. Para quienes adoptan decisiones a uno y otro lado del Atlántico, en este momento no tiene relevancia alguna el sermón que, en la ciudad de Washington, hacia 1930, el secretario del Tesoro, Andrew Melon, le propinaba a su desesperado presidente, Herbert Hoover: "Liquide el trabajo, liquide las acciones, liquide a los agricultores, liquide la propiedad inmobiliaria. Así se purgará la podredumbre del sistema. Los altos costos de vida y el alto nivel de vida caerán. Las personas trabajarán más y llevarán una vida más moral."
Preceptos típicos de una moral individualista y severa que, si bien toma en consideración las consecuencias de las acciones humanas, no repara en el costo social de dichos efectos. Según esta visión, el mercado sanciona espontáneamente la codicia y el afán excesivo de riqueza. Hubris y Némesis, decían los griegos antiguos: la desmesura y el castigo. El miedo que posteriormente puede propagarse por el tejido social, en la forma de un desempleo masivo, es harina de otro costal.
El temor de los gobernantes actuales al miedo probable que podría desencadenarse en el caso de dejar al mercado librado a su propia lógica ha motivado este brusco cambio de rumbo. Así, por caminos que no estaban fijados de antemano, el mundo occidental explora de nuevo el perfil de una economía mixta (convengamos que en Asia esta fórmula no es en absoluto novedosa).
Habría que preguntarse, sin embargo, de qué economía mixta estamos hablando.
¿Las decisiones que ha adoptado en Londres el primer ministro laborista Gordon Brown son acaso semejantes a las que hace sesenta años impulsaba Clement Attlee, el líder más representativo del reformismo socialista de posguerra?
Las semejanzas están por verse, pero, en todo caso, vale la pena señalar que una cosa es obrar por principios y otra, muy distinta, por las exigencias que impone una situación excepcional.
Attlee puso los fundamentos de una economía mixta, estatizando una parte de la economía británica, porque esa operación configuraba, según su perspectiva ideológica, el mejor de los regímenes posibles.
Brown lo hace, al contrario, para disipar la tormenta, tomando provisoriamente una porción de la propiedad de los bancos, para luego devolverla al mercado una vez aquietadas las aguas.
Aun así, nada es definitivo, porque la lucha que se ha trabado es entre la desconfianza masiva de los usuarios y la oferta de confianza que realizan los gobiernos. La desconfianza es el legado de una cultura de sobreendeudamiento que se esparció por las economías más prósperas del planeta; la oferta de confianza, por otra parte, consiste en averiguar si los gobiernos serán capaces de forjar un pacto internacional de sustentabilidad financiera, capaz de regular esta gigantesca globalización sin afectar las bases de la productividad e innovación de los mercados.
Es un desafío de calibre comparable al que culminó hace más de medio siglo con los acuerdos de Bretton Woods. Posiblemente sea aún más acuciante, porque pone en juego a un segmento del planeta las economías emergentes que antes carecían de peso propio en el concierto de las naciones. Ese volumen tiene, en la actualidad, una contundencia demográfica que habrá de gravitar más todavía, en la medida en que China siga desarrollando una economía regida por los derechos de propiedad (la reciente reforma agraria en ese país así parece indicarlo).
No hay duda de que el mundo está en movimiento y no sólo por el crónico estado de guerra en Medio Oriente.
¿Qué deberíamos hacer nosotros frente a tamaña mudanza?
- Aprovechar nuestras ventajas, paradójicamente ganadas al precio de las malas razones derivadas de nuestro escuálido sistema financiero;
- aumentar la capacidad exportadora ante la caída de los precios de las commodities;
- defender la fortaleza fiscal mediante la eliminación de subsidios y
- procurar coordinar políticas en el Mercosur.
Para el Gobierno es una prueba decisiva, porque a partir de este año el kirchnerismo se interna en el pantanoso terreno de la escasez fiscal. Adiós pues al populismo tarifario so pena de empantanarse más.
Esta última hipótesis inmovilizarse por tozudez no es para nada descabellada.
- No hemos sabido ahorrar durante los años de abundancia con el objeto de pertrecharnos para los tiempos difíciles, como han hecho los gobiernos de la Concertación en Chile, con el respaldo de todo el arco partidario,
- ni tampoco hemos tenido el tino de poner al día una economía basada en la estabilidad de precios. En suma, el Gobierno adoptó el papel de cigarra en lugar de desempeñar el más modesto de hormiga.
Ahora, qué duda cabe, habrá que sufrir viento en contra. Con esta fábula de la cigarra tenemos algún aire de familia con las economías centrales hoy en crisis, pero es apenas un insignificante parecido, al comparar la capacidad respectiva de los estados y, desde luego, el volumen de las economías.
Cuando la abundancia se eclipsa, el talante y la audacia del gobernante deben probarse en el contexto de la escasez por las buenas o las malas razones. Esperemos que sean las primeras.
Natalio R. Botana - "La Nación" - Buenos Aires - 16-Oct-2008
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